La increíble transformación de don Beltrancito Figueroa (VI)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Todas las mañanas después de la partida de Medardo, Beltrán se levantaba con la esperanza que sería este el día en que su incertidumbre se vería aliviada con la recepción de alguna buena noticia venida desde Las Laderas. No se hacía muchas ilusiones pues conocía las deficiencias del servicio de cartería y el de Correos en general. Aquella mañana; Beltrancito se despertó al alba, su primer pensamiento nada más abrir los ojos, fue para su idealizada Catalina. Se incorporó, y sentado sobre la cama seguía pensando en ella, se levantó de un salto y se acercó hasta el esquinero donde le esperaba la aljofaina para que el agua fría, reavivara sus sentidos. Después de sus abluciones y dejarle la felpa a merced del espejo, sus pensamientos,- que no se habían desviado un ápice de aquella obsesión amorosa,- al verse reflejado en el cristal volvió a plantear sus dudas sobre si aquella su imagen seria del agrado de Catalina. Una particularidad del rostro de Beltrán, eran los tonos grises de las pupilas de unos ojos grandes y un poco saltones que le daban a su expresión un punto de sorpresa cuando saludaba o se encontraba con cualquier conocido. Al joven le faltaban unos centímetros para llegar un metro setenta, para la época; no era un «rompe techos» pero no desentonaba y si hubiese habido Basket en la Vegueta podría haber jugado de pívot-alero. No era precisamente lo que los Griegos llamaban «un Adonis», pero seguramente hubiese pasado la primera criba en ese concurso llamado Míster Lanzarote o alguna que otra majadería por el estilo a las que tanto nos gusta promover. Quien en realidad era feo con ganas, era don Beltrán padre, una brillante calva hasta las orejas, prácticamente todo era frente que terminaba en el apéndice nasal algo curvado hacia abajo. Sus ojos chispeaban al mirar pues su sonrisa se escondía tras una poblada barba y bigote. Ataviado de negro durante todo el año recorría los alrededores de la casa haciendo pequeñas labores en una pequeña huerta donde ensayaba nuevas semillas y esquejes de algunas nuevas especies desconocidas en la isla. Su poco atractivo físico era compensado por su gran corazón, en años de sequía, ayudaba a muchas familias necesitadas y ponía a su disposición el agua de una maretita obrada que tenía junto a la era y que, cuando se rebosaba pasaba el agua a una aljibe mayor.
Doña Eduvigis, su señora a pesar que las huellas del tiempo habían hecho estragos en su rostro, conservaba los rasgos de una belleza ya marchita, había sido una mujer guapa, distinguida y elegante a quien su familia a causa de un revés de fortuna le arreglaron el noviazgo primero y el matrimonio después, con el soltero de oro de la isla que era don Beltrán Figueroa. Cuando joven, esperando su príncipe azul; llegó a los treinta abriles sin perspectivas matrimoniales de su clase y condición. Viendo que el porvenir no era muy halagüeño, fue conforme como parte interesada en aquel contubernio, en aquellas traquinas amorosas que se traía su venida a menos familia para garantizarle el porvenir a su hija y salir de paso de aquellas estrecheces económicas que estaban pasando. A las cuatro de la tarde de un veintitrés de marzo en la ermita de Nuestra Señora de Regla celebraron el Sacramento Matrimonial habiendo recibido la dispensa episcopal por un cuarto o quinto de grado de consanguinidad. Aunque eran diecisiete años la diferencia de edad entre los cónyuges, parecían una pareja muy bien avenida y a los dos años de aquellas mentadas nupcias, llego al mundo en una calurosa tarde de septiembre nuestro hoy pollo pera y enamoradizo Maestro de Escuela. Fue asistida en el parto por el doctor Vignoly, que pasaba la temporada veraniega en la casa familiar de la Vega de Yuco. En esta isla, las familias que procedentes del campo se habían instalado en Arrecife, al llegar el verano se iban de temporada principalmente a los núcleos rurales de los que procedían huyendo los calores de Arrecife. A la playa se iba el día de San Juan y los que tenían un almacén o un par de cuartos en alguno de los incipientes caseríos de la costa iban allí a pasar un par de semanas y siempre a caletas o calentones del Norte. A La Caleta de La Villa, iban familias de Teguise y Arrecife principalmente, las de Tao y Tiagua, a Caleta de Caballos, Las de Tinajo a La Santa, los de Yaiza a El Golfo y Playa Blanca y las de Tías a La Tiñosa, y en el Norte a Órzola o Arrieta, las preciosas playas de la costa oriental permanecieron Vírgenes hasta los años sesenta del siglo pasado. Un día después de nacido, don Beltrán no se hizo el zorrocloco y se lo llevo a Tinajo a cristianar, siendo inscrito en el libro IV de bautismos de la Parroquia de Señor San Roque, con el nombre de Beltrán Atanasio María de la Virgen de Los Dolores Figueroa y Quadros. Después de la venida al mundo de Beltrancito, las mentes ociosas hacían durante las rosetas o los calados de algún ajuar, cábalas y especulaciones sobre la cronología de los acontecimientos entre matrimonio y bautismo del matrimonio Figueroa-quadros. Hacia nueve o diez meses que había estado por la isla en visita de trabajo un comisionista, un tal Manuel Gallote quien estando en Tiagua en visita profesional al comerciante don Pedro Cabrera, dicen que pregunto por Eduvigis, y le dieron toda la información, sobre su nuevo estado y todo lo hablado hasta ese día sobre aquel rápido noviazgo y nupcias en La Vegueta, y que la rumorología popular había propagado por todos los rincones de la comarca. Manuel Gallote en viajes anteriores había mantenido cierta intima amistad con Eduvigis, y algunas veces se les vio pasear juntos por Palacio. Muchos y muchas pensaron en que una futura y estable relación estaba en camino. Pero aquellos esporádicos amores fueron flor de un par de días y la vida solitaria de Eduvigis siguió su curso esperando el santo advenimiento. Según las antedichas lenguas y la mala leche de este redactor ocasional de aquellos hechos, la cuenta sobre la gestación de Beltrancito, coincidía con la última visita de aquel Casanova» representante de «Reunidos y de la Quina San Clemente», por los alrededores del término de don Beltrán.

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