Por Agustín Cabrera Perdomo
A la entrada del cementerio de Greyfrias, en la ciudad de Edimburgo, se encuentra la tumba de Bobby, un pequeño skye terrier. Había sido su dueño un sereno llamado Jhon Gray, quien después de convivir unos años con el perrillo, murió y fue enterrado en el antedicho cementerio. El perro, inconsolable por la muerte de su amo, se instaló junto a la tumba y allí estuvo catorce años sin moverse del lugar. Los funcionarios del cementerio lo alimentaron y a su muerte lo enterraron lo más cerca que pudieron de la tumba de su amo.
Dejó escrito Anatole France que “hasta que no hayas amado a un animal, parte de tu alma estará dormida”.
A mi edad y con lo achacoso que estoy, tener un perro, se convierte en un verdadero coñazo hasta que logras que entienda las cosas que para un perro, de entrada; son difíciles de entender, como por ejemplo el que tenga que cagar donde tu quieras y no donde a él salga del rabo.
Habiendo experimentado y comprobado la fidelidad y amistad incondicionales en los perros que han tenido mis vecinos, hermanas e hijos y manifestando que curiosamente yo no había tenido nunca un perro del que fuese amo y responsable reconocido, mis hijos, en mi sexagésimo noveno cumpleaños me regalaron un cachorro de labrador responsable del feliz coñazo anteriormente reseñado. Pero es nuestra realidad como seres humanos, tan seguros de nosotros mismos que al creernos los reyes de la creación y asimismo no reconocernos en las razas a las que llamamos inferiores, nos aislamos de la realidad de la vida y que en muchos casos se desemboca en la soledad que tanto aflige actualmente al ser humano.
“Mi” primer perro, que alegró y compartió conmigo nueve o diez veranos en Tinajo, no tenía raza definida, era parecido a un pastor alemán pero de pelaje grisáceo, negruzco por el lomo y con el rabo ensortijado hacia arriba que movía alegremente casi la mayoría del tiempo. Se llamaba Barry en honor a un congénere suyo de los llamados Sambernardos. Había estado primero como guardián de una granja de gallinas, que mi padre y un amigo habían instalado en el solar donde hoy está la Harinera Lanzaroteña. Como el negocio al parecer no fue todo lo bien que ellos deseaban, cerraron la instalación y el perro llegó a Tinajo, donde se hizo cargo de él un buen vecino y a la vez que primo de mi padre. Allí pasó su larga vida, fiel a su nuevo dueño y teniendo como camarada a un perrito sato al que llamábamos Marino, y que lo recuerdo con los ojos dañados por sus refriegas con los gatos de la vecindad y de las que siempre solía salir malparado. La fidelidad de Barry, se mantuvo intacta hacía su primer amo, mi padre. La tarde de los sábados el perro intuía su aparición llegando de Arrecife después de estar toda la semana trabajando; Barry veía la silueta del viejo recortarse en la pared trasera de la casa de Don Claudio Cabrera, salía como un rayo a recibirlo dando saltos de alegría a su alrededor hasta que llegaba a casa. Siempre ocurrió así, su fidelidad fue incondicional hasta su muerte que no quiero o no puedo recordar cuándo ocurrió. Fue hace muchos años, los suficientes para haberlo podido olvidar, pero el recuerdo de Barry permanecerá conmigo hasta que Dios decida que me ha llegado la hora.
Después de Barry, muchos han sido los perros que de una manera u otra compartieron buenos ratos conmigo, desde aquel Sultán loco que por un tumor cerebral se tiraba de las azoteas, mientras desde abajo le pedíamos que no lo hiciera, hasta la reciente desgracia del ahorcamiento involuntario de Groucho, un labrador de una paciencia y tolerancia inigualables. Con los perros de caza sin embargo no tuve esa predilección, recuerdo solamente un perdiguero que tuvo mi tío Pancho a quien llamábamos Cley y que Gabino sacaba a pasear por Arrecife, la chiquillería lo hacíamos rabiar y le quitábamos el perro y nos amenazaba siempre con la misma cantinela: “venga ya el perro ya, o se lo digo a don Pancho”. Sé que estos recuerdos a muchísimas personas no les dirán absolutamente nada, pero están en el contexto que he pergeñado para dejar constancia de la existencia de aquellos animales que alegraron en su día mi infancia y mi casi perdida juventud. Sin casi.
Ahora, cuando la enfermedad me tiene disminuido físicamente y los recuerdos se me acumulan, creo yo que debido al tiempo sobrado que tengo para pensar y recapitular sobre mi vida, podría seguir escribiendo sobre los últimos ejemplares a los que dedicaría las últimas líneas de este humilde escrito, pero lo dejaré para más adelante, cuando las circunstancias actuales me permitan cumplir con mí hasta ahora irrealizado sueño: ser el compañero de uno de estos fieles amigos del hombre y que por supuesto bautizaría con el nombre de Barry III.
Y que así ha sido y es por lo cual he tenido que adaptar este escrito a la realidad de estos días.
Un entrañable recuerdo para Jaso, Laika, para Chifi, Irk, Melusina, Kaico, Gorbi, Koki, Barry II, Golfo, Pipo, Sultán, Linda, Marilyn, Kunta, Groucho, Daute, Guaire y algunos más que no puedo recordar y que pasaron hace muchos años a mejor vida. Los que aún comparten con nosotros sus alegrías y pesares, son; Kika, Rataplán, China, Chupo, hijo de Ima y de Groucho, Ari; una rabisquienta snauser enana, Ima;pastor alemán de lo más torpe, Popo; caniche gigante inquieto y conquistador. Tao y Dog son los últimos inquilinos llegados a Tilama.