Por Agustín Cabrera Perdomo
Maestro Alejandrino era carpintero, un buen ebanista, según aseguran personas que le conocieron e hicieron tratos comerciales con él. Tenía su pequeño taller en unos desvencijados cuartos de la calle “ Del Campo” hoy rotulada en honor del político liberal español don José de Canalejas y a la que aún en estos tiempos, algunos nostálgicos seguimos llamándola por su antigua y popular denominación…. . Del campo…. .
Del Campo Santo, ya que al final de la misma, se encontraba el primer cementerio de Arrecife, que más tarde fue frustrado templo de ojivales huecos y de cuyos cimientos surgiría el edificio que albergara el primer Instituto de Enseñanza Media de la isla. Aquel viejo cementerio, del que curiosamente fue su primer inquilino el maestro albañil que lo construyó, fue erigido por orden del venerable y querido por todos sus feligreses, primer párroco de San Ginés, don Francisco Acosta Espinosa, cuando corrían los primeros años de mil ochocientos. Bajo el umbral de su puerta principal, fue enterrado por deseo propio y última voluntad don Ginés de Castro Estévez, apodado “El Viejo”, – Para ser pisoteado por sus conciudadanos cuando entrasen y saliesen de aquel sagrado recinto.- Sus razones tendría el caballero para desear tan molesto pataleo sobre sus calcinados huesos.
No puedo recordar exactamente la fecha, pero debió ser en el 1957 o 58, cuando se abrieron unos huecos en los parterres frente a la fachada principal y Sur del Instituto, con el propósito de plantar unos ejemplares de casuarinas que adornaran un poco aquel desolado lugar. Desde las primeras paladas aparecieron gran cantidad de fémures, tibias y alguna que otra calavera humana que causaron un gran revuelo entre los alumnos, hasta que alguien aclaró de la existencia en aquel lugar del antiguo cementerio del pueblo. Que afán el de los «mandamases» de esta ciudad por arrasar los cementerios, no conozco otro lugar en el mundo donde el lugar de descanso de sus muertos haya sido periódicamente tan profanado.
El Local de la pequeña industria de Maestro Alejandrino, como decíamos, servía de sede para una de las más entrañables y famosas tertulias del Arrecife de la posguerra. Allí se congregaba a diario la más selecta representación masculina del Puerto; ellos eran: Don Gumersindo Manrique, don Tiburcio Miranda, don Pepe Miranda, don Manuel Quintana, Maestro Agustín de la Hoz, don Felipe de la Hoz, Maestro Paco Cañada, don Ginés Díaz, don Virgilio Cabrera, don Domingo Armas, don Manuel Arencibia, y don Antonio González entre otros. A veces, cuando sus obligaciones se lo permitían, también se dejaba caer por allí señor Manuel el Celador.
Pero la figura indiscutible y alma de aquellas tertulias era maestro Alejandrino, siempre enredado en sus quehaceres pero atento a los comentarios y pareceres que allí se trataban con más o menos acierto. Al final su breve comentario era siempre definitivo, unas veces lleno de sana ironía, otras no desprovisto de cierta crueldad, pero siempre con el excelente y extraordinario humor isleño.
Don Domingo Armas que pensaba ausentarse de la isla por unos días (embarcarse como se decía entonces) se puso de acuerdo con algunos de los asiduos a la reunión, para que sin exagerar, se deshicieran en loas y alabanzas hacia su persona y esperar luego el parecer del ocurrente carpintero.
En una de aquellas interminables tardes de aquel polvoriento Arrecife, los elogios al ausente don Domingo, se hicieron oír con cierta profusión tras los muros de la carpintería. Los contertulios, esperaban pacientemente, la sentencia o el comentario de maestro Alejandrino, que se hacía de rogar. Cuando ya la tertulia languidecía al igual que la tarde y el maestro permanecía en silencio y aparentemente ensimismado en sus labores, los asistentes, daban por hecho, que la prudencia verbal iba a ser la respuesta del carpintero en aquella ocasión. Quizás… la personalidad y el estatus social de don Domingo habían condicionado la tan esperada respuesta del ebanista. Transcurrieron algunos minutos cuando se oyó un ligero carraspeo tras el cual surge la voz de maestro Alejandrino que se pronuncia como si la cosa no fuera con él. -Tiene una manchita señores.- ¿Cuál? Preguntaron casi al unísono algunos de los presentes, – Pues… ¿Les parece poca el haber traído a los Gopases p´al Puerto?
Simplemente, el dar a conocer esta famosa anécdota,- por otro lado, harto conocida por mucha gente- ha sido el propósito, de esta pequeña narración. Uno de mis mejores amigos está entre las personas que llevan este rancio apellido isleño anterior seguro que a los Bethencourt, Perdomos, Berriel etc. y que seguro, sabrán apreciar el sentido coloquial que he intentado dar al texto, además aseguro no tener motivos para una posible e hipotética segunda intención. A los que piensen que no ha sido ese mi propósito, desde aquí les pido humildemente disculpas.