Tertulia irrepetible

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

Durante las tardes de un verano en un Arrecife ya casi en el recuerdo, coincidían en los salones del hoy Real Club Náutico de Arrecife, don Pedro de Quintana, don José Páiz y don José Ignacio López. Durante un buen rato compartían periódicos, humos y cafés contrastando pareceres e impresiones sobre los asuntos cotidianos que la jornada de trabajo les había deparado en sus respectivos quehaceres. Casi siempre, a lo largo de aquellas amenas tertulias; surgía algún cuento, alguna anécdota y era siempre don José quien un día sí y otro también se dejaba caer con alguna que otra y casi siempre exagerando un poco las peripecias o desventuras de los protagonistas de las mismas.

Aquel alarde de imaginación de don José, daba lugar a que don Pedro le recriminara aquel entusiasmo narrativo que con tanta gracia el primero imprimía a sus relatos siempre; con el loable propósito de que resultasen más amenas e increíbles.
Manuel Lemes y Francisco Berriel, – se arrancó una tarde don José – salieron de Yaiza rumbo a Playa Blanca; llevaban un garrafón de vino de dieciséis litros. A medio camino, ya se habían bebido la mitad del contenido y decidieron volver «pa rellenarlo.
¡¡Hombre Pepe!! -dijo don Pedro- no seas exagerado, ¡menudo aguante el de aquellos caballeros portadores del garrafón!.
Así; una tarde tras otra las anécdotas se sucedían casi siempre en la misma línea narrativa.
En otra ocasión:
-¡Toros los que trajo allá cuando don Jaime Lleó!- comentó don Pepe iniciando un nuevo relato esta vez sobre la ganadería brava.
-¡Aquellos toros! -continuó don José – que en aquella ocasión llegaron al Puerto a bordo del Viera, cuando les dieron de beber, ¡casi desgotan un aljibe en La Vega!.-
-¡Con lo preciado que era el liquido elemento en aquella época!.-
-¡Pero Pepe!: ¿como un solo toro se iba a beber quinientos litros de agua?.-
-¡Pues si Pedro, se bebieron media aljibe de agua!.-
Cuando estas diatribas amistosas subían de tono, el señor López Hernández, mediaba entre ellos para intentar apaciguar los ánimos y en un aparte pidió a don Pedro que no le llevara la contraria con tanta vehemencia, que fuese más tolerante.
Don Pedro decidió aceptar a regañadientes la petición del amigo más joven.
A partir de aquella tarde, fueron varias en las que don Pedro no manifestaba sus desacuerdos con los finales que daba aquel a sus relatos y anécdotas.
En aquella tarde de los toros de don Jaime Lleó, – la tertulia había sido monográfica sobre el arte de Cúchares- don José Páiz inició una nueva historia narrando una gloriosa corrida de rejoneo que él había visto o leído en algún sitio.
Se habría celebrado el festejo en la plaza de toros de Palma de Mallorca. Los toros habían llegado de Valencia el día anterior, habiendo soportado durante la travesía un fuerte temporal de levante, motivo por el cual, toreros, reses bravas y caballos habían llegado unos al hotel y otros a los corrales de la plaza en un estado francamente deplorable, muy mareados y maltrechos. Pero la corrida estaba programada y debía celebrarse al día siguiente y así ocurrió.
A las cinco en punto de la tarde, los clarines anunciaron el comienzo de espectáculo y fue durante el desarrollo de la lidia del tercero de la tarde, cuando en uno de los lances entre el miura y el caballo, sin duda por las secuelas que habían dejado en los animales aquel accidentado viaje, el caballo, dando un mal paso, trastrabilla, cae y da con el rejoneador en la arena. El toro, al ver a sus enemigos por los suelos, ve claro que se le presenta la ocasión de su vida para empitonar al maltrecho y descabalgado jinete, al que ve garrapateando en los tercios del redondel. De pronto, la noble montura, percatándose de las aviesas intenciones del morlaco, da un salto y se interpone en el camino del toro que resoplando se acercaba hasta el maltrecho caballero. Entonces, el noble equino, plantado ante el toro, comenzó una serie de pases al natural mientras que con su vistosa cola, iniciaba una serie de sensuales y ondulantes movimientos que parecieron hipnotizar al toro, el cual se dejó guiar mansamente atraído por el compás de sus andares y de los plateados destellos de los crines de aquella hermosa cola.
De forma tan singular puso el caballo al toro en terrenos de nadie y allí,- continuó don José – los ayudantes del torero, que habían observado incrédulos la actuación del solipedo, se hicieron cargo de la situación. Así de bien terminó don Pepe su relato.
Unos segundos de silencio expectantes transcurrieron al término de aquel por lo menos pintoresco relato. El señor López Hernández reaccionó tras unos momentos de estupor y dirigiéndose a don Pedro le dijo: ¡hombre!: eso, la verdad don Pedro!, como que me cuesta un poco de trabajo creerlo!. Don Pedro Quintana, devolviéndole la mirada y disfrutando de antemano de la respuesta que se había estado guardando desde hacía varios días; a modo de reproche, le contesto con aquella entrañable cachaza de su buen hablar:
-¡¡ a mí no me digas nada Jo-sé-Ig-na-cio!! Ya el otro día me mandaste a callar. Así que aguanta tu con la mecha, pero a mi ¡no me digas más nada!.
Don José Páiz, que en esa época fumaba en pipa, acercó fuego a la misma y tras exhalar una profunda bocanada, se llevó a los labios la taza de café manteniendo las mandíbulas fechadas, mientras el relampagueante brillo de sus pupilas le delataban que a duras penas podía aguantarse la risa.

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