Por Agustín Cabrera Perdomo
Señor Juan Cabrera Tejera, nació en Tinajo el siete de febrero de mil ochocientos sesenta y cuatro. Siendo joven y siguiendo los pasos de muchos de sus paisanos, dejó su pueblo e isla natal para ir en busca de nuevos horizontes por las redentoras tierras Americanas, las cuales transitó durante algún tiempo con desigual fortuna. Ya de regreso en su isla, mostró a sus paisanos todo el rico bagaje de sus experiencias agrícolas en Cuba, y también dejándonos el recuerdo entrañable de sus ocurrencias en múltiples y estrafalarias anécdotas.
El trece de abril de mil novecientos cincuenta nos dejó para siempre y su grato recuerdo se deshace en el tiempo y en la memoria de los pocos que sabemos hoy de lo que fue su azarosa vida como emigrante, su posterior regreso y su concepción tan especial que tenía de la vida y sus circunstancias. hace unos días se han cumplido ciento cincuenta años de su venida al mundo y en humilde homenaje escribí hace unos años estas letras que renuevo ahora para revivir su recuerdo.
Su frondosa, florida, y cana barba, sombrero de paja de ala ancha, chafarote a la cintura y un capote sobre su espalda y que llevaba tanto en invierno como en verano, fueron junto al cariñoso apelativo de “El Indiano”, los rasgos más sobresalientes que se recuerdan de la apariencia física del señor Juan Cabrera.
Los retazos de su vida que se relataban hasta hace poco por los cabildos del pueblo, fueron anécdotas entrañables que hablan y definen los rasgos de su carácter, coincidiendo todos al final, que vivió hasta su muerte instalado en una pertinaz obsesión por la lógica más recalcitrante y que en muchas ocasiones, se tradujeron en decisiones extremas e intransigentes.
En cierta ocasión, por fechas de Pascuas Navideñas, cuando los Ranchos amanecían repitiendo de casa en casa su monótono repertorio, recalaron por la de señor Juan, quien los llevó a su bodega en el barrio de Tajaste. Allí los recibió solícito según mandaba la rural cortesía de la época que por las fechas o la escasez de agua potable; empezó señor Juan ofreciendo el vino de su cosecha en el único vaso que disponía para tal fin.-que por la razón anteriormente citada y que no existían entonces los remilgos de hoy en día. El que bebía solía dejar un fonda je, lo arrojaba sobre el negro picón de la bodega y pasaba el vaso al escanciador.
Fue a señor Fidel Quintero a quien primero ofreció señor Juan el recio vino de los malpéises de sus predios, pero Fidel en vez de arrequintarse el trago, se lo pasó cortésmente al compañero que estaba a su lado. Cuando terminó señor Juan de escanciar y repartir a uno tras otro de los componentes del Rancho el producto de su cosecha, el amigo Fidel Quintero, al ver que se iba a quedar sin probarlo, se lo solicitó prudentemente al barbado anfitrión:
– Falto yo señor Juan.- le indicó Fidel.
-Usted no falta amigo- a usted fue al primero que invité, y usted con lo mío invitó a otro, y para invitar con lo mío estoy yo-.
Así se quedó el pobre Fidel Quintero esa mañana, a palo seco y rumiando su mal humor.
Cierto día en que se hallaba señor Juan raspillando unas tierras, recibió la visita accidental de su sobrino Cristóbal, que iba en compañía de un amigo –don Baldomero Cabrera- y se pararon un rato a hablar con él. Don Baldomero percatándose de lo crecidas que tenía el burro las pezuñas, le preguntó a señor Juan el porqué de no recortárselas o limárselas. Señor Juan miró primero a los ojos a don Baldomero y luego señalándole su propio calzado; le dice:
-¿Para que quieres usted las zoletas que lleva puestas?- Para caminar respondió don Baldomero. Pues estos son como los zapatos del burro, -dijo indicando las enormes pezuñas del solípedo- y los quiere pues pa lo mismo que usted. Mientras tanto, el burro, como entendiendo que aquel dialogo iba con él seguía pisoteando las arenas con tan tremendas pezuñas, como para llamar la atención para que se las recortaran por clemencia.
Era tal su afán por cumplir al pié de la letra cualquier orden o recomendación, que fue a raíz de la publicación de un Bando Municipal, en el cual se conminaba a los vecinos a enjalbegar sus casas. En cuanto pudo; señor Juan contrató a un amañado que le hizo el trabajo con diligencia y esmero.
– Ya tiene la casa albeada- le dijo al Indiano al terminar.
-¿Y la puerta ? La puerta va pintada con pintura contestó el albeador con balde y escoba en ristre.
¿Pero….no dijo el Alcalde de albear las casas?. Pues la puerta forma parte de la casa. Y así, el sorprendido albeador le mandó unos buenos chapoteos de cal a las puertas y ventanas dejándole la casita como una blanca paloma.
En alguna otra ocasión tomó decisiones tan tremendas como en aquella en la cual se lamentó ante un vecino de que su burro le había comido unas legumbres que tenía plantadas en una tierrita cercana. Pasado un tiempo, es el burro de señor Juan quien invade las propiedades del mismo vecino y le produce estragos en su cosecha. A señor Juan le llegaron de inmediato sus quejas y ni corto ni perezoso le cortó el cogote al pobre animal librándolo de paso, del sufrimiento de andar con aquellas chapaletas que tenía por pezuñas.
Un vecino del pueblo, hombre rico, bragado, dado a la parranda y magnánimo con los amigos, tenía la costumbre durante alguna que otra delirante amanecida, conminar a los vecinos que salían a esas horas a las labores y trabajos en el campo, -bien por cuenta propia como por ajena- a que no lo hicieran, invitándoles luego a su casa donde les mataba un cordero o una cabra para seguir con la parranda hasta el día siguiente. En una ocasión en que El Indiano, a los claros del día bajaba la cuesta Molino de Viento camino de preparar unas tierras en la Costa, el vecino mencionado le da el alto y le dice con fingida autoridad:
-Señor Juan, hoy no se trabaja-.
El Indiano, llevó la mano a la nacarada empuñadura de su chafarote y dijo con resolutiva decisión:
– Don Rafael: si no paso yo; pasa su cabeza.-
-Pues pase usted señor Juan- le contesto su oponente dejándole el paso franco.