Por Agustín Cabrera Perdomo
En aquel lejano atardecer del treinta de julio de 1824; las brumas que llegaban del mar, envolvían con premura las suaves y erosionadas laderas de la montaña de Tamia.
Las casuchas blancas de la Capellanía, contrastaban con el oscuro entorno de los campos. Las veinte y tantas gallinas que escarbaban en la tierra húmeda del patio, se apresuraban en acomodarse sobre los cuatro palos que en una esquina del corral usaban como dormideros. Averruntaban que la noche se anticipaba por algún extraño motivo y la tenue lumbre de sus memorias las hacía congregarse con aquellos apuros de sueño.
Junto a las gañanías; el clérigo don Luis Duarte, con la desteñida sotana arremangada hasta la cintura, picaba palote sentado sobre un fardo relleno de camisas de millo que como burdo almohadón sostenía una desconchada tanganilla.
Aquel acomodado pastor de almas, notó perplejo y con cierta inquietud las prisas que aquella tarde habían sobrevenido a todos los seres vivos que se movía a su alrededor. La vieja burra, en su cuadra; resoplaba a la vez que golpeaba con fuerza el suelo intentando hacerse entender que ella también estaba en aquellos menesteres de prisas vespertinas. Los tabobos que anidaban en los huecos dejados por las vigas desprendidas del techo de la vieja cocina, acudían allí antes de lo acostumbrado y se disputaban los sitios más recónditos de aquellas oquedades.
Ante aquel tráfago de urgencias, el cura Duarte se puso en pié y se acerco receloso tras los muros de los corrales de La Capellanía; echó una mirada al camino que bordeaba la montaña y que se perdía en las estribaciones del poniente para divisar en el confuso horizonte, como el disco solar apenas se dejaba ver tras la espesa bruma que subía del mar.
Aquella visión, produjo recelos en el ánimo del presbítero y una sacudida de apremios le obligó a tomar el camino de regreso a la casa. Pasó de nuevo junto a los corrales y cerrando las puertas de los cuartos de la paja y aperos de labranza, se dispuso a salvar la corta distancia que le separaba de la casa de la hacienda. El fuerte viento, le obligó a sujetarse el birrete con una mano, e intentó con la otra entallarse la sotana, pues una inesperada racha lo acompañó en su marcha por la angosta vereda al tiempo que oía lastimeros silbidos arrancados de los matos y las piedras que limitaban el angosto pasaje.
Vislumbró a la vieja ama, que desde la puerta de la cocina se alongaba para percatarse de su llegada. Entraron juntos en la casa y aseguraron la puerta pasando el ruidoso y ferrugiento fechillo. Afuera; el viento pugnaba por colarse entre las rendijas de la puerta. Dentro, en la cocina; el aire olía a fritura de chicharrones y gofio a medio amasar. La manteca aun caliente y el queso duro, esperaban sobre el muro de la cocina mientras la leche se calentaba sobre las tenues brasas de unos pocos carosos.
Basilisa, la vieja ama de llaves; era mujer del país, baja de estatura, regordeta, con mirada firme y decidida que solo la dura tierra donde había nacido, había sido capaz de forjar aquel determinado carácter que rezumaba firmeza a primera vista. Desde muy joven formaba parte del servicio de la casa del Reverendo y había sido bautizada con ese nombre, por haber nacido el día de la que fuera santa esposa de San Julián.
Santa Basilisa fue una de las pocas mujeres casadas que llegó a los altares. Y según cuentan las crónicas sobre su vida, su matrimonio con San Julián, no fue consumado, pues tanto a uno como al otro de los núbiles, las urgencias fundacionales para las que estaban predestinados por la Santa Iglesia, no dejaron tiempo para menesteres tan placenteros y terrenales como eran los requeridos para las obligaciones conyugales. Fue tal el ardor de la Santa en la captación de novicias para su Orden, que cuando le llegó la hora suprema de su tránsito a la vida eterna, fueron sus primeras monjas fallecidas las que bajaron del Cielo para avisarle el día y la hora exacta de su óbito. Su esposo San Julián corrió con menos suerte, pues se las hicieron pasar canutas, ya que los paganos de la época, (SIGLO III) le aplicaron las peores y más refinadas torturas martiriales.
El clérigo, se sentó junto a la mesa mientras la mujer le escanciaba el vino desde una jarra que sostenía temblorosa.
– Tómese un trago mujer, – le dijo el cura – pues no estamos al cabo de saber lo que nos deparará esta endiablada mala planeta. El rostro de Basilisa mostraba una dolorosa angustia debido a la incertidumbre que le producían aquellos augurios, y queriendo aparentar tranquila; llenó con pulso incierto un vaso que se alcanzó del locero. La buena mujer aceptó en silencio el amable aunque desacostumbrado convite y se sirvió un buen tanganazo que se echó al coleto sin respirar. El cura la miró con sorpresa y pensó con santa malicia, en la premura con que menguaba el vino en los envases de la bodega.
El viento, seguía arreciando sin definir la dirección, parecía soplar de todos los tiempos. Las aulagas, arrancadas de cuajo, rodaban por los caminos tras los remolinos polvorientos y quedaban atascadas en los portillos y recodos de los muros de piedra de los cercados.
La penumbra de la tarde fue envolviendo el paisaje y la oscuridad se fue adueñando del lugar mientras el incesante piar de los pájaros y el ladrido de los perros se extinguían poco a poco en aquella lánguida somnolencia que todo lo invadía.
Basilisa encendió un par de quinqués, los colocó sobre la mesa y se dispuso a servir la cena. La jarra de vino reflejaba los destellos amarillentos de las lámparas y al ver don Luis que solo quedaba en ella un rojizo fondaje e incomodado por tal contratiempo, decidió bajar a la bodeguita con ánimo de rellenar la vacía jarra.
Acordándose de pasada del tremendo lingotazo con que seña Basilisa se había aclarado el gaznate, salió al patio y cruzo la blanca acogida, descendió los cuatro escalones de piedra y llegó hasta lo que había sido una antigua coladera que él había mandado techar con vigas de tea y duelas de viejos envases, para que le sirviera de fresquera o despensa y tenerla más a mano que la bodega.
El señor cura no pisaba mucha uva, elaboraba el vino indispensable para la casa y el necesario para el desarrollo de su sacro ministerio. Solía comentar sin mucha convicción, y siempre que se le presentaba la ocasión; del morigerado consumo que hacía del mismo. Entre los documentos que me han servido para esta narración, no poseo ningún apunte gráfico de don Luis que me pudiera indicar por sus facciones, si era sincero o no en tal aseveración. Lo cierto era que por mucho mosto que envasara, siempre a mediados o finales del mes de julio tenía que comprar algún que otro garrafón de vino, para llegar garrapateando al insufrible aguapata de finales del verano.
A la trémula luz del farolito, don Luis rellenó la jarra y echó un vistazo al perfil del fraile de cartón recortado que con la vara y medio tocado con su capucha, impasible; indicaba el tiempo que haría al día siguiente. Lleno de polvo secular, colgaba junto a la lámina de un viejo almanaque con la imagen de Santa María Egipcíaca, que en milagrosa aparición al abad Zósimos: aparecía sobre un idealizado desierto repleto de suaves dunas y mariposas descoloridas.
La inquebrantable fe del presbítero se manifestó espontánea con un murmullo que pareció ser un rezo, salió del recinto, y trancando la puerta tras de si, dudó por un instante a quien le había dirigido la súplica, si a la Egipcíaca, al Abad Zósimos o al Monje del Tiempo que en aquel momento pronosticaba tiempo revuelto. Pesaroso se llevo la mano a la frente y se santiguó confundido ante aquella duda y menos cuando ésta llegaba en momentos que consideró los menos adecuados para titubear sobre los santos y sus resultas milagreras.
Aquella noche, durante la cena, don Luis Duarte comentó con la fiel sirvienta sus impresiones sobre los hechos ocurridos aquella tarde y Basilisa gimió de amargura pensando en lo que pudiera sobrevenir en las horas siguientes.
Fue sobre las nueve de aquella infausta noche, cuando se sintieron los primeros temblores, los platos del locero se movieron con desordenado estrépito; emitieron un sordo tintilineo, a la vez que varios hilos de tierra bermeja caían de entre la tablazón del techo. Un profundo resoplido, pareció surgir bajo sus pies, al mismo tiempo que a las sillas donde el clérigo y su ama rezaban sentados, pareció entrarles el mal de San Vito. – ¡A la era! – grito el cura al tiempo que se abalanzaba sobre la puerta. Al cabo, se encontraron los dos en medio del pulido empedrado y a la intemperie, bajo un infinito cielo tachonado de estrellas que se movían sin tino ajenas a la tragedia que se fraguaba en aquella atormentada geografía. La contemplación de aquel baile de luceros y el violento zarandeo de la tierra, los dejó en tal estado de aflicción, que después que pasaron aquellos interminables segundos, permanecieron un buen rato en silencio intentando asimilar aquel desorden geológico.
La calma pareció volver a reinar en el lugar. Entraron en la casa y Don Luis Duarte, decidió subir al sobrado donde dormía encomendándose a todos los santos que hubieran sido y tuvieran potestad de interceder ante las violencias telúricas desatadas. Ya en su cuarto, contempla como el viejo catre de viento se habían desplazado hasta el centro de la habitación y los cuadros de las paredes y los portarretratos de la cómoda aparecían los unos torcidos, y los otros tirados por los suelos con los cristales hechos cisco. Arregló un poco el desorden y se acostó vestido, por si tenía que salir corriendo ante una nueva convulsión.
Durante la noche, don Luis chapoteó en aquel húmedo ambiente de la noche, mientras un irrespirable tufo a azufre parecía emanar de la zona de las peñas situadas al poniente de las casas. Un agudo escalofrío le recorrió la espina dorsal y se le clavó en aquel rincón del alma donde se concentran todos los atávicos terrores del ser humano.
Aquella noche soñó con criaturas diabólicas; demontres disfrazados de sátiros recubiertos de fulgurantes escamas venenosas y cuernos aguzados como espuelas que se clavaban sin piedad en otros demonios blancos, que a su vez huían despavoridos.
Despertó de madrugada bañado en un caldo de sudor sulfuroso que le hizo abrir el ventanuco para intentar respirar profundamente. Se sentía exhausto y el aire espeso donde flotaba aquel intenso olor a demonios, le hizo evocar los sueños y pesadillas de la noche.
Intentando borrar de su mente aquellos malsanos sueños y pensamientos que le torturaban, bajó a la cocina en el momento en que Basilisa prendía la lumbre y trajinaba en la preparación de los cuajos de la leche, iniciando así las labores domesticas inherentes con la rutina de su trabajo. No dijo palabra, se arrimó a la lumbre y puso al fuego un cazo con leche que dejó hervir unos momentos. Luego, revolviendo el blanco liquido con el gofio mixturado del país, hizo una rala a la cual arrequintó un viaje de coñac que revolvió nervioso y lo acerco a la mesa donde pensativo: lo engulló con avidez.
Aunque la angustia también se reflejaba en la cara de pandero de Basilisa, ella, permanecía firme en sus quehaceres. La pobre mujer, en cómplice silencio con la terrorífica noche; se mantuvo en vela mientras oía los lamentos e imprecaciones del señor cura en sus sueños, que la arrullaban en la entrevela los vientos hediondos que le auguraban nuevas convulsiones.
En los alrededores de la hacienda, habían surgido tres fumarolas venenosas que rebufaban con siniestro bramido. La situación se hacía insoportable, el sol surgía de entre los celajes de la mañana que huían veloces hacia el Sur en alocada carrera sin retorno. El clérigo Duarte estudió la situación e intuyendo que de nuevo surgían del centro de la tierra los rugidos de aquel león dormido que se desperezaba impaciente, instó a sus sirvientes a que se aviasen en los trabajos de preparar la partida del lugar por razones que no tenían vuelta de hoja.
La tierra – sentenció el cura, – necesita escupir sus entrañas, y es por esta Capellanía por donde paradójicamente parece que van a salir todos los demonios en tropel. Por mis tierras, – pensó el cura-, por estos ingratos parajes donde me he dejado media vida.
El bramido ensordecedor del magma abriéndose paso hacia la superficie, heló la sangre de los que se habían congregado en las faldas de Tamia.
A media tarde; ardieron los pajeros de la era, que se agrieta. La tierra empieza a escupir lava. Don Luis Duarte con su gente y a salvo en aquella loma cercana, ve como el incipiente cráter va creciendo y ensanchando su negra boca. Impotente; bañado en sudor y llanto, observa aterrado como todo su patrimonio desaparece entre corrientes de lava y toneladas de lapilli incandescente. Sic transit gloria mundi, -dicen que se le oyó musitar-.
En carta manuscrita fechada en noviembre de 1824, relata Don José Cabrera Carreño, (cura párroco en aquellos años del pueblo de Tinajo,) los acontecimientos volcánicos acaecidos hace ahora 179 años. Fue tío carnal de quien fuera mi tatarabuelo paterno; José María Cabrera-Carreño Betancort, quien; un año después de aquellos sucesos, cruzó las todavía calientes lavas del volcán de Tao, para establecerse en Tinajo con doña Francisca Dominga Tejera Cabrera con la que había contraído matrimonio el once de Agosto de 1825 en la Iglesia del Señor San Roque de Tinajo. La ceremonia fue celebrada por el accidental cronista de aquella erupción el mencionado reverendo don José Cabrera Carreño.
Con mucha osadía he pretendido recrear en este intrascendente aniversario, aquel trágico acontecimiento poniendo algo de imaginación en el asunto y solo por el puro placer de contarlo a los que hayan tenido el gusto o el disgusto – nunca se sabe, por experiencias anteriores – de leerlo.