El último tesoro

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

El otro tesoro del que prometí escribir otro día, aquel que se buscó antaño con ahínco en los arenales ribereños de La Isleta, allá en El Río. (Hoy genéricamente La Santa). Aquel que frustró las ilusiones de muchos y a los cuales, por razones de edad no los recuerdo removiendo callaos y toscas, pero si conocí los rastros que dejaron en aquellas soleadas riberas los tenaces buscadores de tesoros de Tinajo. Enormes hoyos excavados varios metros por encima de la pleamar, fueron la huella que dejó tan peregrina historia basada en leyendas oídas antes que reventaran los volcanes y mil veces comentadas en las tertulias de los cabildos y mentideros del pueblo.
No se si con la noche o a la luz del día, se buscaron sin éxito aquellas riquezas que se decían guardadas en cofres de madera, forrados de cobre y enterrados en aquellas orillas por los secuaces de un famoso pirata que se refugiaba por estas costas y que perseguía a sus presas por estos agitados mares.
Aquellas huellas de la codicia y también de la ilusión dejadas en las playas de La Isleta, se pudieron ver hasta no hace mucho tiempo. Pocos años antes que las excavadoras y otras maquinas ordenadoras del territorio hicieran el inútil trabajo de urbanizar La Isleta y el Río para la ejecución de un irracional complejo turístico que se proyectó hace décadas y que fracasó como tal pero que dio el finiquito a aquella singularidad geológica que conformaban La Isleta y su entorno y a lo que con toda la naturalidad del mundo, la gente llamaba El Río. Aquellas infaustas obras transformaron el lugar y nos dejaron a cambio un fangoso, apestoso y turbio lago salado que aunque sube y baja con la marea, no lo hace con la alegría de un flujo vivo, dinámico y cantarín como el de antaño, cuando las aguas subían en su reconquista pacifica susurrando alegre al pasar entre los callaos y anegando los saladares que poblaban las riberas.
Con la marea entraban bandadas de pescaditos del Río que con sus reflejos, plateaban las límpidas aguas en la plenitud de la marea. Ese nombre de El Río, que se repite en la geografía isleña también para denominar el brazo de mar que separa la isla Graciosa de Lanzarote, es el sueño inalcanzable que yace en el subconsciente de los hijos de esta tierra, el ansia nuestra por tener un río, un verdadero río que nos solucionara para siempre el problema del agua de entonces y que fuera como los ríos de verdad que recorren los continentes y se abrazan con el mar al termino de su viaje tortuoso.
Hoy, paradójicamente, los habitantes de esta isla no pasan sed de agua dulce, pero; demasiadas veces nos invade la sed de la nostalgia al evocar lugares como aquel Río entrañable de la infancia, con sus salinas adyacentes, sus cansinos molinos subiendo el agua a los cocederos y de los temibles chupaderos con que nos metían miedo de pequeños para que durante el baño no nos fuésemos muy adentro, pues allí; decían que estaban aquellos insaciables remolinos que se tragaban a los niños temosos y majaderos.
¿Y que fue del famoso tesoro del pirata? Aquel quimérico tesoro se perdió irremisiblemente junto con otro más grande e importante. El primero de ellos, lo hizo junto con la memoria calenturienta de aquel que sabía de su ubicación y que se fue al otro mundo con el secreto pudriéndosele al mismo tiempo que las neuronas y a lo mejor; con el plano del tesoro en la faltriquera. El segundo tesoro, el que estaba a la vista de todos, y que fue aquel accidente geográfico que conocimos como La Isleta y El Río, a ese lo enterramos con la aquiescencia de todos bajo moles de cemento, de piedras, de asfalto y de ridículas evocaciones caribeñas con cocoteros incluidos. La naturaleza lo había puesto ante nosotros y nosotros no supimos verlo y defenderlo cuando hubo que hacerlo. Ahora, me da que ya es demasiado tarde, eliminar toda aquella faraónica obra de muros y contrafuertes circulares levantados en piedra natural, eliminar las playas artificiales de calicanto, reabrir La Boca Chica y librar a La Isleta del serpenteante asfalto que la recorre sin tino ni destino, costaría muchísimo dinero. Una inversión de esta naturaleza, que no va a dejar beneficios materiales, no interesa en absoluto a nadie, pues para esos u otros loables objetivos, no estaremos en mucho tiempo a la altura de las circunstancias.
Hasta hoy, a los defensores de La Isleta y El Río, les he oído hablar de no más camas, no más cemento, y a muchos nos gustaría oír voces que vayan concienciando al personal de que hay que recuperar aquel paraje singular y único, que hay que llevarlo de nuevo a su estado original.
Si durante el trafago propio de las futuras e imaginarias obras de recuperación, apareciese por un casual milagro, el ansiado tesoro que buscaron con ahínco nuestros antepasados: propongo desde ahora hacerlo perras rápidamente y con ellas dejarlo todo como la diosa Gea lo había programado.

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