POR JOSÉ ISIDRO SANTANA
“El tiempo no es sino el espacio entre nuestros recuerdos”
(Henry Tr. Amiel)
Sr. Alcalde, Sres. Concejales, Señoras y Señores, Amigos todos: Es para mí un gran honor estar aquí esta noche con ustedes para iniciar las fiestas de San Roque, patrón de Tinajo, con la lectura del Pregón que la Corporación Municipal ha tenido a bien encomendarme. Espero contar de antemano con su benevolencia que les agradezco muy sinceramente.
Uno de los grandes teólogos del siglo pasado, el suizo Karl Barth, escribió que el predicador debía preparar la homilía teniendo la Biblia en una mano y el periódico en la otra.
No sé si un pregón de fiestas es algo igual o parecido a una homilía, pero sí sé que éste lo he preparado teniendo en una mano el tiempo que conviví con ustedes como párroco y en la otra «el recuerdo» de las mejores vivencias de aquellos años, que aún guardo con afecto.
No en vano, como dice el gran escritor uruguayo Eduardo Galeano, «Recordar», del latín «recordis», significa volver a pasar por el corazón.
Es lo que yo pretendo hacer ahora: «volver a pasar por el corazón» lo que vivimos juntos y que, porque está en mi memoria, forma ya parte de nuestra historia.
Por lo demás, no se asusten porque no voy a soltarles ningún sermón…
Lo que sí voy a hacer es atenerme escrupulosamente a las tres reglas básicas de la oratoria para que este pregón sea ameno, corto (dentro de lo razonable) y motivador.
Porque creo, queridos amigos, que este pregonero tiene que conseguir hoy dos cosas: Abrir, como Tinajo se merece, las fiestas de San Roque bendito, nuestro patrón. Y hacerles pasar a todos ustedes un rato agradable y entretenido.
Así que, sin más preámbulos, continúo.
Llegué a la isla de Lanzarote una mañana de septiembre del año 1.980. Y nada más desembarcar en el muelle de los Mármoles me dirigí hacia la salida de Arrecife con dirección a Tinajo.
Venía en un «Seat 127» de color amarillo canario, que algunos recordarán, al que con el tiempo le fui añadiendo unas marcas de pintura verde, fruto de los roces que le hacía al meterlo en el garaje de la casa parroquial…
No sé si fue por los nervios o porque hacía tiempo que no había cogido un coche, lo cierto es que conducía tan despacio que la caravana que se formó detrás de mí, subiendo la cuesta de San Bartolomé, llegaba hasta Titeroy…
Así fui dejando atrás San Bartolomé, el monumento al campesino, Tao, Tiagua y al llegar al cruce de Soo y Muñique, cogí la recta que dejaba a un lado La Vegueta y a mi espalda la montaña de Timbayba. Era una carretera que, a tramos, parecía una montaña rusa y que, por supuesto, no tenía las palmeras que hoy la bordean con elegancia ni los almacenes y naves que se construyeron después, ni tampoco la actual gasolinera que hay a la entrada del pueblo.
Con el corazón latiendo de emoción, ahora lo confieso, vi cómo se iba adentrando en mi retina un disperso caserío blanco y verde, contrastado con la tierra negra y parda de los arenados y las suaves montañas volcánicas que lo circundaban y, en la lejanía a mi derecha, el mar y la isla de la Graciosa.
Casi sin darme cuenta surgió, ante mi atónita mirada, el pueblo de Tinajo y a renglón seguido, la iglesia de san Roque. delante de ella, parece que aún lo estoy viendo, una silueta alta y enjuta, vestida de negro, que se recortaba sobre el fondo blanco, como si de un viejo marino que oteara el horizonte para darme la bienvenida, al llegar, se tratara, y que no era otro que el Sr. Manuel, el sacristán!.
Cuando aún no había acabado de reaccionar, el coche giró a la derecha y en el banco de la puerta de la iglesia vi a los primeros vecinos del pueblo que, entre curiosos y atentos, observaban la llegada del forastero. Y también a Luisita, asomada a la ventana.
La plaza, con sus parterres de cal y rofe, tan limpios, los árboles, así como el edificio del ayuntamiento con el Sr. Manuel, el celador, en la puerta, los taxis delante, el bar de Pedro, la caja de ahorros, la casa del médico y las otras que formaban el casco, todo tan blanco y limpio, acabaron de colmar mi admiración y mi asombro.
Delante de la casa parroquial me esperaba un grupo de jóvenes, a los que don Miguel Lantigua, anterior párroco y excelente compañero y amigo, había encargado que me recibieran y prestaran su apoyo. Es mi primer recuerdo de una bienvenida que agradecí muchísimo y que me pareció sincera y cercana.
Antes de entrar en la vivienda, admiré el complejo parroquial, recién hecho, en cuya construcción, supe, había participado el pueblo entero y que ahora iba a ser mi nueva casa y pensé: «la gente de este pueblo es unida y generosa, sencilla y amante de sus tradiciones».
Algo que, con el paso del tiempo, ustedes me demostraron.
Mientras los jóvenes me ayudaban a entrar mis cosas, observé la fachada encalada, con sus ventanas y puertas de madera, sus parterres adosados con toda variedad de plantas, el amplio ventanal de la biblioteca, la chimenea de «bulbo» de cebolla, ¡tan típica de esta tierra!
Toda, la casa parroquial, grande, luminosa, fresca y alegre, me «abrazó» desde el primer momento, como una premonición de lo que después ocurriría, cada vez que ustedes me recibieron en sus casas durante mi estancia en el pueblo. Y en ella me sentí a gusto los años que viví, a pesar del punto de tristeza que me embargaba en aquellos momentos, ya que a mí, al igual que a Don Miguel, también me habían destinado aquí con el disgusto, como en Tinajo, de los feligreses y vecinos de la parroquia de Ntra. Sra. De la Paz, del barrio de las Rehoyas Bajas de Las Palmas de Gran Canaria.
Quizás por eso a los pocos días alguien que me lo había notado me dijo: «Don José, a Tinajo se entra llorando y se sale llorando…acuérdese».
Efectivamente, los comienzos, como suele ocurrir en todo aquello que merece la pena en la vida, nunca suelen ser fáciles. Yen mi caso tampoco lo fue.
Pero con ánimo y tesón afronté las dificultades iniciales para integrarme en el pueblo como uno más. Lo cierto es que, transcurrido un tiempo, ustedes y yo comenzamos a conocernos y a querernos de verdad.
Mi primera visita a la iglesia parroquial de San Roque me permitió observar, desde la plaza, una construcción de dos naves desiguales con el tejado a dos aguas, tan característico de las islas. Supe después que había sido construida como ermita en la segunda mitad del siglo XVII por el beneficiado y vicario de la isla de Lanzarote, Guillén de Bethencourt el 29 de junio de 1792. Y que, posteriormente, se convirtió en parroquia de la isla, por el prelado D. Antonio Tavira y Almazán, obispo de Canarias.
Según me iba acercando a la fachada principal llamó mi atención un reloj solar, que databa del año 1851, y que después me enteré que había sido construido por el marino, residente en La Vegueta, Francisco Fernández, siendo el segundo más antiguo de Canarias.
Cuando entré al templo me invadió una sensación de paz y recogimiento, de serenidad, en una palabra. Pero lo que realmente llamó mi atención sobremanera fue la pequeña imagen del patrón, San Roque, en el centro del retablo del altar mayor, vestido de peregrino, con bordón, sombrero y capa, herido en la pierna y acompañado de un perro que se llamaba Melampo.
De repente me di cuenta de que sabía muy poco del santo, de su vida, de por qué circunstancias le habían hecho patrón de Tinajo, de qué podía aportarnos a los tinajeros su patronazgo…
Y al volver a la casa, como aún no había internet y no tenía ordenador, me puse a desempolvar los viejos libros del despacho parroquial para tratar de encontrar respuestas a mis interrogantes. Por lo que pude investigar, desgraciadamente su primera biografía, de autor anónimo, no apareció hasta mediados del siglo XV. Demasiados años, pensé, más de un siglo, para ofrecer un relato histórico y veraz. Algunos piensan que San Roque nació en el seno de una familia rica e importante de Montpellier (Francia), en el año 1295. Curiosamente, el niño nace con una cruz encarnada impresa en el pecho, que llevará de por vida y servirá de identificación a la hora de su muerte, en 1327. Pero lo que más me sorprendió de su historia fue que siendo hijo de unos padres muy ricos, al morir estos, Roque cogió su herencia y la repartió entre los pobres y, libre ya de toda atadura material, decide peregrinar a Roma para visitar la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo. Así que se pone el hábito de peregrino y echa a andar hacia Italia.
Cuando llega a la Toscana, Roque se topa con la peste, ese terrible flagelo que azotaba a Europa periódicamente. El terror y la desolación se apoderaba de la gente que veía, patética, cómo la muerte se adueñaba de sus seres queridos, sumidos en fiebres y convulsiones terribles.
En una pequeña villa del Lacio, descubrió que el hospital, atestado de enfermos, se hallaba totalmente desasistido. Tan sólo el coraje de un hombre, Meser Vincenzo, trataba de paliar impotente el dolor de la gente.
Roque se puso a su disposición y, sin ningún recurso médico-que por otro lado no existía en aquella época-trató de curar a los apestados de la forma que sabía: haciéndoles la señal de la cruz sobre la frente, acompañada de una oración contra el espíritu del mal que afligía a los enfermos y que un ángel le había enseñado:
-¡Qué Dios te destruya hasta tus raíces, que te haga salir de esta casa y te arroje de la tierra de los vivos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo!
Los enfermos se sentían curados y al cabo de unos días el mal había desaparecido del hospital. Entonces, Roque se lanzó a la calle y, casa por casa, repetía lo mismo.
Por donde quiera que iba-Roma, Novara, Piacenza-su mano milagrosa se hacía sentir hacia los apestados.
Pero, contagiado de la enfermedad, se retira a un lugar cercano a Piacenza, a orillas del río Po, y se esconde a sufrir los terribles espasmos de la peste. Y sucede un nuevo hecho prodigioso: el perro del señor del lugar, el rico Gotardo Pallastrelli, descubre el escondite y todos los días acude a llevarle un trozo de pan.
Roque pide al cielo que le cure también a él y después de un día intenso de oración, le viene de Dios la curación de su mal.
Al volver a Montpellier, nadie le reconoció. ¿Quién lo iba a conocer con aquel pelaje de peregrino cansado y envejecido? Unos soldados lo tomaron por espía y lo llevaron al juez Rog, su tío paterno, que tampoco lo reconoció. Olvidado de todos, murió a los cinco años de reclusión, a los 32 años, el 16 de agosto de 1.327.
Cuando fueron a darle sepultura, descubrieron la cruz encarnada sobre su pecho. Y sus parientes y la gente de Montpellier se dieron cuenta entonces de que era Roque. Le enterraron en una rica tumba, que se convirtió en lugar de peregrinación y la historia de su vida fue realzada hasta los aledaños del mito y la leyenda.
Ahora que evoco una parte de la historia de San Roque y de Tinajo, la que yo viví, me acuerdo de la letra de una canción de Mercedes Sosa, que dice que «uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida»…
Y, efectivamente, qué gran verdad. Porque la invitación para que yo pregonase este año las fiestas de San Roque ha sido providencial. Llegó en el mejor momento. Me ha dado la oportunidad de volver hoy a Tinajo, ¡también mi pueblo!, para sentirme, como antaño, en esta casa donde amé la vida compartida con ustedes durante tres años llenos de experiencias inolvidables, de alegrías y penas. De tantos nombres propios grabados en mi memoria-muchos que no están ya entre nosotros- y otros que aún siguen aquí. De amistades fraguadas que se arraigaron con el paso del tiempo, desde la Vegueta a Mancha Blanca y desde la Santa al Cuchillo que todos son y forman parte del pueblo de Tinajo. Años, en suma, que me ayudaron a madurar y a crecer como ser humano y como sacerdote. Y si bien es verdad que me fui, nunca lo hice del todo. Volví tantas veces como pude para visitarlos y celebrar bodas, bautizos y demás efemérides a las que me invitaron. Y volví, especialmente, en el verano de 1.999 para celebrar aquí mis bodas de plata sacerdotales con el orgullo de quien se siente entre sus paisanos y amigos. Conservo con satisfacción la placa conmemorativa que el Ayuntamiento me regaló con tal motivo.
Es por todo eso -y mucho, muchísimo más que no cabría en este pregón- que esta noche quiero rendir un homenaje de cariños, gratitud y admiración a todos ustedes, los hombres y mujeres de Tinajo. Los de antes y a los de hoy que, sin duda, son muchos de aquellos chicos chinijos a los que bauticé, di la primera comunión, acompañé en su confirmación o en el día de su boda y con los que jugué, canté y reí…
En fin, queridos amigos, no me gustaría terminar mi intervención sin referirme a lo que creo que hoy san Roque nos sugiere con el testimonio de su vida y ejemplo a todos los tinajeros y a cuantos vengan a celebrar sus fiestas con nosotros:
Que frente a la crisis económica y de valores que estamos viviendo, cual nueva peste del siglo XXI, sigamos potenciando el valor de la fe que mueve montañas y la unión de nuestro pueblo y nuestra gente, cuidando el respeto mutuo y el diálogo como elementos imprescindibles de convivencia.
Y, finalmente, que todos nos sintamos capaces, como san Roque de poner lo mejor de nosotros mismos al servicio de los demás para seguir haciendo del pueblo de Tinajo ese lugar sencillo, acogedor, fraternal, entrañable y próspero que siempre fue y que, ojala, siempre siga siendo.
Por eso, y para terminar, con toda mi gratitud y emoción les invito a que inauguremos estas fiestas patronales con la voz que resume nuestros mejores sentimientos:
¡Viva San Roque!