La increíble transformación de don Beltrancito Figueroa (VII)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Catalina está a la sombra de una higuera, La Graciosa y los islotes parecen anclados en un mar de plata debido a la inusual placidez de su superficie. Un tenue encaje de espuma bordea las orillas de la playa de Famara, es la única sensación de movimiento del incesante reflujo de las mareas. Catalina tiene entre sus manos la estilográfica con que Beltrán acompañó como presente su primera carta.

Sin dejar de mirarla la acaricia, la abre, la cierra, la mete en el estuche y la vuelve a sacar, mientras; más complicadase olvida del cuaderno de ejercicios caligráficos que don Severino le había marcado en la última lección. Catalina notaba que ardores y calores nunca sentidos le subían desde el punto más sutil de sus entrañas cuando su encuentros han sido mente, revivía con intensa sensación de realidad, aquellas miradas atrevidas y furtivas con que Beltrán parecía comérsela con papas fritas. Esa sensación inconmensurable la hacía temblar de arriba abajo y por contagio o simpatía también lo hacían las cercanas ramas de la Higuera o brevera que lo mismo da para la pasional descripción que nos ocupa.
La primera carta que escribió Catalina al impetuoso Beltrán, le costó diez borradores en papel de baso, tres lapiceros y siete gomas de borrar y por último tuvo que terminar el undécimo con un tronquito de lápiz el cual ya se le escapaba de entre los dedos haciéndole la labor de la escritura más complicada y onerosa. Había iniciado la carta con un frío encabezamiento: estimado señor Beltrán, de manos de mi hermano he recibido su carta y todavía no me he repuesto de la impresión que me han causado sus hermosas y profundas frases; la verdad es que no sé qué decirle, sus urgencias y el dar por hechos mis sentimientos, y la verdad; es que lo encuentro todo muy precipitado, no digo que usted no sea de mi agrado pero las cosas llevan su tiempo y hasta ahora nuestros últimos encuentros solo se han limitado a un intercambio de miradas que por la noche, creo ver su brillo en la obscuridad atenuando con ese inusitado reflejo gris, la inmensa soledad que me invadió después de leer su carta.
Siendo niños recuerdo que pasábamos horas en la era, usted tumbado en el trillo boca arriba girando bajo el Sol radiante del mediodía y yo procurando mantener el trillo y el camello sobre las mieses y dentro del empedrado de la era. Yo era casi una niña, una chiquilla inocente y usted era un medio zangolote que al terminar la jornada de la trilla, me llevaba de la mano a jugar al gransón y recuerdo hoy su «memento» favorito y era aquel al que usted llamaba «arrancar cebollas» y que consistía en lanzarse sobre mis piernas, tirarme sobre aquella paja blanda y divertida terminando en un inocente revolcón que cada vez eran más prolongados en el tiempo. Mi padre, al ver con que entusiasmo y dedicación practicábamos aquel juego, puso fin al mismo con una llamada autoritaria que solo indicaba al final a aquella diversión inocente y a la cual don Severino Nantes llamaba – . Aquella llamada de atención puso fin a aquellos inocentes escarceos en los que usted terminaba con la cara como una cesta de tomates. También he revivido intensamente, después de leer su carta los momentos de juegos por los alrededores del estanque, jugando al escondite por entre los guayaberos y palmerales, pero; volviendo a su carta y después de múltiples lecturas, me pregunto si usted está bien de la cabeza, si tanto estudio en Canaria no le habrá traspuesto el seso, aunque yo creo que de eso hay «andancio» pues mi madre, ha desempolvado el ajuar que me ha estado preparando desde hace dos años y con inusitada prisa, en almohadas, sabanas y toallas ha empezado a recamar en sus blancos algodones, dorados bordados de trompetas, trombones y algún que otro clarinete.
He de decirle don Beltrán, que mi madre me ha asignado un pretendiente y como usted; ya lo da todo por hecho, como si yo, como persona no pintara nada. Yo lo he visto un par de veces en los bailes de La Villa y toda mi conversación con él ha sido darle las gracias por una golosina que me obsequió y que a mi madre le debió entrar por el ojito bueno, ya que me hizo seña para que aceptara aquella baratija. Han llegado a mis oídos que el tal Andrés Requena «el músico», ha dicho en algunos sitios que yo me estoy bebiendo los vientos por él. Mi madre de su carta no sabe nada y mejor que no se entere por ahora, pues hasta un pasmo puede darle y no precisamente por la noticia, sino por pensar en el cabreo que se van a coger sus padres cuando se enteren que su único hijo está interesado por la hija de Eulogio el de Las Laderas. Así que pase lo que pase con el músico y con la opinión de don Beltrán y su señora madre, con respecto a mis sentimientos, comprenderá usted que la forma de asumirlos es solo mía y estará mi decisión por encima de todos los prejuicios y conveniencias que me pongan por delante. A pesar de todas las dificultades que me pongan en el camino quien va a tocar la flauta en el caso del músico soy yo, y en el caso de la segura oposición de sus padres a nuestra posible y futura relación a mi no me preocupa demasiado, pues si esta incipiente llama que siento surgir dentro de lo más hondo de mi corazón, dé usted por seguro que se convertirá en una llamarada a la que nadie ni nada será capaz de apagar. He de decirle Beltrán que su carta me ha emocionado por que en ella refleja sus sinceros sentimientos hacia mi humilde persona y que se la agradezco con toda mi alma, pero vamos a intentar que las cosas sigan su curso y esperar que oportunidades nos va a dar el destino y que yo espero de todo corazón no se vuelva a repetir la leyenda de Verona ni la de los amantes de Teruel por estos parajes de nuestra querida isla. Reprima Beltrán sus nobles impulsos y demos a nuestros corazones el tiempo que necesitan para llevar la situación a donde usted desea y a mí; creo me llevaría a ser la mujer más feliz de la tierra. Con mis mejores deseos se despide s.a.q.b.s.m. Catalina.
Se vio claramente reflejada en aquellas letras la mano del republicano y liberal don Severino de Nantes, aquel ilustrado vecino por el cual Catalina sentía verdadera adoración pues había contribuido en gran medida a su educación y a quien había confiado sus secretos más íntimos. Dos o tres días a la semana enseñaba con paciencia a que Catalina mejorase los conocimientos que la joven desde niña había adquirido en la escuelita de aquellas dos ancianas señoras que usando como gradas escolares la amplitud de la escalera principal del vetusto caserón donde vivían en Teguise, enseñaban a niños y niñas los primeros conocimientos sobre lo importante que era el saber, para afrontar la dureza de la vida que les esperaba.
A todo esto, esos rumores que habían llegado a oídos de Catalina sobre las prepotentes palabras del trompetista (que no trompetero) Requena, eran absolutamente ciertas; y entre otras lindezas que también comentó aquel Casanova de boquilla, fue la chulería típica que practican con desvergüenza algunos ex cornetines del ejército. Catalina para mi será <«pan comido». Haber ofrecido una golosina a su posible conquista y un lingotazo de mistela a su querida madre; era pobre argumento para lograr que sus aspiraciones e intenciones buenas o malas hacia la joven tuviesen alguna oportunidad de éxito. Estos últimos rumores se los había comentado a su hermana, el joven Medardo que a nada que tuviese un día libre se recorría todas las cantinas y mentideros de La Villa enterándose de todo lo que se cocía en aquellos capitalinos mentideros. La conversación con su hermano, la hizo sincerarse contándole los pormenores de aquel primer capítulo del que hablaron largo y tendido, después rogó a su hermano que hiciese de correo furtivo, tendría que hacerlo en una noche, ida y vuelta a La Vegueta, en unas horas y con poco peso, solo con el de una solitaria carta.

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