Naufragio de mi tío

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

Las bonanzas de septiembre se habían adelantado por aquellos días del casi siempre ventoso agosto y el mar que baña las costas del norte de Lanzarote; amaneció ese día como una balsa de aceite. La Graciosa se recortaba en el horizonte con una nitidez azulada que invitaba a un paseo marinero surcando aquel brazo de mar que separa las dos islas del Atlántico. Nuestro hombre, todavía soñoliento, cruzó el umbral de su casa y salvando el corto trecho que le separaba de la playa, inspeccionó el panorama ambiental comprobando que por fin había llegado el tan ansiado día.

Un día que ni pintado para realizar las pruebas de mar a una embarcación que con paciencia bíblica, había estado preparando con esmero durante dieciséis veranos más los meses que se habían pasado de éste y que casi tocaba a su fin. Ni corto ni perezoso, nuestro curtido y entrañable marino de otros tiempos de aventuras juveniles y con la vocación marinera todavía intacta; se dirigió hasta la playa y comenzó los preparativos para realizar aquella singladura graciosera tan esperada.
Arranchó la nave para la partida; tras lo cual, volvió sobre sus pasos para comunicar a la familia el propósito de realizar aquel tan esperado viaje experimental. En un talego metió algunas provisiones que consistieron en un paquete de aceitunas, una barra de pan y un par de cervecitas y despidiose de su mujer con un lacónico y premonitorio “llegaré tarde”.
De nuevo en la playa y con la ayuda de varios caleteros, arrastraron la embarcación hasta dejarla a flote en la dársena del refugio.
–Reza un padrenuestro pa que ande – le dijo un bromista desde la orilla.
Sonriendo y seguro del resultado inmediato, tiró de la cuerda del arranque y aquel motor que por la pinta debía tener más años que la casa de don Luis Ramírez, se puso en marcha con un traqueteo inseguro. La rápida intervención de experta mano en un tornillo que asomaba de la carcasa, dejo aquella reliquia de la mecánica naval trabajando redondito como en sus mejores tiempos. Sentado a popa se caló una gorra de capitán venido a menos, y enfiló la bocana del puertito arrumbando a media máquina proa a la isla hermana de La Graciosa. Al poco rato, la embarcación solo era un punto negro prendido de una estela a la cual, los primeros rayos del sol que surgía sobre el risco arrancaba reflejos plateados.
Todo transcurría según lo previsto, el motor y la embarcación respondían a las pruebas con total satisfacción del patrón, que con pulso firme la gobernaba con destreza. La airosa falucha surcaba presurosa el mar que separa las dos islas y la transparencia de las aguas, le permitían ver el arenoso fondo y el plateado reflejo de los peces que en pequeñas bandadas acompañaban al navegante aliviando aquella soledad que parecía agrandarse ante la magnificencia del impresionante acantilado. Sobre el medio día, una ligera brisa del nordeste comenzó a soplar; cosa que en principio fue de agradecer, pues el Sol, implacable; manifestaba sus efectos en el rostro del capitán en forma de gruesas gotas de sudor.
Describiendo un amplio viraje, nuestro héroe se dispuso a regresar al tiempo que aquella en principio tenue y ligera brisa, había comenzado a levantar borreguitos en la aplacerada marea. Una racha más intensa y prolongada, rizó el mar a su alrededor, reflejando en el rostro del avezado marino un gesto de preocupación que le obligó a forzar las revoluciones del motor. Este que no estaba para esfuerzos adicionales, soltó unas roncas explosiones que más bien parecieron estertores y el silencio inundó de repente aquel inmenso azul ya manchado de infinidad de retazos de encajes blanquecinos.
Después de varios e infructuosos intentos para poner de nuevo en marcha la máquina, la experiencia adquirida por haber estado media vida manipulando máquinas y artilugios antediluvianos, le susurró al oído que allí, con aquel trasto medieval, no había nada que hacer y menos sin tener a mano unas tristes tenazas y un trozo de verga. Con firmeza, empuñó los remos, rememorando así las travesías de antaño por la bahía de Cádiz y los caños de La Isla de San Fernando, del Arsenal de La Carraca, en su época de instrucción como marinero de la Armada de la cual salió con la titulación de timonel señalero.
El viento arreciaba, la embarcación que se agitaba como la boya de un pescador de sargos en una cuarta de agua, era arrastrada hacia la costa ayudada por la fuerte corriente.
El impulso que daba a los remos nuestro hombre, era a todas luces insuficiente para gobernar y llevar a buen puerto la falucha. Para mayor desgracia, un defecto en la chumacera del remo de estribor, hizo que saltara éste y se fuera al agua junto con el infortunado remero. Asido con una mano a la borda, intentó alcanzar al díscolo remo, pero el empuje del viento sobre la obra muerta de la chalana, agrandó rápidamente la distancia entre él y aquel ingrato palo propulsor.
Su experiencia como viejo lobo de mar, le recordó que nunca se debe abandonar la nave si no hay peligro de zozobra y decidió ante la imposibilidad de rescatar el remo, embarcarse de nuevo, lo cual logró después de varios y agotadores intentos. Si las cosas estaban mal con los dos remos con uno solo, la cosa se ponía verdaderamente peliaguda. En aquella situación de riesgo total, lo importante era no perder la calma, nuestro hombre se situó a popa y como un batelero del Volga, o gondolero veneciano, gobernó la embarcación que empujada por el fuerte vendaval se aproximaba a unas bajas que algo separadas de tierra firme suponían la salvación momentánea de su persona aunque la probable pérdida de la embarcación. Allí encalló con cierta violencia, sin que sufriera desperfectos importantes.
Calado hasta los huesos, esperó pacientemente a que algún navegante pasara por las cercanías y pudiera prestarle la ayuda que precisaba, cosa que ocurrió después de algunas horas de paciente espera.
Durante aquellas interminables horas de soledad, desfilaron por su mente retazos de pasadas aventuras: se vio de nuevo cabalgar por la pampa argentina, y caer del caballo cuando el malvado Quinodo con un silbido hizo volver al aleccionado equino en veloz carrera hasta sus predios, sin que consumara aquel viaje previamente concertado. Volvió a ver reflejada en la marea, la mirada asesina e incompleta del tuerto Sedeño, al que no dejo colar en aquella ferretería carraqueña y del que más tarde se enteró que por menos de aquella osadía, el tal Sedeño había matado a dos. Cuando el sol, se hundía por los mares del cochino vinieron a su memoria, aquellas frías noches marsellesas, y su llegada al Hospital per la nui, en la rue de la petite Saint Jeane. -Le nouveau, le nouveau, – resonaba en su cerebro la voz del cura pasando lista a los acogidos.
Uno de los tripulantes de una canoa de recreo que pasaba por las cercanías del naufragio divisó la figura de un hombre que desde tierra daba tremendos saltos al tiempo que les abanaba con algo que parecía ser una gorra. La rápida, aminoró la marcha y cautelosamente se acercó a tierra, comprobando sus tripulantes que en efecto se trataba de un naufrago. Los de a bordo programaron el salvamento con señas y con gritos, conminándole a que se acercara nadando hasta la canoa. La insistencia de nuevas señales y manoteos del naufrago, hicieron caer en la cuenta a los de a bordo que aquel Robinsón accidental, insistía en lo importante que era para él la recuperación de los restos del naufragio, cosa que pudieron lograr no sin antes afrontar peligros que pudieron haber convertido a salvadores y salvado en definitivos náufragos sin remedio.
La poca duración de la experiencia como émulo del personaje de Defoe, no produjo en su aspecto cambios que pudieran identificarle como al héroe de aquel célebre relato, solo una enorme entereza de ánimo mostró a su llegada a la playa, minimizando modestamente el suceso y las vicisitudes vividas durante las largas horas de su peripecia.
El Padrenuestro a que fue invitado a rezar desde la orilla por el bromista, no lo rezó debido al éxito del prendido del motor, pero creo; que durante las horas de espera en aquellas lejanas orillas bajo el sonoro risco de Famara, rezó el hombre un rosario completo acompañado por las gaviotas que con sus graznidos lo hacían a su manera pidiendo por la salvación de nuestro único tío, al cual aún le queda mucha mar que navegar y mucho tiempo para preparar de nuevo la nave para su tercera y última visita a la isla de Alegranza: hazaña que tiene prevista realizar en el verano del año 2018.

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