Por Agustín Cabrera Perdomo
… Termino este tostonazo con el viejo y mil veces contado chiste del envite. No es muy original pero no se me ocurrió nada mejor para poner fin a este largo relato con el cual he intentado recuperar de la memoria algunas “cosas de antes” y antes que los recuerdos se me pudran con el mal del olvido y la soledad. A los que han tenido la deferencia de leerme además de las sinceras gracias los amenazo con intentar la resurrección de don Beltrancito.
El absentismo era una circunstancia que había proliferado entre los propietarios y agricultores de la isla. Los buenos resultados agrícolas de épocas anteriores habían establecido las razones para que muchos de estos afincados hubiesen establecido su residencia en la capital donde la vida se desarrollaba sin aquella sensación de aislamiento y teniendo acceso a nuevas distracciones de las que se carecía en los pueblos del interior.
Don Manuel Figueroa era uno de estos hacendados que la tarde del día anterior compartió cafés y tabaco en el café de Anacleto. A la mañana siguiente esperaba al volante de su flamante Ford de bigotes a que Pepe Luis colilla le diese con la manivela la media vuelta que necesitaba su ruidoso motor para ponerse en marcha. Poco después, atravesaron las encharcadas calles del pueblo y enfilaban la carretera del centro que les conduciría a La Vegueta, pago del municipio de Tinajo donde tenía sus predios y ganados, participando como socio a su vez en un proyecto para enarenar a gran escala parte de los eriales del municipio utilizando unas vagonetas sobre railes que saliendo desde la falda de la montaña de Ortiz llegaban a una zona de descarga y acopio de una arena negra de mejor calidad de la que se había empleado hasta entonces y que se extraía de las montañas de Tinache, Tinajo Tenesar y otras.
El sistema de cubrir los terrenos con lapili, era conocido, diríamos siglos atrás, pero por falta de medios se enarenaba con las más gruesas arenas de las montañas mencionadas y cercanas a los terrenos, prueba de ello son las cuevas que se encuentran en sus faldas y que con camellos; a serones y disponiendo de todo el tiempo del mundo trasladaban a los terrenos que previamente habían sido derripiados y amurados con las propias piedras del terreno. Aquella ferrovial y “genial” idea que costó la ruina a varios propietarios del lugar y que creyeron a ciegas en aquel proyecto de transporte, proyectado por un foráneo, un hombre que de buena fe y además alcalde del Municipio les convenció para aquella empresa que según sus cálculos; Tinajo se convertiría en parte del granero que fue del archipiélago. Como decía; aquel proyecto tenía un grave inconveniente, las vagonetas bajaban sin problemas con el desnivel del terreno y empujadas por la gravedad, pero había que volver a subirlas al lugar de carga y por lo tanto, tenían que hacerlo remolcándolas con una de las camionetas y que en el tiempo que tardaban en el remolque podían dar dos o tres viajes de arena a los terrenos desde las faldas de la dicha montaña de Ortiz. Por tanto aquello se convirtió en un sin sentido que terminó en un rotundo fracaso. Don Manuel Figueroa a pesar del fracaso fue uno de los qué; con vagonetas primero y con camiones después, fueron sus terrenos los primeros terrenos que estaban experimentando como revolucionario aunque ya conocido aquel renovado sistema de cultivo que auguraba excelentes cosechas, pues a poco que lloviera el desarrollo de las plantas era espectacular. Don Manuel se dispuso y recomendó a los medianeros las instrucciones para como cuando y donde se deberían hacer los ensayos de nuevos cultivos. A poco de llegar a la vieja y solariega casa, la alegría de los medianeros y vecinos de la zona parecía iluminar sus caras, el agua caída había sido suficiente para que las cosechas pudieran ser abundantes pues en la época, avanzado ya el invierno sería suficiente el agua caída. Además los aljibes también habían hecho buena acogida del precioso elemento. Después de recorrer –como hemos dicho- los enclaves agrícolas donde se efectuarían los plantijos mencionados y haber decidido todo lo relacionado con el tema agrícola, don Manuel acompañado de su gente se llegó donde la cantina de Luciano Pérez, donde era tal el alboroto, que don Manuel estuvo a punto de arrepentirse de haber seguido la ruta que le había conducido hasta allí. Pero las perspectivas de aclararse la garganta con unos vasos del recio vino de la zona le hizo olvidar aquella fugaz intención que sin saber muy bien por qué le había pasado por su cabeza. Llegaron a la cantina en el preciso momento que Don Ramón Mesa – a quien la sabiduría popular le había endilgado él título de “marqués”- se pronunciaba con su engolada voz asegurando que en los años que había vivido, -y que no eran pocos-, no había conocido a un personaje más mentiroso que a don Facundo Rodríguez. Por el tono y el volumen de las conversaciones y algarabía que en aquel pequeño local se desarrollaban debido a la reciente situación climática, Don Manuel comprendió que aquella situación no se volvería a repetir en mucho tiempo y saludando a los que se encontraban en la calle, atravesó el umbral de la cantina con la esperanza de no tener que arrepentirse. Luciano Pérez el cantinero, les sirvió las primeras copas y las primeras jareas de pescado salado aparecieron sobre el mostrador, mientras la conversación discurría fluida y tiras de carne del reseco pescado desaparecían rápidamente en las bocas de los clientes quedando sobre la el mostrador pequeños montones de espinas y pellejos, que Luciano ni se preocupaba de retirar, pues sabía que al final, cuando las memorias de los consumidores estarían flaqueando el contaría las cabezas y espinas del centro y sabría cuantas habían sido las jareas servidas en aquel improvisado aperitivo. El tema favorito hasta ese momento había sido por supuesto el de las lluvias caídas y que a las pocas horas de trasiego de aquellos generosos vasos de turbio vino que se llenaban con la misma rapidez con que se vaciaban, en vez de sazonadoras aguas, habían sido diluvios que no recordaban ni los más viejos del lugar. Don Manuel había perdido sus buenos modales y aparecía dibruzado sobre el desvencijado mostrador, articulando con dificultad e intentando comprender como había llegado a aquella situación en la que parecía encontrarse y de la que en aquel momento, le parecía imposible abandonar. Poco después llega el desafío: Llegó el “Marqués” acompañado por su séquito: Antoñito Patalaja y Segundito Patilla. Al rato alguien desafía a quien quisiera jugar una partida al envite. Don Manuel, que esperaba había rato lo que acababa de oír, al escuchar el nombre del más popular de los juegos de baraja de la isla se le iluminaron los ojitos, que casi le habían desaparecido de la cara debido al embotamiento alcohólico que parecía padecer hasta aquel momento.
El conocimiento de la noticia de la futura partida de envite pareció recomponer por arte de magia la maltrecha figura de Don Manuel. Fue tan notoria aquella repentina transformación, que llegó incluso a sorprender al flemático y veguetero “marqués”, al cual pareció adivinársele una imperceptible inquietud que a los ojos de los presentes no pasó del todo inadvertida.
La partida al envite comenzó rápidamente, los equipos se habían sentado y estaban a la expectativa, Luciano les llevó una mugrienta baraja y un puñado de conchas de burgaos brillantes y relisos por el manoseo a que las habían sometido generaciones de aficionados al discutible noble arte de tentar a la suerte durante años. Los jugadores sentados en sus puestos, observaban inquietos a los “ mirones” que habían ocupado los huecos libres detrás de los jugadores. A algunos se les escapó un rezongo según la más o menos fama de buena “vista” que tuvieran y sin perder ripio a las muecas que los contrincantes se hacían, intentando establecer una previa con la cual fundamentar la base para dar a conocer al mandador los triunfos que el azar les había destinado. A don Manuel no parecía preocuparle mucho esta premisa, confiaba para ese menester a su compañero en Rosendo “El Grande”, quien tenía fama de saber de las señas que hacían sus contrincantes, aunque las expresiones de éstos fueran de la frialdad del mármol. El otro integrante del equipo de don Manuel, jugaba al encarte, su especialidad se basaba en una ley de posibilidades que solo él y el Rey de Copas eran conocedores, semejante método cabalístico, le había hecho acreedor de ser buen conocedor de los intríngulis del juego, no solo en el lance del envite, sino en todo lo que tuviera que ver con los cuarenta cartones pintados. Del que también se decía que había nacido con una barajita en la mano era de don Manuel Figueroa, aunque con fama de enredador, no eran fundadas estas afirmaciones sobre su bien ganada fama de hombre de honor, su gran paciencia y metódica estrategia para llevarse al huerto a sus contrincantes, por atajos y vericuetos que poco a poco los iba conduciendo y envolviendo a los que, con ánimo de ganarle alguna partida al precio que fuera, intentaban conseguirlo aprovechando- -como el caso de “el marqués”- circunstancias como la de esta inusitada espontánea borrachera que parecía exhibir don Manuel esa tarde, en la cantina de Luciano Pérez.
Se acordó la partida a “cuatro matando”, y el juego fue tan propicio al equipo desafiado, que fueron tres chicos seguidos los ganados dejando al “El Marques” por enésima vez desencajado, vio una vez más como sus esperanzas de ganar a Figueroa se habían frustrado de nuevo y a medida que las callosas manos de Rosendo el Grande se acercaban al centro de la mesa a recoger su premio y acompañaba la acción con alguna frase que a “Los Marqueses” les quemaba las entrañas La partida terminó sin más historia, el “Marqués” cogió puerta y se perdió tambaleante en la obscuridad de la noche. Los comentarios siguieron por un rato hasta que jugadores y mirones se fueron levantando de sus asientos y el equipo perdedor y los mirones a pagar las consumiciones. En un papel “de baso” donde el cantinero había apuntado el número de cabezas de pescado y el total de líquido ingerido, Luciano fue diciendo los importes que algunos pagaron a toca teja pero la mayoría de ellos fueron fiados. El“Marqués” que debía correr con la cuenta había tomado las de Villadiego, dejando al Patalaja y al Patilla -que se encontraban casi siempre a dos velas- dando farragosas excusas al cantinero, que; acostumbrado dio por terminado el asunto. Cuando se dispuso a apagar los quinqués para cerrar el local, vio en el rincón frente a donde se jugó la partida, dormido y apoyando su barbilla en el pomo de su estoque, y en el séptimo cielo, a don Bartolito Bethencourt, quien cuando el cantinero poniéndole una mano sobre el hombro le espeta con cierta brusquedad: ¡¡nos vamos don Bartolo!!. Este se levantó como si un resorte le hubiera empujado desde el fondo del banco donde estaba sentado y con cara de ir cargado de triunfos hasta los ojos bramó diciendo: ¿Quién ha dicho que noh vamoh? ¡¡Envío siete!!.