Por Agustín Cabrera Perdomo
Era director en ese tiempo, un noble español, que por alguna obscura razón lo habían destinado a la isla como funcionario de prisiones, se llamaba don Fernando Beitiz y Ruiz de Antoñanzas, era un hombre distinguido, culto y sumamente educado. Tocaba el piano y sabía de música, por ello al poco tiempo de llegar lo nombraron director de la Banda Municipal de Arrecife. La Academia de Música estaba situada en la calle de su mismo nombre, que bajaba por la fachada Este de la Iglesia de San Ginés.
Era un local más o menos amplio donde se enseñaba y practicaba la interpretación de los diferentes instrumentos musicales y de la cual solo recuerdo a los alumnos resoplando por los instrumentos cada uno a su aire, un revoltijo de sonidos, unos saxos sonando en una esquina y los trombones por la otra, mi primo Benito Adolfo Spínola lo hacía con un trombón de vara y allí recuerdo también a tío Manuel Perdomo, el cual un día le dijo a don Fernando que él creía que yo podía iniciarme en el manejo de una pequeña y preciosa flauta travesera que permanecía sin interprete en una alacena. Don Fernando accedió gustoso y yo más contento que unas pascuas salí esa noche para mi casa con el estuche de la flauta bajo el brazo. Ya en casa intenté sacarle algunos sonidos y la flauta al poco tiempo, fue a parar a lo más alto del ropero de la habitación de mis padres. No sé el tiempo que estuvo allí ni cuando se devolvió a la Academia de Música, pero ese fue mi primer instrumento musical y por lo que se pueden imaginar ustedes, las esperanzas que tío Manuel había puesto en mi, fueron vanas, lo de soplar atravesado no debió ser postura que yo entendiera en aquellos tiempos. En aquellas lejanas calendas, arribó por estos apartados lares un ciudadano alemán, conocido como el señor Lehman, personaje que despertaba nuestra curiosidad por lo diferente que nos parecía, era aficionado a la fotografía y frecuentaba con asiduidad y con su perra Pinkita, el bodegón de Micaela en la calle Carnicería. Este individuo que más tarde sería íntimo amigo de mi tío Manuel Perdomo, fue un oficial de la Wermach o de las SS, y según decían, participó en el bombardeo de Guernica formando parte como oficial de aquella tristemente célebre Legión Cóndor. Lo cierto es que este señor tenía alquilada unas pequeñas habitaciones en la Puntilla, y una de sus puertas daban justamente frente a la de la Academia. Mi amigo desde la infancia, Pedro de Armas Sanginés y yo que estábamos por allí como alumnos, no se nos ocurre otra cosa que tirar piedras por encima del muro de la casa del alemán, al momento sale aquel hombre hecho un infierno, me agarro a mí y casi arrastrándome me llevó hasta la puerta del cuartelillo de la Policía Municipal, y dando golpes en la misma, llamaba a los agentes de la autoridad para que me sometieran como mínimo al tercer grado. De un tirón pude zafarme de las manazas del nazi y como alma que lleva el diablo salí a escape y corriendo atravesé la plaza de la Iglesia, la calle Castro y me puse en la Plazuela donde al llegar, empecé a sentirme algo más seguro. Aquel incidente, interrumpió por un tiempo mi asistencia a las clases de la Academia de la Música y durante el verano de aquel año, ya en Tinajo, cuando alguna figura humana se recortaba en el cielo que tras de sí dejaba la cima de la montaña de Tinajo, me asustaban diciéndome: – Agustín mira, agárrate: allá viene el «inglés»-.
El señor Lehman, residió durante muchos años en Arrecife y fue su domicilio la Pensión Vasca situada en la hoy Avenida Marítima. En los últimos años de su vida, volvió a su país donde falleció cuando pensaba volver a dejar sus huesos en la ciudad que le acogió sin preocuparse de su obscuro pasado militar. Sus cenizas volvieron a la isla de la mano de doña Silvia, señora que había sido su compañera en sus últimos años y en un atardecer de no recuerdo bien el año, -creo que en los primeros años de la década de los ochenta- cumpliendo su última voluntad, la urna que contenía sus cenizas fue depositada en el fondo del mar, frente al Islote de La Fermina. Fue aquella una ceremonia íntima y semiclandestina; en una pequeña falúa, con el patrón de la misma como testigo, doña Silvia, Manuel Perdomo, -excombatiente en el frente ruso con la División Azul- y un capitán del Ejército del Aire que con su pistola reglamentaria dio las salvas pertinentes, después que la urna se hundiese para siempre en el océano. Así se dieron por cumplidos los deseos de aquel ciudadano alemán, con quien muchas veces me había sentado a tomar café en el viejo Bar Janubio; aquel que fuera entrañable y último café cantante de Canarias.