Por Agustín Cabrera Perdomo
Ante la posibilidad de que se me muera de olvido la memoria, he rebuscado entre los propios recuerdos y en los de quienes aún tienen ganas de contar cosas, para narrar en esta ocasión algunos pasajes del tiempo y de la figura de don Tomás Rodríguez Romero, cura párroco que fuera de Tinajo durante cincuenta años.Mucho y bien se ha escrito de don Tomás Rodríguez. Lo hizo Agustín Espinosa en el capítulo dedicado a Tinajo en su libro Lancelot 28º-7. Agustín de la Hoz hizo lo mismo en su LANZAROTE y aunque últimamente he leído algo hecho no con demasiada elegancia, yo; salvando las distancias que me separan de tan insignes autores, lo intentaré apartándome de esos tópicos mil veces repetidos que rodearon la singular figura del que fuera Párroco de San Roque durante medio siglo. Lo haré con el único fin de recordar amablemente las vivencias de aquellos entrañables años de la infancia, aunque la impresión visual que de aquellos tiempos se quedó grabada en mi daltónica retina, fue la sensación que dejaría hoy, el volver a ver una vieja película en blanco y negro.
Mis remembranzas de niño ante la imponente estampa de don Tomás el cura, se funden en el convencimiento de que era un hombre diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Un hombre y un enorme caballo, un centauro colosal al que veía volar en mi imaginación infantil sobre los campos paupérrimos de Tinajo.
Don Tomás Rodríguez fue un cura y un hombre de su tiempo, de aquellos no tan lejanos tiempos en que la autoridad de la Iglesia ejercía su férreo control sobre la vida y milagros de sus feligreses. Tiempos donde en los pueblos perdidos y olvidados de la isla, el Cura, el Maestro y con la rara excepción de algún vecino ilustrado, que por meritos propios desempeñaba labores administrativas en las dependencias municipales, ostentaban el monopolio de la cultura en general, aunque la influencia del Cura y en este caso por su fuerte personalidad, superaba con creces la desarrollada por los otros representantes sociales, pues él encarnaba el poder de lo desconocido, de lo intangible, aquello a lo que se temía después de siglos de adoctrinamiento.
Fue don Tomás Rodríguez, además de pastor espiritual de almas, administrador de los bienes de la Iglesia y deshacedor de entuertos y litigios entre los vecinos del pueblo. Cuando le pedían su parecer sobre alguna determinada cuestión de lindes, derechos de paso o derecho a escorrentías pluviales, don Tomás intervenía siempre con la buena fe de intentar arreglar las cosas por las buenas. En otras ocasiones, medió en conflictos que hoy hubieran pasado a la prensa del cotilleo local de haber existido ésta en aquella época. Muchos de estos arreglos matrimoniales, cambiaron en muchos casos las perspectivas futuras de algunas familias del pueblo. Otra loable actividad desarrollada por don Tomás en beneficio de sus feligreses y vecinos, fue la práctica de la medicina de urgencias y preventiva; una medicina de primeros auxilios para la cual estaba favorecido con excelentes dotes y donde a primera vista, solía acertar en el diagnostico del padecer del enfermo. En dolencias leves, aconsejaba remedios a base de tisanas y bebedizos que conocía en gran cantidad, pero: cuando veía que la cosa no entraba dentro del campo de sus intuiciones médicas, su consejo inmediato era el traslado del enfermo al Puerto, para que un médico lo tratara convenientemente.
Durante los Oficios Religiosos, don Tomás revestía los mismos de una ponderada solemnidad de acuerdo a los medios con que contaba la parroquia, siempre acordes con los cánones que la Iglesia de entonces tenía establecidos en cuanto a categorías para entierros, misas o funerales a celebrar y bajo cuyas premisas los oficiaba don Tomás con absoluta y devota dedicación. Estas situaciones de la época las cuales hoy nos parecerían cosas de la Edad Media, acertadamente las relató Víctor Fernández en sus coplas escritas en los ratos que le dejaba libre su duro trabajo en las Salinas de Janubio.
El transcurso de aquellos años en Tinajo, está jalonado de múltiples anécdotas donde don Tomás era siempre la figura central, y entre todas ellas, recuerdo una particularmente graciosa y pintoresca que narro a continuación.
En cierta ocasión, antes de iniciarse la celebración de la Santa Misa, don Tomás advirtió a las niñas de la escolanía, que estaban ese domingo castigadas a no cantar, pues mantener a las niñas enmudecidas, era un correctivo ejemplar por lo que recuerdo. (Don Tomás había sido advertido por las mujeres, que las dichas infantas no rezaban el Rosario con la devoción que requería aquella invocación Mariana.) Pero, ocurrió que ese día, las niñas de Tajaste llegaron un poco tarde y no se enteraron de la advertencia conminatoria al silencio decretada por don Tomás. Cuando llego el momento de los gorgoritos, mientras las conocedoras del castigo permanecían mudas como las paredes, las pequeñas alondras tajasteñas, entonaron aquello de: Es María la blanca paloma, que ha venido a España, que ha venido a España…., Don Tomás imbuido como estaba en su sagrado y místico quehacer, al oír aquel angelical orfeón de cándidas y angelicales voces, en vez de aceptar como bendición del Cielo aquellos preludios musicales de la mística composición a la Virgen y que más bien parecía un anuncio de detergente que un tributo a la Inmaculada Blanca Paloma, se volvió con cara de malas pulgas, y expresó intransigente: !Que he dicho que están penadas a no cantar!. Como es natural hasta las moscas dejaron de zumbar.
Durante el desarrollo de la Misa dominguera en la entonces desvencijada Iglesia parroquial de San Roque, los fieles se distribuían por las dos naves del templo por sexo y edades. El más numeroso, el de las mujeres; se situaba en la totalidad de la nave lateral o de La Candelaria y en la parte delantera de la nave principal, se acomodaba el resto en filas de heterogéneas sillas pintadas de negro y que atadas con cintas de tela se mantenían alineadas y con el aforo justo. Más o menos de la mitad para atrás de la nave principal, estaban dispuestos los hombres, que dejaban un ancho pasillo al centro, donde se colocaban perfectamente alineados los niños. Las niñas se las apañaban en la parte anterior de dicha nave, por delante de los chiquillos y a prudencial distancia.
Ante la total ausencia de bancos donde sentarse, los hombres y niños permanecíamos de pié sobre aquel pavimento de baldosas de barro que antaño habían estado sujetas y que ahora se movían en sonoro claqueteo cuando por exigencias de la liturgia cambiábamos el estar de pié, por el de arrodillados y vuelta a erguirnos cuando lo demandaba el celebrante.
Recuerdo una vez que me extralimité en dichos movimientos al descubrir el acompasado sonido de las dichas baldosas y que, a la vez que rítmicos sones, se desprendían del suelo pequeñas nubes de polvo rojo que irritaron a más de una sensible mucosa nasal. Cuando más entusiasmado estaba con aquel descubrimiento «músico polvoriento,» sentí sobre mi pescuezo la enérgica mano de mi progenitor, que nervioso observaba hacía rato los progresos en mis recién descubiertas dotes de percusionista sobre los mencionados baldosines y por el incremento de los carraspeos y toses de los feligreses más afectados.
Don Tomás desde su privilegiada atalaya del Altar Mayor, controlaba cualquier distorsión o relajación de posturas y actitudes en el seguimiento del Santo Sacrificio, si había que estar de pie, pues de pie; si de rodillas; de rodillas, pero nada de medias tintas. En una ocasión, cuando por las exigencias del guión y en los primeros compases de una Misa cantada, don Tomás se vuelve hacia los fieles y observa algo anormal en la postura de las señoras y señoritas que en primera fila y en lo alto del coro cantaban y seguían con obligado recato aquella celebración dominical. Terminada la respuesta de los fieles al consabido Dominus vobiscum, don Tomás elevando la vista hasta el coro, se expresó enérgicamente: ¡Las mujeres del coro que se pongan de rodillas! Las damas, ni se movieron, siguieron en la postura en que estaban y aguantaron inmutables las reprobatorias miradas de los fieles que instintivamente levantaron la cabeza en aquella dirección. En la siguiente alocución en que don Tomás se vuelve para otra latina salutación, vuelve a ver con asombro que las mujeres siguen en la misma postura; reitera entonces y esta vez con algo mas de energía en su voz: -¡Que las mujeres del coro se pongan de rodillas!- Un considerable estruendo se produjo por el atropellado movimiento de personas que se apresuraban en bajar sus rodillas del banco en que las tenían las señoras asentadas, para hacerlo esta vez, sobre la secular y polvorienta tablazón de tea del piso del coro. Cuando terminó la misa, otro pequeño alboroto se produce, al intentar las mujeres bajar en confuso tropel por aquellas empinadas escaleras y salir en estampida huyendo de la santa ira de don Tomás que sujetándose la sotana, atravesaba como un rayo la nave principal y casi corría hacía la puerta de la iglesia para impedir aquella desbandada y dejar sin apagar aquel conato de incipiente rebeldía feminista.
Abundando en la referencia a los gustos que tenía don Tomás, por el canto en general y el eclesiástico en particular, – al parecer era bastante exigente -, pues contaba mi abuela, -algo mayor ya-, que en una ocasión mientras ella cantaba en una celebración religiosa, don Tomás le dijo al pasar a su lado: ¡Las viejas no cantan ! A mi pobre abuela supongo que aquello la debió dejar marcada para siempre, pues no recuerdo haberla oído después de aquel mal trago, tararear siquiera el estribillo de una alegre isa.
Así trascurrían perezosamente los días de aquellos largos veranos de la década de los cincuenta, en cuyos rojos atardeceres; se dejaba oír como un lamento lejano e irreal el tañido de la solitaria y herida campana que convocaba a la Oración desde su humilde torrecilla. Casi al unísono, la familiar silueta de don Tomás se acercaba con cansino paso hasta la iglesia para los dichos rezos vespertinos. Al soco de los muros de la sacristía, un grupo de viejos alegaban sin mucho entusiasmo sobre el tiempo y la mala planeta que estaba arruinando los sembrados y cultivos.
En la vieja plaza, quince o veinte chicos corríamos en jubilosa algarabía tras una pelota de trapo envueltos en una nube de polvo que el temoso viento se encargaba de dispersar y confundir con los celajes del inminente ocaso.
También a esas horas del crepúsculo, en el cercano Corral del Pueblo situado al pié de la montaña, Haffa, aquel impresionante y venerable moro que de vez en cuando desembarcaba en la isla con sus camellos y sus negocios, se postraba en el suelo con sus acólitos e iniciaba sus abluciones y rezos cuando el Sol a sus espaldas, se hundía desangrado y exhausto en los azules reflejos del atlántico.
Agustín Cabrera Perdomo.
A mi amigo y pariente Juan Ramón Cabrera Perdomo, quien desde la otra orilla del Atlántico, recuerda con añoranza al pueblo de sus abuelos y de sus padres. A estos últimos, Juan y Eva fue don Tomás, -el cura de este relato- quien les administro el bautismo en algunos de aquellos difíciles y venturosos años del pasado siglo.