Por Agustín Cabrera Perdomo
Sentía tras de mí los pasos de la muerte; blandos, inermes. A veces, notaba que el frío aliento de la Muerte se me pegaba al cogote y esperaba aterrado el zarpazo final y cortante de su temida guadaña. No sé cuánto tiempo mantuve aquella febril carrera, aunque de reojo, de vez en cuando miraba hacia atrás esperando ver que aquella obstinada sombra, cejaba en su mortal persecución. Después de recorrer un trecho que me pareció infinito, sentí la sensación que por algún divino designio, le estaba ganando la partida a la vieja Parca.
Esa sensación me dio ánimos para acelerar mi carrera hacia la vida, la oscura sombra de la Muerte se diluía junto a los estertores de la profunda noche. Frente a mí, una tenue luz empezaba a definir los contornos de un sendero sin fin y algo me indicó que aliviara el paso. La inmensa carga que parecía soportar mi espíritu en la huida, se disolvía en el aire que me rodeaba, y los aromas del campo empezaron a definirse: primero, los olores acres de las matas de aulaga al ser tronchadas en mi loca carrera, después; el aroma de los brotes verdes de las higueras y el humo asfixiante de la quema de rastrojos, me indicaron de nuevo mi vuelta paulatina hacia la vida. Desperté con un sobresalto que me hizo sentar en el borde de la cama, la habitación permanecía en la penumbra rojiza de la lámpara de emergencia. Los dolores en las suturas de mis tres operaciones en el abdomen terminaron por devolverme a la realidad, mi estancia hospitalaria seguía su curso, las bacterias continuaban minando la poca salud que me quedaba, las proteínas estaban a niveles mínimos y mi falta de apetito contribuía a un mayor deterioro de mi maltrecho cuerpo. No sé cómo logré salir de aquel túnel, mis plegarias de ateo arrepentido subieron hasta quien pudo oírlas y derramó sobre mi cuerpo las bendiciones por las que imploraba desde mi precaria Fe.
Pensé en mi mujer, en mis hermanas, y vi las siluetas de mis cuatro hijos que se recortaban en la desnuda pared de la habitación, imaginé sus esperas en los pasillos que preceden la entrada a los quirófanos, allí estaban ansiosos de noticias. Yo; ajeno a aquellas incertidumbres, despertaba una y otra vez de aquellos sueños inducidos, pensando en las Tías de La Villa. En tres ocasiones recuerdo volver a la vida y ver entre las brumas de la anestesia, las mismas imágenes, en las cuales reconocía la vetusta galería de la casa y las figuras rechonchas de tía Esperanza y tía Manuela sirviéndome un plato con miel de caña para que mojara en ella un pan obscuro que olía a leña.
Una tarde, en esos días de bochorno veraniego, estando en esta misma estancia donde escribo estos retazos de mi vida, me volví a sentir mal, me tomaron la presión arterial y estaba por los suelos, en vez de correr hacia las urgencias del hospital, lo dejé para el día siguiente y cuando llegué con fiebre alta me diagnosticaron una endocarditis mitral. Aquella gracia me costó diecisiete días en la UVI y un par de semanas más en medicina interna con tratamiento antibiótico a base de gentamicina, medicamento altamente tóxico para el oído interno y el riñón. El injerto renal que portaba desde el año 1992, dijo basta y su deterioro fue manifiesto, hasta que me suprimieron los inmunosupresores. Las secuelas que me han quedado y debido al deterioro del sistema del equilibrio radicado en la zona vestibular del oído interno, es mi estado físico de continuos vértigos y mareos, a los cuales me he resignado a padecer de por vida.
Me he resignado, porque uno se va conformando con los despojos que le deja la vida. Reflexionas pensando que eres afortunado dentro de tantas miserias humanas. Piensas en los casos irreversibles de amigos que compartieron contigo horas y horas de estancia hospitalaria y que había dejado ya sus sufrimientos y ansiedades, en el inolvidable recuerdo de sus seres queridos.