Pequeña historia del Morro del Viento. (III)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Después de los rezos, oíamos un rato las gangosas voces y música que emitía un viejo gramófono que todos los veranos traía de Las Palmas la tía Carmen, creo era de Pipo Lantigua Marrero, un primo de mi padre de feliz recuerdo. El gramófono era de cuerda fabricado por La Voz de su Amo y siempre eran los mismos discos, solo me acuerdo de la letra de una de aquellas canciones y solo un fragmento que por alguna razón se ha quedado trabado en mi memoria y que decía más o menos así: Don Tristán se asusta, de unas pantorrillas, pero a hurtadillas, le gusta mirar…… etc. etc.

Un verano, el gramófono no hizo viaje porque se le había roto la cuerda y ya nunca más volvió, quien sabe en qué rincón se encontrará ahora, cubierto de polvo y con sus inútiles discos esperando el fin de los tiempos. Pero no fue demasiado el trauma que nos causó la pérdida del gramófono, los primeros transistores habían hecho su aparición y una demostración de ellos nos la hizo tío Manuel Perdomo, que aparecía por las fiestas de San Roque, con su clarinete y pequeña orquesta animando los paseos en la plaza y para aprovechar el viaje, traía variada mercancía radiofónica que ofrecía en cómodos plazos a los vecinos del pueblo. Esta consistió uno de aquellos años en radio transistores de la marca Philips y en unas calurosa tarde de septiembre hizo una demostración de los mismos colocándolos en a todo volumen sobre las paredes de piedra que delimitaban la era. Aquella rotura por un rato del Rey Silencio, produjo traumático tráfago de sonidos que por lo novedoso o nunca visto y oído, llamó la atención de todos lo que aquella tarde, pasaron por los caminos cercanos al Morro y muchos de ellos se llevaron uno de aquellos transistores dejando firmadas un buen fleje de letras de cambio.
En los viejos almacenes, donde señor Pedro Calderón guardaba los aperos de labranza así como la paja y forrajes que servían de alimento a los animales de trabajo; un camello y una burra que tenían su cuadra en la dependencia que estaba lindando más al Sur. En uno de ellos, tuvieron lugar gran cantidad de actividades lúdicas, llegamos a celebrar sesiones de circo y de teatro. El circo era más espectacular, pues habíamos construido un trapecio, con el mango de una azada y unas sogas que colgaban de una viga del techo que atravesaba un tragaluz rectangular, por el cual nos deslizábamos hasta alcanzar la precaria barra del trapecio, y allí a metro y medio de la blanda paja de cebada o trigo, nos balanceábamos y dábamos alguna voltereta más espectacular que atrevida y peligrosa. Casi siempre, los espectadores salían descontentos y protestaban por la baja calidad del espectáculo, pero la buena voluntad con la que intentábamos hacer los números era incuestionable y por ello no veíamos la obligación moral de devolver el dinero de las entradas. En una de esas funciones, cuando se había terminado el número estrella de los trapecistas, aparecieron como inspectoras del espectáculo, mi madre y tía Carmen. Cuando los números representados contaron con la aprobación de las dos progenitoras, miran hacia el tragaluz y ven como unas piernas blancas y finitas asomaban por el ducho tragaluz intentando alcanzar la barra del trapecio. Cuando la tía Carmen se percata a quien pertenecen aquellas delgaduchas extremidades inferiores, se acabaron los parabienes a nuestra actuación y casi casi nos clausuran el local.

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