El pan nuestro

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

Vivió en Tinajo, tenía un perro que respondía al nombre de Patoto y fue de paso mi abuelo paterno. Sus convecinos; para distinguirlo de un primo homónimo al que conocían como José Cabrera El Mayor, le llamaban José Cabrera El Menor. Para un tercer José Cabrera Figueroa no hubo adjetivo comparativo, a éste Cabrera que vivía en La Cañada y fabricaba enormes cestas de pírgano de palmas le llamaban señor Pepe el Blanco, sin duda por los rasgos albinos que lucía su pálida epidermis.

Los tres Pepes compartían los mismos apellidos, y los dos primeros llevaban el nombre compuesto de su abuelo paterno, José María, quien fuera Sargento Mayor de las milicias isleñas de la época y que fue licenciado en 1836 por una dolorosa artritis reumática ya que las depresiones estaban todavía por inventarse. Procedía de Teguise y se estableció en Tinajo en el año 1825, en la casa que hoy conocemos como de señor Pancho Morales.
Fue llamado «El Menor» mi abuelo mientras vivió y fue el más chico de dos los hermanos y ambos se fueron como emigrantes a las Américas desde casi niños. El primero fue a tener con sus huesos a un pueblo perdido de la Provincia de Sancti Spíritu de nombre Taguasco, en la isla de Cuba y el otro; a la República Argentina, donde desempeñó trabajos administrativos en la entonces incipiente ciudad de Carlos Casares. Ante las suplicas escritas por sus padres en desgarradas cartas henchidas de dramáticas peticiones de regreso, volvió mi abuelo a éste su pueblo en 1894 y por esa circunstancial y noble causa estoy yo contándoles a ustedes estas irrelevantes y nostálgicas historias isleñas.
Ya de regresó en Tinajo, y quizás debido a los conocimientos traídos de su experiencia americana; optó mi abuelo por establecer una pequeña industria de panadería y así lo manifestó por escrito. No puedo constatar documentalmente la ubicación física de dicha actividad y si en realidad llevó a efecto su propósito, pero si puedo confrontar que ya desde entonces era ésta una labor de gran tradición a escala domestica en éste pueblo y que ha llegado a nuestros días con el merecido reconocimiento de toda la isla. La prueba de ello es la media docena de estas industrias que trabajan hoy en el Municipio.
La primera panadería de la que tengo noticias, la estableció en La Vegueta don Eugenio Duque Perdomo que incluso contaba con una molina de fuego para moler el grano. Más tarde, los derechos a fabricar pan que tenía don Eugenio, se los traspasó a don Fidel Quintero y a doña Juliana Hernández quienes lo ejercieron primero en El Calvario para mudarse más tarde al cercano Tajaste.
Junto a la Peña del Calvario estableció la segunda industria panadera don Pedro Curbelo Rivera, quien más tarde la trasladó a los Morros de San Roque, y desde allí a su casa muy cerca de aquellos mencionados morros. Años después la traspasó a su yerno don Ismael Alayón Acuña quien la estableció de nuevo en los Morros de San Roque, donde sigue ubicada actualmente y regida por su hija doña Pura Alayón Curbelo.
En 1943, don Luís Mesa Pérez, -al que llamaban El Palmero supongo que por razones familiares, pues él había nacido en Aguacate (La Habana) – fundó su panadería también en El Calvario, donde compaginaba su trabajo en el horno con la carpintería de ribera. Si fama tenía su pan, no le iban a la zaga sus construcciones navales, barcos hechos a conciencia para faenar en los casi siempre tormentosos mares del Norte de la isla. Recuerdo los taumatúrgicos nombres de dos de ellos: El Gran Poder de Dios y El Santa Fe. Actualmente sus nietos continúan con la industria panadera en el mismo lugar donde tantas veces acudimos en vísperas de fiestas llevando aquella vieja paila con el asado para aprovechar el calor sobrante del horno.
Derivadas por tradición y herencia de estas dos industrias familiares, surgen pocos años más tarde la Panadería Tajaste de don Jeremías Quintero y La Panadería San Roque de don Andrés Rodríguez Alayón, que además de elaborar exquisito pan son especialistas ambas en la elaboración de los tradicionales mimos, roscas y mantecados; golosinas por excelencia durante las fiestas del señor San Roque.
Para ajustar la cuenta y llegar a la media docena mencionada, dos nuevas panaderías surgieron en los últimos tiempos: la de don Carmelo Cubas, que además de hacer variedad de pan; contenta a los golosos del pueblo con sus magníficos pasteles tartas y dulces en su local de La Plaza. Por último, está la de mi amigo de la infancia don Antonio Curbelo Umpierrez, (Antoñico el del Morro como cariñosamente le llamábamos) éste último -y no es por qué sea mi amigo-, hace un pan “reondo” por encargo y en horno de leña, que está como para morirse.
A mi venerable abuelo, el negocio panadero no debió serle muy provechoso y pronto cambió la artesa por la azada y el arado, pues fue la agricultura su actividad posterior al hacerse cargo de las tierras heredadas de sus padres ya fallecidos. De espíritu jovial y de alma inquieta, -como dijo el poeta-, era poseedor de una cultura lograda por la sabia influencia de un tío cura, que lo exhortaba y aconsejaba sobre las ventajas que conllevaba la alternancia del cultivo de la mente con el de los resecos campos de Tinajo.
Más tarde se le conoció en el pueblo como don Pepe el Secretario, por haber desempeñado dicho cargo en el Ayuntamiento durante varios años. Hombre de una rectitud exagerada -si es que se puede exagerar en esto- era su palabra lo más importante que podía empeñar y aquel que la tenía por causa de algún negocio; sabía que aquella palabra valía más que cualquier documento escrito. En los últimos años de su vida, fue particularmente dura su batalla con la Administración para lograr la construcción de un nuevo cementerio para Tinajo. Infinidad de escritos cursó a las autoridades y publicó artículos en la prensa, reivindicando su realización y al fin en 1948 se terminó su construcción. En la primavera del año siguiente, sus restos mortales recibieron sepultura en un lugar hoy indefinido de aquel cementerio, ya que los efectos de un fuerte temporal abatió la cruz que identificaba aquel humilde túmulo de tierra y alguien la guardó en uno de los cuartos del cementerio. Luego, el paso del tiempo hizo su trabajo y allanó aquel monturro de tierra que fue el último vestigio de su humilde tumba.
En mi penúltima visita por el lugar, adiviné aquella cruz en la penumbra del húmedo rincón de aquel cuarto donde la dejaron un día. Tenía su nombre aun legible grabado en su carcomida madera, esperando quizás que alguien la volviese a colocar en su lugar.

 

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