POR ANTONIO FERNÁNDEZ PARRILLA
Las bodegas huelen a mosto y la vendimia toca a su fin. Las casas están más blancas que nunca. El sol castiga implacable y la Santa se hace chapuzón. Es Agosto. Es San Roque. Es la fiesta.
La carretera de la plaza al Casino se hace ventorrillo. Olor a carne y buen vino. Notas de timple y canto. Chiquillos comprando piñas garrapiñadas, mimos y mantecados con sus cinco pesetas que guardan como tesoro en sus bolsillos:
«Para golosinas», han dicho sus padres.
Por la tarde paseo con música. Baile no hay, que lo ha prohibido el señor cura de parte del obispo que dice que es pecado. Vaya, ¡caramba!, este pueblo sin baile pareciera que le falta algo. Trajes nuevos y zapatos que aprietan. Todo se ha hecho nuevo. Las miradas, el andar, la brisa de la tarde, el tiempo. Sobre todo el tiempo, que ha sido atrapado en un instante, transcendiendo así lo que el año haya podido tener de fracaso y de muerte, de rutina diaria.
Por último, el día principal de la fiesta, el más solemne, el más grande. Por la mañana Función y Procesión, Rezos y cantos. Olor a. incienso y súplicas al Santo. Se intuye cierta complicidad secreta entre el pueblo y el bueno de Roque con su atillo al hombro y su perro. Tan del pueblo, tan nuestro. Una viejita con su mantilla negra reza junto al trono. Paradigma de no se sabe qué, expresión y balbuceo, tal vez, del hombre en búsqueda de lo infinito.
El día ha sido largo e intenso. Llega el momento de comer. Es el día del Patrón y hay que celebrarlo. En casi todas las casas se servirá el típico puchero, un plato muy parecido al cocido madrileño, pero más suave y de más calidad. Lo mejorcito de nuestra cocina y que no tiene nada que envidiara los platos típicos de otros lugares. Ya será bueno que en nuestros restaurantes se pudiera encontrar como cosa normal a la hora de pedir la carta.
Así eran nuestras fiestas. Es verdad que hoy son otros tiempos y otras gentes, pero en el fondo la fiesta siempre expresa lo mismo. En este 92 de Quinto Centenario, de Expo y de Olimpiada, Tinaja tendrá que saber estar en todo a la altura de las circunstancias. Por eso, nuestras fiestas pueden y deben ayudar a liberar potencialidades, a crecer en solidaridad, a potenciar aquello que nos identifique. Por el contrario; ha de evitar todo lo que drogue, aliene o adocene de una forma u otra. Sólo así las fiestas son liberadoras, verdaderamente fiesta.
De la Santa a Mancha Blanca, del Cuchillo a la Vegueta, desde la Costa a Tajaste, de la Cañada a Laguneta aportemos lo mejor de nosotros y unámonos una vez más. De esta manera seremos capaces de comprometernos a lo largo del año en otros proyectos, en otras tareas. Todos, seguro, tendremos algo que celebrar y de que alegrarnos. Que suene, pues, la música, que cante el timple y corra el vino, que estallen los cohetes.
¡Viva San Roque! ¡Hagamos fiesta!