Por Agustín Cabrera Perdomo
… Don Ramón Márquez era quizás uno de los pioneros en experimentar diferentes artes de pesca y quizás el más importante de los armadores de la flota pesquera. Dibruzado en la alterosa barra del café, observaba a través del cristal de la ventana aquella evolución casi repentina de la revoltura del tiempo. Sentía cierta desazón pensando en la próxima e inminente arribada de sus barcos en franco regreso de la vecina costa africana y por la seguridad de sus patrones y marineros.
Los carnavales, estaban a la vuelta de la esquina y los costeros tenían sus buches curtidos y listos para inflar tras varios meses de duro trabajo y abstinencia, tanto alcohólica como de la otra. Estaban deseando arribar a puerto para “correrlos” bien, cogerlos el lunes por la mañana y largarlos el sábado de piñata escurridos como un manojo de tollos.
Mientras el café terminaba de colarse, don Jerónimo, ojeaba el semanario local, que; con una florida y rebuscada prosa daba cuenta de todo el chismorreo pueblerino, las notas de sociedad, bodas, bautizos y el nombre y apellidos de los niños, que en el día más feliz de su vida se habían convertido en infantiles moradas divinas.
En el capítulo de curiosidades se daba cuenta de alguna noticia pintoresca, como era la aparición frente a las aguas de la ciudad de una ballena azul de grandes proporciones, que había cruzado majestuosa las quietas aguas cercanas a la bahía, en su viaje a mares más fríos. Unos osados marineros, habían intentado darle caza, persiguiéndola con un barquillo.
Apartando a un lado el arrugado semanario, y como si de un ritual se tratase, don Jerónimo retiró el pequeño colador de aluminio y volvió a llevarse pausadamente el vaso a sus labios. Al tiempo que sorbía la negra colada, entornó los ojos, intentando vivir más intensamente, aquel pequeño placer, que a sus años, todavía su excelente salud le permitía.
A su mesa se fueron acercando los habituales contertulios, la conversación comenzó a desarrollarse en torno a lo desapacible que se había puesto la tarde. Las gaviotas seguían con sus gritos, como avisando que la cosa iba en serio. La noche seria larga para los armadores y marineros, estos se disponían a reforzar y asegurar las amarras de los barcos que se encontraban fondeados en Puerto de Naos.
Este puerto natural está abrigado a los tiempos del sur, ya que los arrecifes que rodean la bahía, apaciguan la violencia de las olas que llegan casi inertes a la orilla. La bahía que cerraba parcialmente el muelle recientemente construido, se había quedado desierta de barcos, estos habían levado anclas y se habían refugiado en Puerto Naos. Los fondeados frente a la vieja pescadería, barcos de menor porte, chalanas, lanchones y botes, eran conducidos a través del “ pasadizo “ buscando refugio en las tranquilas aguas del charco de San Ginés, donde quedaban varados unos, los más ligeros, y fondeados otros, los más grandes y pesados.
Los asiduos al café no se hicieron esperar. A pesar de los malos presagios en cuanto al tiempo, uno a uno iba llegando y se acomodaban en sus asientos habituales. Estos no eran siempre los mismos, solo a don Jerónimo, le reservaban aquel sitio junto a la ventana y en sus escasas ausencias, se respetaba su falta manteniendo su asiento sin ocupar. Las humeantes cafeteras individuales fueron apareciendo a medida que los amigos de la tertulia iban llegando. El último en hacerlo, fue Don Anselmo Perdomo, quien colgando de una cercana percha su sombrero de paja, se acomodó en su sillón y esperó el ”anisao” que Anacleto, al verlo entrar había empezado a servirle. Transcurría la charla por los cauces habituales, cuando de pronto, se presentaron en la tertulia, el Sr. Juez Comarcal, a quien acompañaba un celador municipal llamado Rafael y apodado “El cachimba” el cual, haciendo honor a su apodo se quedó quieto e imperturbable a la derecha del sillón que ocupaba don Jerónimo. Allí permaneció envuelto en una nube de humo la cual parecía emanar de todo su cuerpo, de pronto; se puso tenso, pues le pareció escuchar entre dientes y en tono irónico el estribillo de una alegre isa que hacía alusión a su marcial y humeante figura. Una mirada de don Jerónimo al bromista, fue suficiente para que Florentino Sosa, él más joven de la reunión e impulsivo tenor, pusiera termino a su chascarrillo melódico.– Ejem… Ciudadanos presentes – exclamó vehemente el Juez impostando la voz para intentar darle un poco de gravedad, ya que su tesitura aflautada era motivo de imitaciones y chistes entre los bromistas del pueblo.- El motivo de interrumpir esta amena reunión; es la de recordarles, que al estar cercanas las fechas de las impías e inmorales y por ello llamadas fiestas del carnaval, ésta Autoridad Judicial, está dispuesta a no consentir desmanes y atropellos durante estos nefastos días y durante los cuales, hasta los personajes más encumbrados y respetables de la sociedad arrecifeña suele abandonar las más elementales normas de conducta, para caer en la más despreciable de las situaciones humanas: la embriaguez. Por la autoridad que me ha conferido el Estado, la de mi propia conciencia moral por otra parte y con el apoyo espiritual de la autoridad eclesiástica, conmino a todos los presentes a que mantengan durante dichos pecaminosos días, compostura, buen ejemplo y que la templanza, sea la norma a seguir dentro de la sana y alegre diversión. Para el cumplimiento de estas premisas cuento con la ayuda inestimable de la fuerza de seguridad municipal, uno de cuyos representantes ha tenido a bien acompañarme.
El humo que producía la cachimba de Gregorio y las sombras del crepúsculo que llegaba, no permitieron al Juez, distinguir bien los rostros de los presentes, sin embargo creyó observar en algunos de aquellos semblantes, indicios de que su reputación como orador podía correr cierto peligro. Su instinto de conservación le sugirió que había que abreviar y salir por patas. Con las prisas, el puritano juez solo pudo articular un torbellino de palabras, que intentaron ser una cordial despedida, pero solo consiguió el Sr. Alzola, interpretar lo más parecido a un concierto grosso para flauta del barroco tardío.
Salió presuroso don Remigio Alzola con la sensación de que su cruzada iba a ser más difícil de lo que en un principio había imaginado. Un pueblo impío le había tocado en éste su primer destino.
La fresca brisa que entraba por la puerta del café fue disipando los nubarrones que había dejado el Cachimba y que antes de salir, había hecho lo que pareció ser una gesticulante advertencia. Alzó ligeramente su humeante cachimba sobre la cabeza de Florentino y le recordó, sin pronunciar palabra alguna, que el folklore no formaba parte de sus aficiones musicales preferidas. Calzándose la gorra hasta las cejas, siguió la estela del juez entre remolinos de humo y de algún que otro mascullado improperio.
Nada más salir del bar los representantes de la Justicia y la fuerza de la Policía Local, las risas y los comentarios sobre las advertencias del Juez, se prolongaron un buen rato. Don Antonio “El Sargo “, que había recibido este apodo no precisamente por sus “ideíllas“ comentó muy serio:
– La verdad es que no entiendo a este “jodío penisulá “ por una parte nos recomienda mantener la compostura y acto seguido nos recomienda que las “ templaeras “ sean la norma a seguir en esos días.
Las carcajadas las pudo oír muy bien el Sr. Juez y su acompañante, si bien, se encontraban llegando a la boca del muelle….