Por Agustín Cabrera Perdomo
Cumplimentados sus estudios de Maestro de Instrucción Pública y ya hecho un hombre, nuestro jovial protagonista llegó a La Vegueta a principios de aquel verano de un indefinido año de la década de los treinta. Después de los saludos, entre risas y fiestas, -no podían ser de otra manera tratándose Beltráncito-, el cual para todos y cada uno de los presentes tuvo una ocurrencia, un chascarrillo o una frase amable. Se dirigió hacia sus padres a los que abrazó con gran regocijo al igual que a los vecinos y empleados que habían acudido a recibirlo.
A la primera ocasión que tuvo, se llevó a su madre a un aparte y con todo el respeto del mundo le dijo: -¡madre mía!-, dile a Isabel, que no quiero ver en los potajes, ni en los pucheros, ni en los compuestos, ni fritos, ni en rancho y ni tan siquiera en el relleno de las truchas; a los malditos garbanzos, pues tras todos estos años comiéndolos, se me ha puesto la cara como un trompo con música.– le dijo casi rogándole y mirando de reojo a la vieja Isabel, la cocinera que salía trapicheando de la cocina y que al verlo casi se derrite la pobre vieja -. Al menor indicio de un garbanzo, abro válvula para Las Laderas, a ponerme de carne de cabrito y queso hasta las tapas.
-¡No pongas cuidado hijo!,- ¡no los vas a ver ni cuando los avente seño Rosendo en la era!-.
Habían transcurrido como suspiros, tres tórridos veranos; Beltrancito hacia que echaba una mano en las tareas propias de la estación y del campo en general, pero estaba en pleno aprendizaje para hacer de todo y al mismo tiempo no dar palo al agua. El no hacer nada y parecer que lo hacía todo; era una especie de arte del engaño que hacía con tanta habilidad, que todos condescendían con esa su actitud que más que enojo, producía risas y buen humor entre los que verdaderamente doblaban el quejo. Se inclinaba más en tareas que le eran más satisfactorias, como era el tirarse diez o doce días en Alegranza, dedicado al muy noble arte de robarle al mar sus frutos más codiciados. La pesca de la vieja al repunte de la marea o por la tardecita pegar al sargo “oreao” en una cuarta de las revueltas aguas cercanas al veríl de Los Pejeperros. Eran estos “trabajos” a los cuales don Beltrancito se entregaba en cuerpo y alma. La faena del jareado, salado y secado del pescado, eran cosas que corrían a cargo de Anselmo y Medardo hijos del medianero del cortijo de Las Laderas, por el cual habían pasado en busca de queso e higos porretos como suministro adicional para una de esas incursiones al casi final del verano en el más alejado islote de lo que hoy de un modo un poco cursilón llaman Archipiélago Chinijo.
Tras una travesía de cuatro horas a vela desde La Caleta, llegaron a La Alegranza antes del medio día. Las primeras actividades después de instalarse en unas chozas cercanas a la costa y aprovechando la bajamar era la de un concienzudo marisqueo fundamentalmente de lapillas y burgados que al día siguiente embotellarían en vinagre una vez sancochados los burgados y las lapas extraídas de su valvas. Otra de las “especialidades” que despejaban sus mentes y hacían desaparecer el jilorio que les daba al terminar de llenar una cesta de erizos, era sentarse delante de ella mientras la marea; ayudada por una inmensa Luna que empezaba a mostrarse sobre el horizonte, alcanzaba la pleamar-, y los tres, satisfechos por la faena y ante el olor al marisco se hartaban de huevas de erizo, hasta que los ojos se les ponían del color de las mismas y que se las comían mezclándolas con gofio de millo sin aflojar un punto y llegar a ver el fondo de la cesta en tiempo récord. Los restos de los erizos servirían de engodo para la pesca del día siguiente; viejas viejas y más viejas para jarear y tenderlas al suave Sol del verano del Norte de la isla, sazonadas con sal de charcos y con el tiempo justo de sus necesarias horas de Sol. En esos placenteros ocios, pasaban los días hasta que obtenían la carga precisa para el regreso y que el barquillo la soportara.
El último día de estancia y…. sabiendo por experiencia de los miedos ancestrales de mucha gente de los campos de Lanzarote a los espíritus, y donde tanto abundan los lugares de apariciones de brujas y otras visiones extraordinarias que aseguran haber vivido o soñado uno sí y otro también de los habitantes de la isla durante alguno de esos espectrales ocasos isleños, cuando las sombras de los viejos cráteres se mueven junto a los raudos celajes sobre nuestros caseríos y pueblos. Conocido era que Medardo y Anselmo no escapaban a esos miedos, Beltrancito buscó su fiesta en el asunto de la brujería y empezó a preparar un plan para la última noche de estancia por aquellos insulares territorios isloteños. Mesieu René Vernau, en su visita a la isla a finales del siglo XIX, se percató que en cuanto obscurecía, el camellero que lo llevaba en sus excursiones por toda la isla, empezaba a cantar; deduciendo por ello el Francés, que el nativo interpretaba sus “cantigas” siguiendo el compás que marcaba el lerdo paso del camello: que lo hacía de puro miedo a los espíritus a los que eran tan aficionados una buena parte de nuestros antepasados.
Era Alegranza en aquellos años famosa por sus enormes y sabrosos quesos que junto con el de Las Laderas eran de los más apreciados de Lanzarote. La gente aún no se explica cómo podía alimentarse allí un rebaño de cabras, si aparentemente aquello era un erial donde lo más verde que por allí se podía ver eran las puertas y ventanas de la casa del farero. Pero señor Wenceslao Toribio, medianero de los dueños de aquel apartado cortijo isleño hacia que otro milagro de la naturaleza se llevará a cabo en aquellos desolados eriales de aquel islote Lanzaroteño. Volviendo a los últimos días de su estancia en el islote de nuestros protagonistas y ya madurada la idea de don Beltrancito de dar un susto a Medardo y Anselmo aprovechando sus miedos infantiles a brujas y cuentos del terror rural que les habían inculcado, al soco de las paredes del cortijo con el sibilante y casi eterno viento castigando sus oídos, viendo pasar aquellos celajes grises de formas fantasmales rozando los escarpados filos del Risco de Famara.
Don Beltrancito había quedado de acuerdo con seño Wenceslao que en la última noche, rato después de que nuestra vivificante estrella, exhausta ya de su paseo celeste se desangrase en los azules verdosos del océano, derramando púrpuras en los cielos de Alegranza, soltase a los tres machos cabríos del rebaño con una ristra de cascaras de lapas enhebradas con tanza y atadas a los cuernos de los impetuosos cabrones que buscándose mutuamente en la noche, arrastrarían aquellas valvas que sonarían como si de un arrastre de huesos calcinados se tratara por entre los pedregales de aquellos inmensos silencios de la costa Sur de Alegranza. Beltrancito se adelantó a García Márquez, imaginándose aquel sonido de los huesos al chocar entre si y que guardaba en un saquito de lona Rebeca en los Cien Años De Soledad del irrepetible Gabo. A los primeros escorrozos que escuchó Anselmo seguido por el lejano balido de lo que él se imaginó un espíritu errante de un berrendo, sus firmes piernas que aguantaban firmes el embate de las olas andando y sorteando charcos y piedras por aquellos bajos, empezaron a temblarle como bardos de millo moro. Busco con la mirada a su hermano Medardo que estaba terminando de entongar las viejas jareadas en los leitos del barquillo, para el inminente regreso a La Caleta en la madrugada siguiente, no había escuchado nada. Don Beltrancito, al abrigo de la choza se hacia el dormido, esperando el desarrollo de los acontecimientos, quería encontrarse en el horizonte de los sucesos, en lo que parecía una fantasía onírica pero que sin embargo, iba a vivir la más pura realidad de una broma de impredecibles consecuencias. Me dardo y Anselmo, eran víctimas del miedo enfermizo, heredado de las viejas supersticiónes que pululaban en la isla hasta no hace muchos años. Anselmo se acercó con cautela hasta donde Medardo ultimaba los preparativos para el viaje de regreso y llamando su atención le dijo que pusiera cuidado, pues había oído unos ruidos raros que procedían del interior de la isla. Medardo; (paradójicamente su nombre significa audaz y valiente) aguzó el oído y efectivamente, un rumor extraño a aquellos parajes se dejaba oír a intervalos irregulares. Los dos hermanos se miraron en la penumbra y planearon sin hablarse la estrategia a seguir. Los machos cabríos cada vez estaban más cerca del lugar, el sonido de las lapas al chocar contra el pedregal, se hacía cada vez más nítido y misterioso, los balidos de los cabrones y el entrechocar de los cuernos de los unos contra los otros, las ristras de lapas en pleno concierto y las polvaseras que provocaba aquellas violentas embestidas que se adivinaban cuando algún celaje dejaba pasar los rayos de la Luna, hicieron que la entereza de ánimos de aquellos muchachones se resintieran y deslizándose sigilosamente hasta la playa se embarcaron en el barquillo y se metieron en los leitos de pro y popa y se taparon con premura y pensando que de un momento a otro que los espíritus malignos vendrían a sacarlos de aquellos improvisados refugios como quien saca un “burgao”de su concha. Allí permanecieron agazapados entre los sacos de jareas y las botellas de burgaos hasta los claros del día. Desde lo alto, señor Wenceslao y don Beltrancito, se revolcaban de la risa, viendo a sus víctimas como corrían hacia el barquillo y se metían en aquellos improvisados camarotes.
Enyescando con unas arañas secas y unos buenos tragos de un vino añejo de La Geria que más bien parecía coñac Tres Cepas, se quedaron fritos hasta la que antes que amaneciera corrieron tras los machos y les despejaron los cuernos de los collares de cascaras de lapas y los dejaron sueltos en la playa. Desde su atalaya observaban la cubierta del barquillo viendo como poco a poco se iban levantando las tapas de los leitos y dos pares de ojos asomaban por las rendija y todavía con el terror reflejado en sus pupilas. Al ver a los machos retozando por la playa empezaron a comprender aquella marabunta de la noche anterior mientras vieron aparecer a los causantes de aquella “quintada” bajando por la vereda que llevaba al embarcadero. Don Beltrancíto Figueroa, seguido por seño Wenceslao, llega al embarcadero como si nada hubiese ocurrido y apalancando con cuatro cajillas de pardelas saladas obsequio de señor Wenceslao para la familia y que había cazado durante la temporada del revoloteo de las crías y que iba desplumando, salando y luego apilando en una especie de pajero, donde se conservaban a salvo de ratas y sabandijas. Despedidos con magua por seño Wenceslao y sus cabras y después de una singladura breve por el fresco viento a favor que llevaban, llegaron a La Caleta. Allí le esperaba señor Damián Corujo con la burra y el camello de la casa para después de varar el barco y resguardarlo en el viejo almacén de don Pepe Ramírez, emprender con su preciosa carga el regreso a La Vegueta.
En vísperas de la Fiesta de Regla, don Beltrán Figueroa padre y doña Eduvigis Velázquez, solían dar un refresco a la gente del Puerto y recalcitrantes absentistas vegueteros que venían a la Función y Procesión religiosa de la venerada imagen de la Virgen Cubana en su ermita de la Vega de Yuco. Habían preparado el enyesque a base de viejas jareadas, unas generosas “tablas” de queso de Alegranza y Las Laderas, una caldera de papas “menudas” arrugadas y unos lebrillo tos brillantes con mojos colorao y verde, En animada francachela estaban, cuando uno de los invitados, don Bartolito Bethencourt, mascando la parte de la barriga de una vieja seca exclamó: ¡coño Beltrán, esta vieja apesta a “meaos podrios”!. Don Beltrán Figueroa se quedó más blanco que los manteles de la mesa, a doña Eduvigis le entró un flato que se atragantó con una “papa arrugá” que había remojado en mojo picón y quedo metida en fatiga sobre la mesa provocando un estropicio de loza y cristalería que dio hasta sentimiento. Beltrancíto viendo el numero y la cara de asco del Bethencourt, recordó sobre la marcha a Anselmo y a Medardo la noche de los cabrones en Alegranza. Había sido tanto el respeto a los espíritus que los dos muchachos no salieron de los leitos ni para mear, y no de miedo sino por necesidad se mearon sobre los sacos de viejas secas y que por vergüenza o venganza;¡vaya usted a saber!, se habían callado la boca. Beltrancito se escondió tras un pajero con un ataque de risa casi tan violento, como el que había matado a su abuelo. Allá en Las Laderas, a la sombra del Risco Medardo y Anselmo, asaban unas viejitas que habían apartado antes de que se produjeran las más famosas aguas menores de la isla de Alegranza.
Nota: los personajes de este relato son totalmente ficticios, cualquier coincidencia…etc, etc.