Por Agustín Cabrera Perdomo
La imponente figura del Nord América, amaneció aquel jueves en el Puerto de la Luz, penúltima escala del airoso navío en su viaje a Buenos Aires y otros puertos de Sudamérica. La ligera brisa hacia flamear la bandera italiana en el mástil de popa, el estruendo producido por la cadena del ancla de fondeo, se confundió con el tráfago que había ido cobrando el puerto en su frenética actividad comercial.
Desde la noche anterior, Fructuoso había preparado su exiguo equipaje que consistía en una vieja maleta de madera en la cual había metido el traje gris marengo de los entierros y Funciones religiosas en honor del Santo Patrón de su pueblo y que ya su recuerdo, le parecía muy lejano en el tiempo. Llevaba lo imprescindible en cuanto a vestuario, este se limitaba a cuatro camisolas blancas, tres o cuatro mudas y un par de pantalones de dril que ocupaban el fondo de la valija, el resto del espacio estaba destinado a las viandas de las que había hecho acopio y que le iban a servir de complemento alimenticio pues desconocía la cantidad y calidad de las comidas de a bordo.
Aquella radiante mañana del placentero otoño canario, don Fructuoso bajaba la renquean te escalera que le había llevado a la azotea del edificio, desde donde había observado la arribada del navío de la Navigazione Generale Italiana: LA VELOCE, y que iba a ser su residencia durante casi dos semanas de viaje a través del Atlántico. El Nord América tenía prevista la salida para las 16,00 horas y a eso de las doce se despide de don Isaías y familia con la que había entablado una cordial amistad,-ya me pagarás cuando vuelvas millonario- le dijo don Isaías dándole un abrazo de despedida.
Antes había preguntado por el paradero de Anselmo y Pepe Quintero, de los cuales hacía cuatro días que no sabía nada de ellos. Habían desaparecido como el humo después de que hablasen de los planes para su embarque clandestino. Las últimas palabras de Anselmo fueron: -nos veremos a bordo-.
Fructuoso cruzó la explanada de Santa Catalina y se dirigió a la Marquesina, de donde salía las lanchas para embarcar al pasaje. El navío había hecho carbón, agua y otros suministros estando listo para zarpar a la hora establecida. El Nord América desplazaba unas cuatro mil toneladas, 90 pasajeros en primera clase, 100 en segunda y 1.223 en tercera, estos últimos eran alojados, casi hacinados en los entrepuentes y las cubiertas, mujeres y niños a una banda y los hombres a la otra. En Las Palmas, embarcaron unos cuatrocientos emigrantes que en el momento de levar anclas, saludaban a familiares y amigos que agitaban sus brazos desde tierra.