Relato de un irremediable nostálgico (I)

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

Aquella tarde revuelta y destemplada, el reloj de la cercana iglesia con su voz de campanario, daba la media. Don Jerónimo López, salió de su casa como de costumbre para dar su paseo vespertino. Al cruzar el umbral pensó hasta cuándo sus cansadas piernas le permitirían llegarse como todas las tardes hasta el café del viejo Anacleto Calso. Treinta años contemplaban su diario andar, sin prisas, observando sin que se notara que lo hacía cuanto ocurría y pasaba por su lado.

Subiendo con paso lento el repecho con el que terminaba la calle del Disimulo, bajaba algo más ligero la del Rosario y llegaba a poco tiempo de andar a la confluencia de ésta con la calle Real. Al llegar a la esquina, saludó como siempre a don Anselmo González, quien, sentado junto a la ventana de su casa, llenaba su pipa con el recio y aromático tabaco del país. A través del postigo doña Aurora, su mujer, le alcanzaba una taza del café recién hecho. -¡Revuelta se ha puesto la tarde, ¡carastre!- comentó respondiendo al saludo de Don Jerónimo y eludiendo el socorrido carajo, cosa por otra parte natural en las personas educadas de la época. Don Jerónimo asintió con la cabeza y prosiguió su camino sorteando las piedras que a modo de adoquines, cubrían la calzada de la calle principal del pueblo. Un remolino de tierra que provocó el viento, le obligó a sujetarse el sombrero, mientras su negra corbata revoloteaba inquieta sobre sus hombros. Alcanzó el otro lado de la calle observando de reojo, como un tal Gregorio “El pezuña”, estaba escorado sobre el marco de la puerta de su casa y como todas las tardes: pendiente del inseguro andar de don Jerónimo.
Tenía el Pezuña la insana esperanza, que un mal paso del venerable médico, le llevara a dar con sus huesos en el suelo. Cuando don Jerónimo alcanzó la acera opuesta, una expresión de aburrida y rutinaria decepción se reflejó en el rostro del Pezuña, revelándole una vez más a don Jerónimo los malsanos deseos del jodido usurero. Este, conocía el percal, pasó a su lado, se tocó el ala del sombrero a modo de cortés saludo y sin pronunciar, siguió su camino al tiempo, que escuchaba aquel gruñido que hacía honor a su apodo y que dejaba oír el Pezuña para saludar, quizás, recordando los años pasados en la Pampa Argentina entre vacas y marranos.
Gregorio García –que así se llamaba aquel aventurero personaje- lucía sobre su gastado chaleco negro, botonera de oro y leontina del mismo metal y de la cual pendía un reloj que continuamente sacaba y abría su adamascada tapa, recreándose en las doradas filigranas de su esfera. Junto con los ahorros de veinte años de trabajo en el país del Plata, regresó a la isla trayéndose consigo las malas artes de la usura y el engaño, aquí; las puso en práctica indiscriminadamente entre sus convecinos, hizo de ello su medio de vida y se ganó de paso el desprecio de la mayoría de la población.
Don Jerónimo López Cabrera era un hombre bueno, de severa y franca mirada, más bien alto, delgado, lucía una cabellera abundante e inexplicablemente negra para su edad, ni una sola cana dejaban entrever sus sienes, solo sus largos bigotes lucían blancos en sus puntiagudos extremos. Su mirada, entre severa y profunda, trasmitía una infinita ternura, especialmente, cuando sus pardas pupilas buscaban las de aquellos desheredados de la fortuna, que llenaban su consulta venidos de todos los rincones de la isla. Buscaban remedio, algunos para sus males, otros, el sabio consejo con que don Jerónimo solía alentar a sus enfermos y amigos. Decía lo que pensaba a bote pronto, su presencia, infundía respeto hasta en las moscas que pululaban por el café de Anacleto. Tras una vida de intachable trayectoria, había dedicado a sus semejantes los cuarenta años en que ejerció la medicina. Epicúreo en su planteamiento filosófico de la vida, había cambiado durante parte de su juventud el culto al goce de los sentidos, por el cultivo de sus inquietudes espirituales, el ejercicio de su inteligencia y la práctica de las virtudes, con las que la madre naturaleza le había dotado de forma tan generosa. Su afición a los libros, le habían provisto de una vasta cultura y devoraba con deleite cuanto papel escrito llegaba a sus manos. Era considerado entre sus vecinos y colegas, como un ilustrado. Sus conocimientos no se habían limitado a la medicina, sentaba cátedra en los temas que trataba y sus consideraciones y opiniones, estaban siempre presididas por su natural modestia, la misma con la que había caminado por las veredas y caminos de su olvidada y desgraciada isla.
Practicó la medicina con el mismo entusiasmo y dedicación que la caridad. Por su profesión y sin duda por la grandeza de su corazón, era hombre del que nadie tenía una sola queja. Sólo el Pezuña, el usurero, quería verlo alguna de aquellas tardes, tendido sobre las lisas piedras de la calle Real, en su camino al café. Nadie supo nunca, el porqué de aquella malsana inquina del Pezuña, pues más de una vez, como médico había prestado sus servicios profesionales a miembros de su familia, que habían necesitado sus cuidados. La gente, – al oír su nombre – tenían siempre pronta, una palabra de agradecimiento, o una rendida admiración, al evocar alguna visita familiar a una intempestiva hora de la noche, o quizá, alguna palabra de consuelo en las horas tristes de la muerte. Provisto de una generosidad desmesurada- según el parecer de su mujer y que no paraba de decirle aquello tan oído, de que la caridad empieza por uno mismo.
Cuando la pobreza, al paciente enfermo no le permitía comprar los medicamentos, era Don Jerónimo quien financiaba la compra de las mismas. Hijo de una familia pudiente, había estudiado la carrera en París, estableciéndose a su término en el Arrecife de sus amores, siendo el primero y único médico nacido en la isla, donde atendió durante muchos años, a todo aquel que requería sus servicios. Conocía palmo a palmo la geografía insular y recorría incansable todos los pueblos de la isla, en los que pasaba consulta, atendiendo a ricos y pobres, sin dar a nadie, por su clase o condición, ningún privilegio o trato de favor. La rigidez con que mantenía esta conducta, le había granjeado el respeto incondicional de toda la población de la isla. …

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