La infructuosa aventura de Don Fructuoso Perdomo (I)

Por Agustín Cabrera Perdomo

En aquella destemplada tarde de finales de octubre, los chamorros hicieron su repentina aparición volando inquietos a ras del suelo. Con la misma prontitud que aparecieron se marcharon sin saberse a donde ni el porqué de aquellas prisas voladoras. Decían los » pernósticos» del pueblo, que era ésta señal inequívoca de invierno de abundantes lluvias, de aguas de correr, de destrozos por barranqueras en arenados y gavias. También esa tarde; los cielos mostraban celajes que por su configuración predecían como mínimo un cambio de tiempo.

El humo de la quema de rastrojos en los campos ascendía casi en vertical y si llovía durante la Luna de octubre, sería año de seguras precipitaciones pues como decía y dice el refrán: la Luna de octubre, siete lunas cubre. Estas observaciones acumuladas durante siglos en la memoria del pueblo, eran indicios y señas que don Rafael Perdomo observaba con atención desde la era; mientras que con la ayuda de sus hijos preparaba las alcogidas de las maretas y aljibes, sacando a paladas la tierra bermeja decantada en las coladeras de dichos depósitos ya casi vacíos del indispensable líquido. Su todavía aguzada vista observaba y contrastaba aquellos presagios con los recuerdos de generaciones y de toda su vida como agricultor sacrificado y maltratado por una «planeta» que casi nunca respondía propicia a los desvelos y trabajos de su cuerpo cansado de tanto doblar el «quejó»sobre sus queridos predios y terrazgos.
Doña Francisca María; su mujer sentada en una vieja media fanega puesta al revés y sobre un burdo cojín de arpillera relleno de camisas de millo, -de las blanquitas, de las del centro de la piña,- apartaba y escogía la fruta pasada colocándolas de una en una en cajillas de madera para su mejor conservación, lo mismo había hecho con los higos porretos, con los racimos de pasas que ya había desengansado y guardado cuidadosamente en unos tarros de cristal que en su día se habían traído de la lonja de ultramarinos que llevaba su hijo Fructuoso y que estaba a punto de echarle el cierre pues lo más abundante que tenía en ella eran libretas de dos rayas con las cuentas impagadas de los pocos vecinos que quedaban en el caserío. Sufría la isla casi cinco años de una seca sin precedentes recordados, » ni pa las contribuciones» -se quejaba en balde el personal- habían sacado durante aquel lustro de escasez y miseria. Varios viajes al mes a La Villa, con el propósito de traer un un par de barriquitas de agua, que había que pagar a toca teja si no habías contribuido a la limpieza de la vieja Gran Mareta, que apenas ya, le quedaba un enfangado charcón. Cuando no; con los camellos a los nacientes de los bajos del Risco de Famara, donde manaba un agua demasiado rica en sales adquiridas en su milenario descenso a través del basalto desde las cumbres del majestuoso macizo hasta los mencionados alumbramientos de su base. Se cuenta de aquellas épocas, que en los hogares más humildes, se pasaba el agua del sancocho de una casa a la otra, que los camellos comían pencas de tunera picada y ramitas de higueras por lo cual no necesitaban darles de beber, las baifas se soltaban en la costa y eran recogidas algo flacuchas pero vivas por sus dueños a finales del estío, los burros sueltos en Caldera Blanca donde milagrosamente sobrevivían comiendo coscos y barrilla. Así había transcurrido aquel verano que ya tocaba a su fin al mismo tiempo que renacía la esperanza de ver la tierra empapada y las gavias desaguando a los barrancos. Soñaban todos con ver de nuevo el Marrubio tiñendo el mar de marrón clarito.
Antes que llegaran las previstas y ansiadas lluvias, su hijo mayor, Fructuoso Perdomo con el pretexto de ir a Canaria para unas compras de semillas y alguna que otra mercancía para la lonja, se despedía de los viejos con un lacónico -hasta la vuelta padres- y que doña Francisca, su pobre madre sospechó al instante que el regreso a casa de su hijo mayor se iba a demorar algo en el tiempo.
Su instinto de madre se lo susurró al oído, pero se calló la boca y se «resongó» dos o tres cuentas del Rosario que tenía entre sus manos y que rezaba en ese momento. Tragando saliva, le pregunto a su hijo el porqué llevaba tanto gofio y tanto porreto, si su estancia en Canaria no iba a demorarse mucho tiempo.-Es que llevo algo por si me sale algún trueque madre-, contestó. Luego; cariñosamente le dio un silencioso y largo abrazo pidiendo respetuosamente a su padre la tradicional y paternal bendición. El camello que había permanecido «tuchido», e indiferente ante aquella despedida, con el equipaje y los víveres sobre su joroba, emprendieron sin más demora el polvoriento camino que llevaba hasta El Puerto. A las tres horas de andar llegaron a las estribaciones de montaña Mina, Arrecife se adivinaba entre remolinos de tierra bermeja que apenas dejaban ver el capirote de la torre de La Iglesia de San Ginés. En media hora cruzaron el río de jable que arrastrado por la fuerte brisa del Nordeste a través de los campos de batateras y que alimentaba con su aporte de fina y dorada arena la gran cadena de playas de la costa Suroriental de la isla. Llegaron a su destino y sin pararse a refrescar el gaznate en La Florida, porque según decían: «el barco se espera en la playa» se dirigieron, enfilaron al Reducto donde descargaron el matalotaje que los perrillos callejeros olían hambrientos su contenido. Una vez acabada la faena y dándole las gracias se despidió con disimulada complicidad de su amigo Eustaquio Lemes, vecino del pueblo que le había acompañado desde el pago de Soo y a quien había contado en secreto sus pretensiones aventureras. El amigo Lemes emprendió raudo el regreso con la disculpa de querer llegar con la luz del día al pueblo y eludir así a los malos espíritus que se le aparecían a los caminantes a las entradas y salidas de los pagos por los que pasaban. Eran supersticiones ancestrales que se trasmitían generación tras generación hasta que llegó la electricidad al último rincón de la isla y se esfumaron aquellos diablos y diabletes de los caminos.
El «playero» permanecía fondeado frente al Reducto, la actividad en la orilla era incesante, camellos, carros, carretones y gentes de toda condición; trabajadores, estibadores y una multitud de curiosos y a veces endilgados personajes congregados para la despedida del único lazo de unión que mantenía la isla con el resto del mundo. Al rato comenzó el desembarco de los pasajeros, lo hacían en botes a remo tripulados por recios marineros que al llegar a la orilla, tenían que llevar a los viajeros a horcajadas hasta ponerlos sanos y salvos en tierra firme. La operación volvía a repetirse pero a la inversa y de los primeros en embarcar fue Fructuoso quien no permitió que lo llevasen al bote a pelo, se «arremangó» los calzones y llegó hasta el bote que en rápida travesía llegó hasta el «Correíllo» al que abordó trepando con agilidad por la escala. Una vez instalado a bordo y su equipaje bajo su cuidado, se «dibruzó» en el bauprés de babor a la espera que el inminente bocinazo avisara de la partida del «Raudo» pretensioso nombre que habían asignado a aquella cochambrosa reliquia de la Marina Mercante. Fructuoso sintió como «avante poco», el navío ponía rumbo al Oeste y también a medida de que los tonos ocres de su querida tierra, se iban difuminando junto con aquella su última tarde en la isla de su nacimiento y juventud. Al tiempo; que una húmeda cortinilla velaba su mirada al recordar a sus viejos, sus pobres viejos: no dejo ni un momento de sentirse culpable y se prometió a si mismo volver cuando hubiese conseguido su propósito de hacerse con posibles y darles una vejez digna para acompañarles en la que sería la última fase de sus vidas.

Continuará

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