La increíble transformación de don Beltrancito Figueroa (IX)

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

En la señorial casona de la familia Figueroa, aquel día de Dolores de 1932, todavía dormían los peregrinos que habían regresado poco antes del amanecer de aquella inolvidable víspera para algunos del día de la Patrona.
Don Beltrán estaba despierto pues no había podido conciliar el sueño, su mujer a su lado, parecía estar en medio de una pesadilla, con la respiración acelerada parecía hacer un intento para articular alguna palabra.

Don Beltrán le pone su mano en el hombro e intenta que se despierte, ella abre los ojos pero le pesan los párpados como dos libras de plomo. ¡Delira! -dijo para si- mientras se ponía en pie casi de un salto, se fue hasta la puerta y a voz en grito pidió ayuda. Isabel: la cocinera que ya trajinaba por sus dominios temiéndose lo peor por el tono de la voz de don Beltrán, sin pensárselo dos veces mandó recado con quien primero tropezó para que fuera a dar aviso a don Chano, el médico que todavía estaba de veraneo por La Vegueta. Con la misma diligencia, se dirigió hasta la habitación de Beltrán y casi lo tira de la cama. Abrazado a la almohada, el joven despertó de su romántico ensueño y se puso en pie casi al unísono, al ver a la vieja con aquellos aspavientos pensó que algo grave pasaba y salió velozmente hacia la habitación de sus padres donde intentando hacerse entender estaba su madre, don Beltrán a su lado con un vaso de agua intentaba calmarle la sed, ya que fue agua la única palabra que pudo entender de aquel galimatías que intentaba articular su esposa.-he mandado recado a don Chano para que venga -dijo Isabel desde la puerta-, Beltrán como petrificado por la impresión que le produjo la escena, sintió la impotencia por no saber qué hacer en un caso como aquel. Los minutos pasaban como arrastrándose por la esfera de un reloj sin números, sin agujas, hasta que por fin sintió las prisas de alguien que corría por el pasillo en dirección hacia la habitación donde doña Eduvigis en ese instante exhalaba su último suspiro. Don Sebastián Vignoly solo pudo certificar el fallecimiento de doña Eduvigis y por lo que pudo constatar fueron las causas un paro multiorgánico debido a una hiperglucemia por ingestión excesiva de azúcares. La víspera de Dolores, con el disgusto que le produjo la escena protagonizada por su único hijo con la chica del medianero de Las Laderas, la paso sentada en un ventorrillo al «soco»de la pared del aljibe de la Virgen. Con un chiquillo, mandó recado a la turronera para que le trajese dieciocho turrones de los chicos, cinco de los grandes y dos bolsas de almendras garrapiñadas recién caramelizadas. En las dos o tres horas que permanecieron en aquel ventorro, doña Eduvigis, entre sorbito y sorbito de anís, se zampó los dieciocho turrones chicos y cuando ya llevaba por la mitad la segunda bolsa de almendras garrapiñadas, noto un pequeño desvanecimiento y pidió y se tomó un vaso de agua. Al sentirse algo mejor, quedó metiendo prisas organizando su desventurada vuelta a La Vegueta. A pesar de la protesta de don Beltrán que le pareció temprano para volver, pero como casi siempre, se acataron sin más protestas los deseos de la señora y en media hora ya estaban recorriendo el camino de vuelta. A Beltrán, a Catalina y a su vigilante carabina parecía habérselos tragado las penumbras que rodeaban los alrededores del Santuario. La última vez que los vieron paseaban con la carabina entre los dos disfrutaban del frescor de la noche. Pero nada más, de momento.
A doña Eduvigis la enterraron al día siguiente de su fallecimiento, el 15 de septiembre cuando el pueblo seguía en fiestas, ya que en la tarde del Día Grande se trasladaba todo para La Plaza de San Roque, por lo que las exequias se celebraron en la ermita de Regla y luego sus restos trasladados directamente hasta Las Tejederas, lugar donde recientemente se había construido el nuevo cementerio que por fin y después de décadas solicitándolo por pura necesidad, por fin se erigía a la sombra del volcán de Tinache.
La muerte de la señora forró de luto hasta las albardas de los animales, apenas se hablaba en la casa y cuando la necesidad de comunicarse se hacia imprescindible por todos los rincones parecía que se rezaba un interminable Rosario con sus letanías incluidas. Don Beltrán permaneció encerrado en su habitación y tardo catorce días en que se le oyese articular una sola palabra. La vida continuaba su curso y las labores propias de la hacienda había que concluirlas y acometer otras como era el barrer azoteas y preparar acogidas para las previstas y tempranas lluvias que auguraba el Zaragozano.

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