Por Agustín Cabrera Perdomo
Marco Zanetti resultó ser más generoso de lo esperado. Erasmo Capote con sus compañeros y con la colaboración de Fructuoso durante aquellas sesiones musicales en la toldilla de popa y como tenían planeado; despertaron en el italiano un interés inusitado por el folclore canario. El grupo se había reducido al trío Palmero, Fructuoso y Rafael. Erasmo Capote era el único que sabía interpretar lo escrito en los pentagramas que había aportado Marco Zanetti, de las últimas canciones de los compositores italianos de finales del siglo XIX.
Era él quien llevaba la voz cantante, esto es un decir pues quién iba a interpretar aquellas románticas canciones era el gambusero, que resultó tener una impresionante voz de castrato, de la cual no hacía gala, pero que al iniciar los primeros compases del «O Sole Mío», el ataque de risa que le sobrevino a Rafael estuvo a punto de dar al traste con el proyecto, un codazo oportuno de Fructuoso al abdomen del canario, interrumpió la carcajada del rásquense de San Nicolás, truncándole la risa en un gesto de dolor que fue lo que salvó los papeles del guión minuciosamente planeando por Fructuoso y compañía. Aquella voz de contraalto, no estaba acorde con el cuerpo de aquel hombretón, que con el acompañamiento de la guitarra y con la bandurria ejerciendo de mandolina, habían logrado que Zanetti terminara su interpretación con una sonrisa hasta las orejas y un aplauso cerrado de los presentes.
Marco Zanetti, era conocedor de las escasas proteínas en los menús servidos a la tercera clase y que sus secuelas reflejaban con claridad los rostros de sus nuevos amigos. Dispuesto a subsanar aquellas carencias, decidió dar orden a cocina para que les diesen un suplemento alimenticio con la debida cautela o discreción ante el resto del pasaje y que ellos repartían solidariamente a los inquilinos del bote de salvamento que les servía de escondite y que ya casi tenían síntomas de escorbuto. Faltaban pocos días para la arribada a Buenos Aires y con aquellos aportes extras de proteínas y vitamina C, esperaban que recuperarán las fuerzas y los ánimos suficientes para poder desembarcar sin levantar sospechas en la tripulación.
Durante los días que quedaban de travesía, aquel singular trío musical había mejorado la interpretación de la música napolitana con gran satisfacción para los cuatro protagonistas y los dos conseguidores, aquel lirismo tan poco habitual a bordo no tardó en llegar al puente de mando, el capitán; al enterarse de aquellas veladas musicales quiso conocer y oír personalmente aquel -según le dijeron-nostálgico aunque reducido repertorio y los mandó llamar al puente. Allí se presentaron en la tarde con sus instrumentos. Como espectadores figuraban el Capitán, el primer oficial, el timonel y un accionista de la naviera La Veloce, dueña del navío y que viajaba con su señora, una veneciana asidua a las representaciones de La Fenice y que había mostrado interés por escuchar la voz del gambusero, que ya se había hecho popular entre el pasaje y la tripulación.
Cuando el señor Zanetti atacó con un virtuosismo inusitado los primeros compases de «Vorrei moriré», al capitán le ocurrió lo mismo que al canario de San Nicolás y fue en esta ocasión la señora del directivo de la naviera quien solo con la mirada impuso al capitán silencio y respeto por el artista. Las tardes-noches de los cuatro días que faltaban para concluir el viaje, mostró Zanetti su portentosa voz de contraalto, esta vez acompañado al piano por la señora del accionista, de la cual no recuerdo su nombre en este momento. No dudo que fueran un éxito sus actuaciones y nunca supimos el porqué de aquella voz y que por lo manifestado por el mismo y su origen napolitano no había pertenecido cuando niño al coro de voces infantiles del Vaticano.
En la madrugada primaveral de aquel nueve de noviembre, las luces de Montevideo se hicieron visibles por la amura de estribor para aquellos madrugadores que habían subido a cubierta antes que saliese el Sol. Entre ellos estaban Fructuoso y Rafael preocupados en demasía por la suerte que pudiesen correr sus compatriotas del bote salvavidas a la hora del desembarque. La visión de la remansada y amplia desembocadura del Rio de La Plata, en vez de serenar los ánimos de aquella multitud que se agolpaba en cubierta y que por la falta de espacio y la ansiedad provocada también por la incertidumbre que les deparaba el futuro inminente, produjo entre los más impulsivos algunos conatos de trifulcas por un quítate tú que yo llegue primero y otras minucias que no se habían producido durante el largo viaje. A medida que el navío se acercaba al espigón, auxiliado por dos remolcadores, los ánimos se fueron serenando. Sin aclarar el día nuestros tres héroes, habían abandonado su refugio, ayudados por la obscuridad y se habían mezclado con los más madrugadores portando su exiguo equipaje que consistía en una maleta de madera de pino por cada uno de ellos. La desnutrición sufrida durante aquellos días, había dejado huellas visibles en el rostro de los tres aventureros, aunque con su aspecto semi cadavérico se podían contar centenares de aquellos emigrantes que habían dejado las islas esperando un futuro mejor para ellos y sus hijos.