Un atardecer en la tierra ahoyada del teniente Roque Luis Cabrera

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

Era un atardecer desapacible, los celajes se movían con presteza arrastrados por el viento que aliado con las tempranas neblinas teñían la tarde de una tristeza húmeda y deprimente. El Sol se hundía en el Atlántico en un ocaso de grises. El plomizo manto de nubes había hecho pasar inadvertida la despedida del astro rey.


Esa tarde, cuando las estrellas trémulas e inseguras, comenzaron a tachonar con su brillo el profundo cielo de Chimanfaya, me acerqué hasta una finca ahoyada en el malpei, allá por los Miraderos, cerca de la Fuente de Crisanto, hasta unas tierras que fueron del teniente Roque Luís Cabrera, nacido el 23 de marzo de 1683, y se da la coincidencia que nació el mismo día y mes del que esto escribe pero con 272 años de antelación y que fue responsable de nuestra estancia por aquí, pues fue tatarabuelo de uno de mis tatarabuelos.
Al abrigo del soco de una higuera centenaria que aún sobrevive por aquellos parajes, contemplo el firmamento insondable que se abre ante mis ojos. En ese placentero viaje hasta esas regiones siderales, intento olvidar los problemas cotidianos y los que padece la isla debido al agresivo deterioro que sufre su naturaleza. Cuando en ese menester me hallaba e imbuido en la magia del silencio volcánico que me rodeaba, percibí la presencia insustancial de unos espectrales y venerables ancianos. En alguno de ellos me pareció reconocer a personajes ilustres que fueron en la historia de esta tierra; próceres ejercientes de las letras y de otras ramas de la ciencia humana que conocieron y deambularon otrora, por estos parajes buscando acaso la inspiración o el sosiego de sus inquietos espíritus.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando intenté descifrar el motivo de aquellas irreales presencias. Pero el colmo de mi asombro llegó al observar que ante mí; algo comenzaba a materializarse, el ectoplasma surgía de las negras arenas que me rodeaban, de la vieja higuera y hasta de una colonia de hormigas que también contribuyó con su energía a que se materializase uno de los personajes que momentos antes había estado en mí imaginación. Aquel inaudito proceso de transformación, continuó hasta que la insustancial materia fue tomando la forma de un venerable anciano que vestido con una raída levita negra intentaba acomodarse en silencio junto a mi; al resguardo también de aquel abrigo que mandara levantar el emparentado teniente Roque Luís Cabrera. Concluida aquella extraña metamorfosis, el fantasmagórico octogenario en principio pareció ignorar mi presencia, y yo; al creerlo así, lo saludé con un hilo de voz que delataba mi acojono:
-Buenas y frías noches señor fantasma.-
-Buenas las tenga usted joven-, me contestó con una voz que pareció surgir de la profundidad de una de las simas del cercano Volcán Nuevo.
-¿Que le trae por estos predios? le pregunté intentando disimular el acojono y el descojono que me da ahora solo con imaginarme la escena.
-Mi joven amigo- dijo pausadamente al tiempo que amoldaba sus etéreas formas a las incómodas irregularidades de la pared de piedra.
-Tempos edax rerum – continuó en su decimonónico lenguaje y mientras me taladraba con su fría mirada de fantasma, adivinó que yo, del latín; no había pasado del rosa rosae rosa; – tradujo sobre la marcha el latinajo: “El tiempo devora todas las cosas “.
Sí joven, no se preocupe Vd. demasiado por las nimiedades de su existencia, y menos aún por el deterioro ambiental que sufre nuestra querida Isla. La naturaleza es muy sabia y lo mejor de todo ello es que no le ha importado nunca esa circunstancia que ha tutelado siempre la vida de los humanos con más o menos intensidad: el tiempo, el paso inexorable de las horas.
En mi época, el tiempo daba la impresión que viajaba a lomos de camello y a su cansino paso transcurrían las tediosas jornadas, los trabajos se hacían con tiempo de sobra y la prisa era una razón a la cual no se le tenía en mucha consideración. Por ello; cuando he visto su zozobra por el deterioro físico del terruño isleño, me avengo a comunicarle por este procedimiento digno de mí fantasmal existencia: que la Naturaleza es sabia, y que no conoce de apuros ni de prisas.
Posiblemente, la isla al paso que va; se convertirá en un gigantesco vertedero, porque ustedes, los humanos; se han convertido en animales productores de basura. Todavía pasaran algunos años para que ello ocurra, pero cuando todo se acabe, cuando la sufrida tierra no aguante ni un gramo más de basura y de cemento: un cataclismo aun por determinar, provocará la desaparición de todo vestigio humano y empezará una nueva regeneración de la Madre Tierra, acontecimientos que nosotros veremos desde nuestra privilegiada y fantasmal atalaya, si es que tiene Vd. a bien acompañarme dentro de un rato.
Pues…..- acerté a pronunciar – Cuando usted guste don Isaac.

– El tiempo que tardemos en fumarnos un cigarrito – me contestó sacando de la faltriquera su mechero de yesca y a la espera que yo pusiera los viginios

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