Emigración en el siglo XIX

Fuente: Apuntes para la Historia de Tinajo
Por Inmaculada Rodríguez Fernández

 

La emigración constituye uno de los aspectos demográficos más importantes y destacados de nuestro archipiélago. Su papel en la evolución histórica de las islas ha sido de una gran relevancia. Desde principios del siglo XIX la pobreza obligaba a los habitantes de Lanzarote a dejar sus lugares de nacimiento y buscar fuera nuevos y mejores destinos; lugares en los cuales poder conseguir para ellos mismos y para sus familias una vida más digna y cómoda. Muchos vecinos de Tinajo, agobiados por tantos impuestos y obligados por el hambre, la miseria y la sed, recurrieron a la emigración como única salida a tantas desgracias.

Ni siquiera podían recurrir a intentar poner solución a los problemas ocasionados por la pobreza en otros pueblos de Lanzarote, porque la situación en todo el territorio insular era igual de calamitosa. Tristes por dejar atrás el terruño amado y, a veces incluso a sus familias, pues se iban solos en busca de fortuna, cogían la maleta, metían en ella lo poco que tenían, y se embarcaban rumbo a tierras desconocidas con la esperanza de conseguir en ellas todo cuanto en el pueblo la vida les había negado. Detrás dejaban todo lo que hasta ese momento había sido sus vidas: familias, amigos, vecinos…etc. Con el corazón roto, pero con la esperanza de poder regresar a la tierra amada un día, subían al barco que les alejaba lentamente de esa isla anclada en medio del Océano Atlántico, una isla sobradamente conocida, y acercándoles cada vez más a algún lugar donde no sabían lo que les depararía el futuro.
Muchos murieron en tierras americanas soñando con volver a abrazar a todos los seres queridos que al marchar dejaron. Muchos de esos tinajeros emigrantes formaron familias en los países de adopción. A ellos les hablaban con nostalgia y añoranza de un lejano pueblo del que ya los años únicamente habían dejado unos bellos recuerdos y sentían que el anhelado retomo del principio cada vez estaba más lejano.
Además de algunas otras Islas Canarias, países y ciudades como Montevideo, Buenos Aires, Cuba, se convirtieron en lugares de acogida de todas esas personas a las que la miseria no les había dejado otra alternativa que emigrar. Con su trabajo contribuyeron a fundar pueblos y ciudades en los países de recepción. Algunos tuvieron un destacado papel en la vida política, religiosa y social de los lugares que tan generosamente les habían acogido. D. Jacinto de Vera, vecino de Tinajo, se convirtió en el primer Obispo de Montevideo.
Es en el siglo XIX cuando tiene lugar la mayor emigración hacia tierras americanas.
Las malas cosechas, y una plaga de langostas en 1811 ocasionaron, entre 1810 y 1813, en toda la isla una grave carestía y una penosa situación. A las malas cosechas se unió una fuerte subida de las contribuciones. Esa época de penurias afectó duramente a Tinajo. Anualmente muchas familias se decidían y abandonaban el pueblo, yéndose a las islas mayores o hacia América. Ante la gravedad de la situación a los vecinos no les quedaba otra solución: empaquetar sus pocas pertenencias y lanzarse a la aventura. Esa era la única salida que la miseria les dejaba: subir en un barco que partía rumbo a un lugar muy lejano, a un lugar del que únicamente tenían vagas referencias y en el cual se decía que iban a encontrar riqueza, o si no por lo menos sí una vida más desahogada que la que llevaban en el pueblo .
Familias enteran abandonaron Tinajo. Tal fue el caso de Clemente Navarro, que partió con toda su familia rumbo a Montevideo en 1812. No dejaba heredero alguno en el pueblo. Por ello hacía donación perpetua a la Cofradía de Ánimas e la parroquia de San Roque de medio celemín y medio cuartillo que tenía plantados de tuneras. Él se las había comprado a Sebastián de León el 13 de marzo de ese mismo año. Las tierras donadas se encontraban en el paraje llamado Las Peñas de Tinache. Lo donado quedaba a cargo del mayordomo de Ánimas para que lo administrara como bienes propios de dicha cofradía.
Entre sus obligaciones se encontraba la de percibir los frutos y darles el valor apropiado.
Los primeros beneficios que se obtuvieran debían emplear­ se en celebrar las misas que llamaban de San Vicente para rezar por él y su familia.
Tres de los hijos del militar Marcial Morales partieron rumbo a Cuba. A Justo, uno de ellos, su madre, María Parrilla, le dejaba en su testamento una suerte de tierras que poseía en un lugar llamado Piñero, para que costeara con sus frutos el coste del viaje, lo cual había hecho cuando tomó la decisión de marcharse. A Ángel, que también se fue a La Habana, el hermano de su madre le había dado ciento diez pesos con el fin de que pagara el flete del viaje. Por último, su hijo Miguel también había partido con el mismo destino, desde donde le habían llegado noticias de su muerte, aunque la noticia no estaba confirmada y por lo tanto existía la posibilidad de que aun viviera. En una cláusula unida a su testamento la Señora Parrilla pedía que la parte de sus bienes que le correspondía a su hijo Miguel se le separara y conservara íntegra hasta que regresara a la isla para hacérsele entrega de ellos a él o a su descendencia si la hubiera tenido. Sus otros hijos, María y Bernabé, quedaron encargados de administrar, cuidar y conservar los bienes del hermano ausente hasta su posible regreso. Sólo estaban obligados a darle la parte que le correspondía, pudiendo, mientras tanto, hacer suyos los réditos y los frutos que produjeran. Esa parte no podían ni venderla, ni enajenarla. Si la muerte de Miguel quedaba probada y confirmada, con datos concretos y fehacientes, podrían dividir esa parte entre los hermanos María, Justo y Bernabé.
Estos son sólo algunos ejemplos de los numerosos casos de vecinos del Municipio que abandonaron todo cuanto tenían y se marcharon rumbo a países americanos, con un futuro incierto, pero con la esperanza de encontrar algo mejor y que les permitiera vivir sin tantas penalidades y sufrimientos.
Algunos emigrantes regresaron al pueblo, pero volvieron a marcharse. Tal fue el caso de Domingo Corojo, quien antes de partir vendió a Alonso de Figueroa diferentes pedazos de tierra. Algunos vecinos del pueblo, a su regreso a la isla, no se instalaron en el municipio que les había visto partir tiempo atrás. El 27 de septiembre de 1891 D. José Curbelo presentó una instancia ante el ayuntamiento de Tinajo en la que pe­ día que se le eximiera del pago de las contribuciones municipales que se le habían impuesto desde el año económico 1887-88 hasta esa fecha. Para fundamentar la solicitud se basaba en que se había marchado para la isla de Cuba en 1886, lugar en el que permaneció hasta 1889, cuando regresó a Lanzarote, fijando su residencia en el municipio de Yaiza. Además, manifestaba que las fincas que poseía en el pueblo no las cultivaba por su cuenta sino que las había dado al partido de medias, permaneciendo su casa casi constantemente cerrada. El ayuntamiento afirmó ser cierto que el señor Curbelo se había trasladado a la isla de Cuba en el tiempo que decía. También era verdad que no dio conocimiento de su marcha al ayuntamiento de aquel tiempo. Si así lo hubiera hecho, seguramente se le hubiera dado de baja como vecino y estaría exenta del pago de las contribuciones municipales. Con posterioridad al año 1886, y por encargo del propio D. José Curbelo, sí hubo pago de las referidas contribuciones lo cual consideraban como prueba irrefutable de que no pensaba estar ausente durante mucho tiempo, porque si así lo hubiera pensado , en vez de dejar encargado para pagar contribuciones municipales, lo hubiera hecho para gestionar el que se le diera de baja como vecino . Si era cierto que había dado sus fincas al partido de medias, también lo era que el ayunta miento lo ignoraba por completo, puesto que no aparecía acuerdo alguno en el que se participara tal contingencia. Además, la corporación no tenía por qué estar al tanto de los negocios que los vecinos hacían si antes éstos no lo hacían saber. Por las razones esgrimidas consideraban que al Señor Curbelo Páiz no se le podía eximir del pago de las contribuciones municipales.
El dolor provocado por la emigración no afectaba únicamente al emigrante, también sus familias, sobre todo, y sus amigos, quedaban sumidos en la tristeza y el permanente recuerdo de aquellos que un día partieron y nunca más regresaron Junto a ellos. Sólo el paso de los años y el lento transcurrir del tiempo conseguía mitigar y calmar la pena por esas ausencias tan añoradas. Algunos vecinos, a la hora de redactar sus testamentos, dejaban clara la parte correspondiente al hijo ausente para que se le hiciera entrega de ella a su vuelta manifestando, además, su pesar por no saber si aún vivía o había muerto, aunque les animaba la esperanza de que todavía seguían disfrutando de la vida.
En ocasiones, la emigración no era voluntaria. Existía una forma de migración obligatoria, exigida por La Corona, porque colonizar las tierras americanas necesitaba gran cantidad de pobladores. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII el Estado obligaba a que por cada cien toneladas de mercancías que se exportaran a América, debían ir cinco familias completas.
Normalmente era mayor el número de hombres que emigraban que el de mujeres. La mayoría se trataba de personas de escaso poder adquisitivo y con un bajísimo nivel cultural y de estudios.

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