El Roncador

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

Con los claros del día, Manuel Tavío encaminó sus pasos por la angosta vereda que serpenteando por aquel malpaís, buscaba indolente las cercanías de la escarpada costa. Rugía el mar en El Roncador, la violenta brisa le azotaba el rostro y notaba en sus labios el sabor de invisibles cristales de sal.
-¡Tormenta está la mar! – pensó para sus adentros mientras se acercaba febril a los filos del acantilado. El fragor que producían enormes cantos rodados que entrechocando entre sí por la fuerza y el arrastre de la marea, eran la causa de aquel ensordecedor estruendo que estremecía la entereza de los asiduos pescadores de aquellas oscuras riberas.
Como todos los años, aquella madrugada del cuatro de abril, Manuel llegó al acantilado y permaneció varias horas observando absorto el devenir de las olas. Durante ese tiempo, sus ojos permanecieron clavados en un punto indefinido de la rompiente, mientras por su mente volvieron a desfilar una vez más, – como el recuerdo de una vieja película, – los acontecimientos acaecidos hacía hoy siete años.
Rememoró Tavío aquel aciago amanecer: Se vio de nuevo a si mismo a horcajadas en aquel saliente rocoso y con la vista fija en el “apuntamiento” de su caña, esperando tranquilo la señal de que un ejemplar hambriento, se tragara la boca de erizo, que como apetitoso señuelo pendía del anzuelo.
Al tiempo que la caña, se le hundía en el agua por el fuerte tirón de una vieja encachetada, oyó como del recodo que conformaban unas peñas cercanas surgió el grito angustioso de un hombre pidiendo ayuda. “Jaló” por la caña, y el inconfundible reflejo de una vieja en su salida del agua, pasó junto a su cabeza y fue a caer en un charco a sus espaldas, donde chapoteó inútilmente. Manuel largó la caña sobre el bajo y allí la dejó junto a la vieja, al tarro de la carnada y saltó hacia delante, tropezó con el cacharro del engodo y trastabillando salió como un “celaje” hacia el lugar de donde provenían aquellos desesperados gritos. Avanzó diestro Manuel por los resbaladizos lajiares, llegó al recodo y desde lo alto, observó la desigual lucha de un hombre contra el violento oleaje de la orilla. La mirada de aquel desgraciado, buscó la suya y le mostró desesperado la angustia de saberse perdido y atrapado entre las garras de aquel enfurecido mar. Al instante supo Manuel quien era el naufrago, se trataba de su amigo y vecino Roque Moriana, el cual perdido en aquella mancha de blanca espuma, vendía cara su vida luchando desesperado por alcanzar la orilla. Inútilmente, intentaba una y otra vez aferrarse a los cortantes salientes de las rocas, cuando enormes olas embestían su cuerpo contra la pared casi vertical de la costa; sus manos, sangraban desgarradas y las fuerzas le abandonaban sin remisión. Entre aquel ensordecedor rugido de las piedras del cercano Roncador, Manuel le gritaba para que se alejara de la orilla, esperara el “jacío” e intentara salir por el robalaje cercano; pero Roque desesperado, seguía intentándolo por el peor sitio. En un último esfuerzo por salvarle, Manuel le alargó la caña, pero la violencia del oleaje, y la endeblez del bambú, hicieron inútiles aquellos precarios y desesperados intentos.
Rendido, exhausto ya y viendo que el final se acercaba inexorable, Roque Moriana miró a Manuel con la inmensa pena de tener que irse de este mundo preguntándose perplejo, el por qué de aquellas prisas.
Con una convulsión, percibió Roque, que las heladas manos de aquella versión acuática de la Parca se aferraban como garras a sus hombros y le empujaban hacia las profundidades. Antes de que esto ocurriera, sacó fuerzas de donde nunca logró saber y mirando al cielo por última vez, lanzó un grito desgarrador que rebotó en cada una de las piedras del acantilado clavándosele a Manuel en el pecho como un cuchillo:
– ¡Rosa y los chicos Manue: no tienen a nadie!
-¡Júrame por tu alma que cuidarás de los tres!
Manuel asintió con el pensamiento mientras veía impotente, como su amigo se hundía para siempre entre aquel torbellino de espumas y algas.
Aquel si, a la trágica y última voluntad de Roque, se le grabó a Manuel en lo más profundo y una sensación de desamparo recorrió su cuerpo, las piernas le temblaban, y su corazón parecía querer salírsele del pecho. Permaneció varias horas en aquel lugar, esperando inútilmente poder ver de nuevo el cuerpo de Moriana.
Cuando la altura del Sol le indicó que el mediodía estaba cerca, recogió lentamente sus bártulos y emprendió el regreso tierra adentro, con el alma encogida y el sonido de las últimas palabras de Roque, reventándole los tímpanos. Mientras buscaba en su memoria el rostro de Rosa, se encaminó al diseminado caserío; siguió vereda arriba y con la angustia nublándole los ojos, vio, como el perfil de la humilde casa de Roque Moriana se agrandaba poco a poco. Los detalles de sus contornos se definían y aclaraban en la medida que la distancia se iba acortando. Al terminar de subir un repechito, la figura de una mujer joven, se recortó trémula en el umbral de la puerta y notó que observaba inquieta la llegada de un hombre que no era su marido.
En aquel fugaz encuentro de sus miradas en la distancia, el tiempo se detuvo y entabló entre ambas un incontenible flujo de recíprocos e interrogadores sentimientos de ida y vuelta; los de ida: premonitorios de un infausto suceso; los de vuelta: mensajeros de una inconmensurable pena
Rosa, se llevó las manos al rostro e inclinó la cabeza hacia delante. Así permaneció, hasta que intuyó que aquel emisario de la muerte había llegado: sintió sus pasos por el rofe mientras cruzaba el patio de la casa. Luego: lentamente; Rosa separó los dedos de sus manos y abrió los ojos: Sus grises pupilas se clavaron en los vidriosos ojos de aquel hombre que se derrumbó ante el dolor y el llanto que arrasaban la belleza de aquella mujer. Un latigazo de pena le fustigó el alma con tal fuerza, que las palabras que en su penoso andar hacia la casa se había repetido mil veces, se quebraron en su garganta.
Fue su mirada, la que en fracciones de segundo, le relató a Rosa lo que ella había presentido, nada más verle asomar por las cuestas del Cascajo.
Las visitas de Manuel, se hicieron cada vez más asiduas, y el alargamiento en el tiempo de las mismas, era tangible a los ojos de la maliciosa gente del lugar.
Por las noches, en la soledad de su humilde cuarto, Rosa soñaba con él y cuando su imaginación la llevaba en volandas por los placenteros caminos del deseo, se despertaba febril con el atronador rugido como trágico fondo de las piedras del Roncador y que ella, en su delirio, identificaba como recriminaciones fantasmales de su desventurado marido.
Un día, Rosa hizo partícipe a Manuel de sus fantasías oníricas y él, seguro del amor y de los sentimientos de Rosa; le declaró tiernamente que no deseaba otra cosa en la vida que poder estar para siempre junto a ella y le confesó avergonzado, que a él, cuando en la obscuridad de sus largas noches en blanco ella se convertía en el centro de su pequeño universo, también le rugían sin piedad, las piedras del Roncador.
Con el espanto reflejado en sus ojos, ante aquella cruel coincidencia, y pensando que el remedio ante aquella situación, podría estar en el lugar de origen de sus angustias, decidieron pasar la noche juntos, cerca del lugar donde las piedras les martirizaban el alma: en el acantilado de El Roncador.
La Luna se acercaba lentamente a un mar en calma tras de Tenesar. Solo un ligero rumor subía de la orilla y delataba la cercanía del casi siempre estruendoso océano. Ellos dos, al cobijo de una choza de pastores, esperaban, – sin saber exactamente qué… . Esperaban. Allí permanecieron apretujados el uno contra el otro intentando protegerse del frío de la noche, pero, la cercanía de sus cuerpos, incitó a la pareja a iniciar inocentes juegos y arrumacos, las risas y los jadeos se hicieron mas frecuentes y bulliciosos, el entusiasmo iba creciendo ante aquel expectante silencio. De pronto, un ensordecedor rugido originado por el arrastre de miles de toneladas de piedras, surgió de la base del risco y rompió el silencio de la noche. Un escalofrío de muerte les paralizó el corazón. El mar, comenzó a retirarse violentamente y tras varios interminables minutos, se formó una colosal ola en el horizonte que inició su avance incontenible hacia la costa, amenazando estrellarse contra el oscuro basalto del acantilado. En la parte alta del mismo, observando aquel prodigio, permanecieron Manuel y Rosa como atados por los pies al lugar. Desde allí, vieron como la inmensa e incontenible masa de agua, avanzaba hacia ellos y al llegar, en silencio, como una nube espesa, se disolvió mansamente como una húmeda caricia sobre el abrupto despeñadero.
Como única prueba de su paso, solo quedó la blanca espuma y los cristales de sal en que sus cuerpos quedaron envueltos.
Instintivamente corrieron vereda arriba sacudiéndose aquella misteriosa espuma, que olía a profundidades y parecía corroerles la piel.
Ya en la casa, ante la pálida luz de un quinqué, permanecieron mirándose en silencio. Más tarde, la quietud, el sueño y el cansancio por las emociones vividas los dejó dormidos, sentados como estaban en aquel banco, con las cabezas apoyadas en la mesa y las manos entrelazadas.
Manuel, se despertó al alba, Rosa entreabrió los ojos al presentir que Manuel salía del cuarto intentando no hacer ruido.
-¿Adónde vas tan temprano?
-A Las Calderetas: voy a ver al viejo pernóstico, a pedirle consejo.
Seño Abraham Ferrera, debía andar por los 97 o 98 años, algo enteco estaba el hombre, pero mantenía intacta su venerable barba y conservaba viva aquella indescifrable mirada. Recibía a los parroquianos al atardecer, sentado en un banco de piedra frente a una vieja y raquítica higuera. Desde allí emitía sus augurios y pronósticos; los buenos y los malos, sin dudar, con la seguridad que le daba la experiencia de su casi centenar de años.
Manuel llegó a mediodía, y tuvo que esperar seis horas, hasta que el atardecer llegó y el viejo agorero se sentó parsimonioso frente a la higuera.
Manuel Tavío se acercó y lo saludó con un respeto casi reverencial. Seño Abraham, lo miró con cierto interés y lo invitó con un gutural joo, joo, que le expusiera su caso.
Manuel le contó la increíble historia, sin olvidar el más mínimo detalle. Cuando llegó al episodio ocurrido la noche anterior, el viejo pernóstico,- como si de antemano supiera el final- levantó la mano y con un ademán y un nuevo joo joo, indicó a Tavío que parara, que ya era suficiente. Y temblándole la voz, le contestó gravemente:
– Joo, joo, está entaliscao-.
Dijo lacónico.
Manuel abrió los ojos sin comprender de momento a que se refería.
– Joo, joo, el cuerpo de Roque -continuó el viejo- no ha aparecido porque está entaliscao, y hasta que no lo encuentres y lo entierres a tres varas, no volverán a dormir tranquilos, ni tú, ni Rosa.
-El viejo, con aquella sentencia, dio por terminada la conversa y con un giro de la cabeza, indicó a Manuel, que cogiera rumbo, que allí no tenia nada más que hacer.
Con el corazón encogido, Tavío le dio las gracias y tomó el camino de vuelta a los Cascajos
Llegó a la casa pardeando el día, la mortecina luz en la ventana de Rosa, le indicó que ésta lo esperaba despierta.
Salió al patio a recibirle, ansiosa, lo interrogó sobre lo que el viejo le había «pernosticado.» Hablaron durante horas, mil vueltas le dieron al asunto y sobre la media noche, Manuel, susurrando, dijo a Rosa:
– En las mareas de septiembre, buscaré por los bajíos a Roque o lo que quede de él.
– Si está entaliscao – dijo: Como Tavio que me llamo,- lo busco, lo desentalísco y lo entierro, en lo más hondo de La Vega.
Esa noche Manuel y Rosa durmieron juntos, pero aterrados. Las piedras del Roncador se extremaron en tronar de celos, encogiendo el alma de aquellos desventurados amantes.
Cuentan los más viejos del lugar, que Manuel Tavío encontró, desentaliscó y enterró a Roque Moriana, y debió ser así, porque los callaos volvieron a roncar a su tiempo, las viejas coloradas y los sargos que habían desaparecido de las orillas, volvieron a los veriles y las perdices y los tabobos regresaron a los pedregosos campos de la costa.
De aquellos amantes, ancianos ya, se dice que siguieron yendo a la costa cada cuatro de abril de todos los años que vivieron felices y comieron perdices como en el final de todo cuento con fundamento.
La esperanza que siempre mantuvieron viva, fue la de volver a revivir aquel prodigio de la retirada del mar y el posterior y sosegado impacto de la inmensa ola de espuma contra sus cuerpos y contra el furibundo Roncador.

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