La tradición perdida (II)

Por Agustín Cabrera Perdomo

 

Cuando la noche con sus sombras y misterios desdibujaban poco a poco los contornos de las blancas casas de Tinajo, en algún lugar elegido por el destino, comenzaban a congregarse algunos vecinos con la intención de salir a comunicar al resto de sus paisanos la mala nueva de que en la noche o el día anterior alguien, había pasado a mejor vida.

Eran los avisadores nocturnos, eran los mensajeros locales de la muerte. Armados con palos o recias latas de pastores se desplegaban por caminos y veredas para llevar hasta la última casa del pueblo su triste mensaje de dolor.
Con aquellos garrotes que previsoramente llevaban para amedrentar a perros y posibles espíritus errantes. – Hubo uno muy activo que salía en la época del aguapata y al que llamaban La Burra Blanca- ejercían su triste cometido, aporreando puertas o ventanas. Después de los avisos dados de forma tan peculiar y contundente, se aguardaba la «contesta» y si no les llegaba, comunicaban a gritos las referencias del infortunado fallecido.
A medida que avanzaba la noche, los sonidos guturales de los recaderos crecían en la misma proporción con que el recio vino tinajero, les iba aclarando los gaznates. Aquella inesperada y desproporcionada mensajería a voz en grito rasgaba el húmedo silencio de la madrugada provocando en los pacientes vecinos enormes sobresaltos. El dueño de la casa, persignandose con un gesto nervioso, mascullaba entre dientes una imprecación y asomando la cabeza por el postigo les daba el enterado y se volvía
a la cama diciendo: ¡Que Dios le haya perdonado!,
Para el «familiaje menuo» que dormía en las habitaciones que daban al camino, el chijo que les producía aquel acontecimiento inaudito, se prolongaba algo más, ya que a través de las rendijas de la ventana, temblando de miedo y frío, seguían la retirada de aquellas tambaleantes sombras en la penumbra de la luna menguante y que su imaginación desbordada agrandaba y convertía en seres venidos de sabe Dios donde.
Cuando repuestos del primer sobresalto, intentaban aguzar el oído con la intención de recordar al día siguiente quien había sido el infortunado mortal al que la Parca había elegido esa noche, solo llegaban a percibir un confuso fárrago totalmente indescifrable que se alejaba por el camino y apagado a su vez, por el aullido del viento al pasar entre las viejas tuneras del cercado y el ladrar desesperado de todos los perros de la vecindad.
Aquellas violentas interrupciones del descanso y el sueño, fueron costumbre por estos pagos hasta no hace muchos años y aunque no soy partidario de que las costumbres se olviden o se pierdan; ésta concretamente, creo que estará mejor en el recuerdo intimo de los que la sufrimos, o en el Cementerio de las Costumbres Perdidas y quede allí guardada para siempre o en la memoria de la sabiduría popular.
No sería justo terminar este recuerdo escrito, dando la impresión que los integrantes de aquel servicio de emisarios de óbitos y exequias fueran a desempeñar su cívica y humanitaria labor, afectados por los vapores de los sulfurados caldos del lugar, hecho que podría dar a entender esta narración al describir la facilidad con que aquellos voluntarios mensajeros perdían el control sobre el vigor que daban al palo avisador sobre las precarias carpinterías de las casas tinajeras.
La mayoría fueron sin duda, solidarias gentes de buena fe, que haciendo el enorme sacrificio que suponía el andar toda la noche avisando infortunios, pensaban del mismo modo y que algún día les sería devuelto el favor de la misma manera. Pero no, las cosas han cambiado mucho desde entonces.

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