Por Agustín Cabrera Perdomo
Ascender a Caldera Blanca es casi como atravesar la intangible barrera del tiempo y trasladarse a una ignota y lejana región de otro mundo. Quien haya circundando su viejo y erosionado cráter a la hora en que las sombras grises del crepúsculo se arrastran por las laderas de las viejas montañas apagadas; sentirá en lo más profundo de su alma como se agranda la obscuridad de aquel mar de lava que un día, incandescente; las abrazó por su base. Es entonces cuando sentirás en tu espíritu la inexplicable sensación de un sobrecogedor desamparo.
Solo la compañía persistente de nuestro viento milenario que huye entre murmullos como rezongando por tu inoportuna irrupción en sus dominios solitarios; te devuelven a la desnuda realidad del lugar y abandonas aquellos agrestes parajes con el corazón encogido y los músculos de tu cuerpo repentinamente aquejados de un perpetuo cansancio.
La Caldera Blanca de Perdomo albergó antaño en su fértil y casi perfecto fondo circular, radiadas parcelas de cultivo que confluían en una rustica era donde se trillaban los frutos de las cosechas que daban aquellas tierras hundidas a una profundidad de trescientos metros y que recogían los esforzados campesinos de no ha muchos años. A lomos de camellos, se subían aquellas empinadas laderas llevando la preciosa carga del otrora ubérrimo cráter a través de una vereda imposible que conducía a la cima, y que una vez arriba, volvía a descender por la ladera Oeste perdiéndose entre las sombras de un tortuoso recorrido y a través de un mar de lava que aparenta no llevar a ninguna parte.
En los años malos, cuando el cielo negaba el agua a estas sedientas tierras, Caldera blanca se convertía en un inmenso corral donde se encerraban los burros a los que sus dueños no podían alimentar por falta de forraje. Allí se dejaban a su aire, cerrando la única entrada de acceso al interior de la caldera. El agua la obtenían los sufridos animales, comiendo hierbas carnosas como la barrilla y el cosco que rebuscaban ansiosos entre las piedras de aquellas peladas laderas. Milagrosamente allí sobrevivían hasta que llegaban las lluvias y la nueva hierba brotaba de la tierra y ponía fin a aquel atroz encierro de ayunos silenciosos.
Aquella solución, aunque terrible; siempre era mejor que la tomada por otros labriegos más radicales a la hora de solucionar el futuro de sus fieles animales de carga. Se cuenta de cierto labrador, que no teniendo nada que echarle de comer a su bestia, lo ensilló y lo llevó a unas cuevas donde pensaba abandonarlo para que se muriera de hambre o se las arreglara como mejor pudiera. Antes de irse y con el alma encogida, desgarró la tosca albarda y sacó la paja de su interior para dársela al burro como último alimento. Famoso también es el cuento de aquel otro que llevando su jumento hasta las cortantes aristas del Risco Negro en el borde septentrional de la Montaña de Tenezar, de un fuerte empellón precipito al pobre jumento al vacío. Mientras el pobre burro se despeñaba en vertiginosa caída libre hacia la marea emitiendo un sobrecogedor y postrer rebuzno, su dueño le apostillaba desde la seguridad de la tierra firme; ¡Lleva paja compañero porque agua te sobra!
En el centro geográfico de Caldera Blanca, en el sitio donde estaba la antigua era de trillas, vaga aún el maltrecho espíritu de Juan Perdomo, allí; algún iluminado o visionario amigo de los marcianos, fue quien alineó hace años unos monturros de piedras y que alguien se aventuró a decir que representaban un mensaje enigmático a no sé qué fuerza sideral que converge justo sobre la vertical de la colosal caldera. Yo, más bien creo que fuera un desesperado mensaje de amor a una extraterrestre de muy buen ver y que algún loco visionario acertó a percibir entre los vapores insensatos de un sueño galáctico imenarrable.