Por Agustín Cabrera Perdomo
Hoy, si me lo permiten, les contaré la desventurada o no, historia de un antepasado mío, un honorable descendiente de aquellos Cabreras cordobeses que se sumaron a la aventura de someter y esclavizar a las diez o doce decenas de aborígenes que comiendo lapas y cangrejos habían sobrevivido en este su insular reducto.
Este casi ignoto bisabuelo de quien esto escribe, y entre las pocas cosas que sé de él, una; es que su agudeza visual estaba seriamente disminuida por unas prematuras cataratas que intentaba disimular de no sé qué manera ni por qué.
Este honrado ciudadano, padre de mi abuelo paterno, conocido por don Antonio Cabrera y Texera, acompañó a mesieu René Vernau, en su periplo isleño buscando huesos y restos de botijos y pailas aborígenes, e intentó ayudar a escalar una cueva medio fortificada que colgaba del acantilado de Los Cuchillos en donde hoy llaman La Laja del Sol o Lajalsol. La Cueva de Anna Viciosa.
Los que hayan leído el libro que el erudito francés escribió sobre su viaje, habrá percibido lo despreciativo y rebajón que era el jodido galo con las gentes sencillas del pueblo y que sin ellos y su colaboración; su labor científica hubiese sido casi imposible de realizar. Pues bien; mi bisabuelo, cuando las cuatro enormes escaleras se habían atado por sus extremos para llegar hasta la tronera que servía de puerta a la antedicha cueva y cuando el sabio gabacho, había terminado de ridiculizar a un pobre hombre que había asegurado haber subido alguna vez a buscar estiércol de paloma y que ahora al ver aquellas oscilantes escaleras, se negó y con razón a jugarse la vida por la ciencia arqueológica y por el Museo Canario que juntó al doctor Chil estaba organizando el señor Vernau. Don Antonio, mi valeroso bisabuelo, a ver aquel alarde de prepotencia y desprecio del francés, enrabietado, quitóse las polainas y arremangandose los calzones, se agarró a los dos largueros de la primera escalera y sólo adivinando la borrosa sucesión de traviesas de madera que se perdían hacia lo alto, inició aquella que iba a ser – si alguien no lo remediaba- su única, última y suicida aventura científica. La gente congregada allí, enseguida avisó al francés de las pocas posibilidades que tenía el hombre de llegar a la cueva por su conocida y mal disimulada ceguera, y el francés lo convence para que interrumpa su viaje cuasi aéreo agradeciéndole su colaboración y alabando su valentía y arrojo. Don Antonio creyó lavado y a salvó su honor y el de su denostado compatriota e inteligentemente acepto la nueva situación, mucho más segura y razonable. En ese año que ocurrieron los hechos, ya había nacido mi abuelo y por esa feliz circunstancia están ustedes, sufridos lectores; conociendo esta peregrina historia familiar casi de primera mano, ocurrida en las inmediaciones donde dice la tradición fondeaba el Pirata Cabeza Perro su achacoso bergantín enarbolando la bandera negra con la calavera y huesos entrelazados.
Pero esa es otra historia mucho más romántica y misteriosa.