Por Agustín Cabrera Perdomo
Al amanecer estaban ya en las afueras de Canelones, habían pasado durante la noche muy cerca de Cerrillos, pero los caballos no se pararon en dicho pago, no estaban enseñados para tanto y al no conocer que ese enclave era el punto de destino de al menos uno de ellos y pasaron de largo. Ya en Canelones preguntaron por la situación de Cerrillos y allí les dieron todas las indicaciones para que después de un breve descanso de jinetes y monturas, pudiesen reemprender el camino con la luz del día y llegar con ella a su incierto destino.
Después de tres días a pie y a lomos de caballos, Fructuoso y Manuel estaban de mírame y no me toques, les dolían hasta las uñas de los pies, pero por fin había llegado a su destino. En la primera pulpería que encontraron, pidieron referencias del tío José Domingo Perdomo, aquel hermanastro de su padre del cual Fructuoso solo conservaba unos vagos recuerdos de la infancia. En aquella tienda de abastos, lo conocían así como a toda su familia, pues periódicamente – les dijeron- que solían venir a abastecerse de algunos productos de primera necesidad. Allí pues, les dieron razón del lugar donde habitaban y que cultivaban una gran extensión de terreno adquirida a base de trabajar duro y a las buenas cosechas recolectadas. Sobre las tres de la tarde, tenían a la vista el ranchito, rodeado de extensos cultivos de millo en plena sazón y listos para recoger y en los cuales se veía frenética actividad humana en dicha la tarea recolectora. En la amplia era también reinaba la misma frenética voluntad que en los campos, Fructuoso observó y escucho el familiar ruido de las desgranadoras de maíz, accionadas manualmente, le era familiar el ruido porque eran iguales a una igual a la que don Claudio Cabrera había llevado a Tinajo desde Cuba, cuando regresó después de varios años de ausencias. El señor José Domingo, desde el porche de la casa, observó la llegada de los dos extraños y se dispuso a darles la bienvenida. Se palpó el facón de la cintura y se acercó a los recién llegados, nunca se sabe y ser precavido era una enseñanza que la experiencia le había dado la dura vida en aquellas tierras. Los cansados jinetes desmontaron y Fructuoso adelantándose a Rafael, vio a la perdomada reflejada en la faquía del que intuyó su pariente, y se dirigió a él con decisión. La reacción del viejo J. Domingo
Perdomo, fue recíproca; al cruzarse sus miradas supo el viejo que la sangre que corría por sus venas procedía de una misma médula ancestral. ¡-Hola sobrino-! -dijo el viejo estrechando la mano de Fructuoso-, este no daba crédito a lo que estaba pasando y así lo manifestó ante su desconocido hasta ahora medio tío. Después de las presentaciones al resto de la familia, entraron en la casa y departieron durante horas. El recién llegado puso al corriente del otro las vicisitudes del viaje y noticias del estado de la miseria en que se encontraba la isla a causa de las implacables sequías y la sangría por las contribuciones abusivas del gobierno de turno. El hijo mayor después de los saludos les dijo – ¿los jamelgos son del Turco no?. Asintió Fructuoso narrándole lo que les había acaecido con aquel ocurrente sin vergüenza. Rómulo les aconsejó que los soltaran, así se evitarían problemas y ellos encontrarían el camino de regreso hasta Paysandú.
Componían la familia Perdomo Berriel, siete miembros más; cinco varones y dos hembras, todos viviendo bajo el mismo techo y trabajando las fértiles tierras de la zona. A la hora de la cena, cada uno de los miembros de la familia y los invitados ocuparon su sitio a la mesa del vasto comedor, presidida por el tío José Domingo, que sentó a su derecha a Fructuoso, a su izquierda a doña Rufina su mujer seguida de la mayor de las hijas, una preciosa joven que solo con resbalar su mirada por el rostro de su primo, el rubor le había encendido la cara como una brasa, como la rojez incandescente que producía una cepa de las parras del piquiento volcán de Las Quemadas. Fructuoso sintió que el calor de aquellas brasas le invadía el pecho con una sensación nunca por él, hasta ahora sentida. Al contrario que a su prima a Fructuoso el rostro de tan blanco; se le volvió transparente, tanta fue la transparencia que fue como un libro abierto ante todos los comensales de aquella improvisada cena familiar. Fue aquella mirada para Fructuoso, algo maravilloso que no podría olvidar a lo largo de todas sus infructuosas aventuras. Ante aquella repentina emoción que pareció desgajarse de las musculosas fibras de sus aurículas, fue por lo que entró nuestro hombre en un profundo éxtasis seguido de un placentero vahído amoroso, cosa que preocupó a los anfitriones y que él, repuesto un poco de aquella placentera fatiguilla, intentó disimular achacándola a las peripecias del viaje.
Aquel flechazo amoroso, no pasó desapercibido para los padres de la criatura que vieron con agrado aquella posible relación y que aunque hubiese que recurrir a la dispensa episcopal, para un posible casorio, él se vio rodeado de una futura prole correteando por todos los rincones de la casa antes que le tocará a él y a Rufina pasar a la otra mejor pero incierta ida.
Continuará si la autoridad eclesiástica y civil no lo impide.