Por Agustín Cabrera Perdomo
Era tan viejo aquel pobre perro, que apenas le quedaban fuerzas para ladrar con fundamento. Tendido a la sombra que proyectaba sobre la era la casa de su amo, echaba días para atrás sabiendo que la pérdida manifiesta de sus facultades ponía en peligro su tranquila vejez. Últimamente, cuando alguien o algo se movía o pasaba por el camino junto a la casa, alzaba indolente su ya decrépita cabezota y emitía un apagado gruñido, un remedo de ladrido que pretendía ser de intimidación para intentar con ello proteger las posesiones de su amo y lo que él a su vez consideraba sus dominios y su casa.Cuando algún que otro congénere – fuera mastín, caniche o sato – osaba invadir lo que él consideraba su territorio, realizaba un sobre canino esfuerzo para en corta y patética carrera llegarse hasta el intruso, e intentar ponerlo en fuga, cosa que últimamente apenas conseguía a pesar de poner en ello toda la ferocidad de la que era capaz. Lleno de peladuras por mil batallas libradas por polvorientos caminos y casi paralizado en sus cuartos traseros por una dolorosa y perruna artrosis, aquel can sin nombre, sin pedigrí y sin familia conocida; dejaba pasar los días, esperando el advenimiento del redentor de los perros.
Hace unos días, en mis paseos matutinos hasta la Plaza, empecé a notar su ausencia por los alrededores de aquella casa y pensé que al pobre animal le había llegado su hora fatídica. Pregunté a un vecino y las noticias que me dio del perro cojo, fueron desalentadoras: – se lo han llevado a la perrera – me dijo sin darme más referencias.
Pensé entonces en la perra vida de aquel pobre can, toda su extravagante existencia defendiendo los ideales que por instinto hacía con un celo digno de elogio, para luego acabar entre rejas y seguro que por su decrepitud manifiesta; pronto acabarían dándole el finiquito por decreto y sin reconocerle los méritos acumulados a lo largo de su vida.
Tiempo después, me enteré que aquel pobre animal no tenía dueño legal, se había acogido de motu propio en aquella casa, donde el amigo Luis y su mujer le habían dado cobijo y comida y el modo que tuvo de agradecerlo aquel noble perro fue intentar salvaguardarles su patrimonio de la única forma que sabía: con aquellas repentinas y casi de risa feroces apariciones tras los corrales.
Amigo perro sin nombre y sin amo, si a estas alturas ya te han aplicado la cancelación indolora y «civilizada» de tu existencia; recuerdo y extraño tu desconchabado andar por los caminos donde mantuviste a raya a quienes intentaron sobrepasar tus áreas de vigilancia y dominio. Extraño tu ausencia porque fuiste ejemplo de lealtad y sacrificio, pidiendo solo a cambio el saberte dueño de alguien y conservar al mismo tiempo tu alma bohemia y tu displicente libertad.