Por Agustín Cabrera Perdomo
Tenía tanta gracia, que solo con mirarle a la cara te entraban ganas de reír. No solo era su gracejo innato lo que mejor caracterizaba al personaje de este surrealista relato, poseía además la facultad de haber sabido vivir y de haberlo hecho de puro cuento durante gran parte de su alegre existencia. Transitar así por la vida, sin dar palo al agua e intentar hacer creer lo contrario, no hay duda que tiene un discutible mérito.
Él mismo contaba con detalle y una irónica sonrisa; que había quemado parte de su juventud ahoyando media Geria para plantar parras de malvasía e incluso el haber levantado los «socos» de piedra para protegerlas del viento. Repetía la misma historia con un cortijo en las orillas del volcán que le había legado como mejora testamentaria su abuelo paterno, sin duda por todo lo que Beltrancito -así le llamaban – lo hizo reír durante parte de su vida, hasta que lo mató de un ataque de risa un último cuento sobre la limpieza de un aljibe en las cercanías del caserío de Soo. Este es el cuento que produjo las terribles consecuencias en la salud del risueño abuelo.
-Con el tiempo medio revuelto, seño Frasco Rojas y su mujer Rafaela Tavío, salieron temprano con dirección a un cercado que tenían en «el jable», con intención de arreglar las acogidas y limpiar el barro seco y ya cuarteado del fondo de un pequeño aljibe que recogía el agua de un reseco barranquillo, cerca del lugar donde llamaban El Llano de Las Brujas. Al pasar por delante de la cantina del caserío de Soo, el señor Frasco se percató de que allí se estaba jugando una partida de cartas, «a la virada arriba». El hombre se calló la boca y siguió caminando aunque su mujer se apercibió, que su marido había empezado a andar algo más diestro. Llegados al lugar señor Frasco le dijo a la mujer: -mientras yo limpio la «colaera», tú le echas un barrío a «lahlibe» por «drento».- Se las arregló el viejo para guindar a la mujer al fondo de la misma, y con el pretexto de que no tenía tabaco le dijo que iba a por él a la cantina. -no tardo «na» mujer- , y abrió válvula pa desandar el camino y no dar opciones de protesta a su mujer. Nada más llegar a la cantina, «seño» Frasco quedó pegado a la baraja y cuando había pasado una hora larga, una repentina e impresionante tromba de agua caía sobre la comarca con tanta intensidad que los barrancos empezaron a correr; primero con un hilo de agua canela que rápidamente se transformó en un pequeño torrente. Cuando «seño» Frasco vio aquel «estampío» de agua, salió a la carrera pensando que su mujer se estaría ya «ajogando» pues se acordó que la había dejado amontonando el barro ya seco del fondo de aquella maretita obrada. Señor Frasco, calado hasta los huesos se alongó por la puerta «lahlibe» y divisó la cabecita de Rafaela en la esquina donde estaba la poyata, de puntillas en la misma y con el agua llegándole a las orejas. La pobre mujer ya no podía gritar porque como abriera la boca se le llenaría de aquel preciado líquido que tanto se hacía de rogar en caer del cielo. Beltrancito hizo una estudiada pausa y al abuelo se le abrieron los ojos que pareció que se les iban a escapar de sus órbitas, – Beltrancito, cuéntame qué pasó no me dejes así, ¿qué le pasó a la vieja Rafaela? -Na, los vecinos que enterados del caso fueron allá arriba a ver lo que pasaba encontrándose a seño Frasco que iba a pedir ayuda al pueblo y les dijo: -traigan los camellos, traigan los camellos que hace meses que no beben y pónganlos a abrevar por la boca del poniente que en media horita desgotarán parte «lahlibe» y escapamos a la vieja. Cortaron la entrada de agua del barranco y los camellos como jorobadas bombas de achique, pusieron a salvo a Rafaela, la cual; recuperada su capacidad de hablar y libre de que se le anegara la boca de agua, se degañitaba gritando maldiciones a su marido: -¡aonde está ese jodio cabrón barajero!,-¡ Si salgo de esta lo voy a tener a pejines secos un año entero!. Por ese tramo llevaba don Beltrancito el cuento a su abuelo y fue entonces cuando se dio cuenta que el viejo se estaba poniendo del color de los habitantes del Sahara, pues; una catarata de carcajadas le impedían meter aire en sus pulmones. El silencio que produjo el inusitado «acabose» de aquellas irrefrenables risas, preocupó al muchacho que vio como su abuelo había traspuesto feliz y contento a cultivar malvas con la boca llegándole a las orejas.
Con cuentos como ese, se había don Beltrán Figueroa asegurado parte de su futuro como terrateniente de la jurisdicción de Tinajo, emulando así a don Gaspar de Bethencourt, dueño y señor de aquellos terrazgos a quien don Agustín de Herrera y Rojas había favorecido en el siglo XVI, cediéndole la dicha y sufrida entonces Jurisdicción Tinajera.
En esa situación social, fue cosa fácil en aquellos tiempos trabajar y divertirse al mismo tiempo, pues con golpes de fortuna como ese, se decantó por lo segundo e inclinó la balanza hacia ese lado sin dudarlo y por ser una de sus aficiones que se le daban mejor. Así había transcurrido la vida de este singular personaje que por otra parte fue prototipo de una época donde el trabajo duro era para las clases menos afortunadas y en los señoritos «de bien» estaba hasta mal visto verles doblar el espinazo. Otros venturosos cúmulos de circunstancias favorables habían marcado su placentero y divertido paso por esta vida, que no fue otro sino el de gozar de la misma como un petudo y de paso hacer feliz a mucha gente con su buen humor, generosidad y ocurrencias. Nacido en una familia con posibles, su padre hombre medianamente ilustrado lo mando interno a un colegio de Las Palmas y allí paso cuatro larguísimos cursos sometido a la férrea disciplina de una orden religiosa que como él decía -no me quiero ni acordar-. En aquel internado ya destacó nuestro hombre por su displicente buen humor y gracejo y donde por aburrimiento sacó el bachillerato elemental para que, -según los deseos de su madre- estudiara para Maestro de Escuela.
En una ocasión le oí contar sus andanzas colegiales y cuando llegaba al capítulo de la manduca, del papeo alimenticio; te podías morir de la risa. La materia prima fundamental en los fogones de aquel Templo de Enseñanza, -decía- eran los «trompitos»; al almuerzo garbanzos, no un día determinado de la semana sino todos los días de la semana y durante todos los días de los meses que duraba el curso. Del menú de la cena decía que ya no se acordaba en qué consistía, pues el desmayo con el que llegaba a sentarse a la mesa era tal, que de aquello que le servían no podía recordar de que se trataba por muchos esfuerzos que hiciese, si era pollo, conejo o carne de cabra mocha.
Desde La Vegueta, en el Correíllo de los viernes una vez al mes, su padre le mandaba un cuartillo de gofio de millo y una cajita de higos porretos o pasados, con lo cual Beltrancito hacia sus negocios con un compañero al que a su vez la familia le hacía llegar una ristra de chorizos de Teror, una lata con bizcochos de Moya y alguna que otra vianda de chacinería, variando así la rigurosa dieta a legumbres a que era sometido el alumnado interno de aquel colegio que repartía castañas una vez al año por no sé qué milagro había hecho su fundador. Otra de las triquiñuelas empleadas para conseguir algo extra que llevarse a la boca, era la de convencer a dos chicos saharauis, que por méritos de sus padres, por su cooperación con los militares españoles que se asentaban, en las antiguas provincias del Sahara Hispano, tenían el dudoso privilegio de optar a un plato extra y mejor elaborado que aquellos cotidianos garbanzos de los cuales, en su mayoría tenían inquilino dentro que se comían precisamente las pocas proteínas que aportarían a su organismo en pleno desarrollo juvenil. Cuando Beltrán veía que el plato traía algo parecido a la carne, la sentencia de éste casi siempre era inapelable: ¡¡jalufa paisa!!, mientras le retiraba el plato al moreno muchacho que se quedaba a dos velas. Nunca dijo como terminó aquel descaro propio del ingenio y la cara dura de la que a veces hacía gala don Beltrancito, pero supongo que la familia de los chicos vería con sorpresa, que cuando estos llegaban al Aiún, estaban más flacos que un podenco abandonado por algún desaprensivo.
….Continuará……Es una amenaza.