POR AGUSTÍN CABRERA PERDOMO
Como preámbulo, quiero agradecer a la Corporación Municipal que preside su Alcalde, D. Luís Perdomo Rodríguez, pariente y amigo, el haberme concedido el honor de ser el pregonero de estas entrañables fiestas de los Dolores 1994. Siendo el único mérito contraído para ello, el profesar a este pueblo un sincero desinteresado cariño.
Es por todos conocida la vinculación de esta festividad mariana a los hechos rigurosamente históricos como fueron los acontecimientos eruptivos que tuvieron lugar a mediados del siglo XVIII, convirtiendo lo que eran fértiles campos de cultivo en el inmenso mar de lava que hoy constituye la primera atracción turística de la isla, el Parque Nacional de Timanfaya.
Quisiera rememorar brevemente lo que mi padre nos contó, en nuestra niñez, sobre las fiestas de Nuestra Señora del Volcán, y que él había vivido en su infancia y juventud.
La víspera del 15 de septiembre, se producía junto a este Santuario el acontecimiento más pintoresco, y de auténtico sabor isleño, que a lo largo de toda la geografía insular se daba en lugar alguno.
Llegaban de todos los rincones de la isla verdaderas caravanas de camellos y burros, enjaezadas sus sillas con las más vistosas y coloridas colchas, guardadas para la ocasión, transportando familias enteras, que ataviadas con sus mejores galas ponían una nota de colorido y sana alegría, contrastando con la aridez del paisaje y la negra corriente de lava, detenida milagrosamente ante la Cruz de tea que aún se levanta en el lugar, y que nuestros antepasados erigieron con la fe y la esperanza que caracteriza a los habitantes de esta tierra.
Otros momentos particularmente emotivos se producían cuando los peregrinos, procedentes del municipio de Haría y La Graciosa, ataviados con sus trajes típicos y tocados con el sombrero blanco de palmito, atravesaban el pueblo en animados y vistosos grupos, llegando a Los Dolores a la caída de la tarde. Después de pagar sus promesas a la Virgen, iniciaban, ya entrada la noche y a la débil luz de los farolillos que los mismos peregrinos mantenían en alto, el tradicional Baile de los Romeros; y pese a la escasa iluminación se podía admirar la belleza de nuestras danzas populares al son de isas, folías y malagueñas; melodías arrancadas a viejos instrumentos y cantadas por recias voces que narraban sus propios avatares marineros, penas y amoríos.
Las luchadas en la tarde de la víspera, reñidos juegos de pelotamano y emocionantes carreras de burros y caballos que acudían -como hoy los automóviles- en gran número y calidad, suponían gran regocijo para la concurrencia, viviéndose momentos de gran emotividad y sana alegría.
Pero esto ha pasado a la historia, el devenir de los tiempos ha transformado nuestra fiesta en lo que hoy conocemos, se ha cambiado a la típica parranda de timple y guitarra, que se oía entre olores a fritura de carne en adobo, por la estridente música producida por un potente equipo de sonido, en clara competencia con la del tío vivo de enfrente. Pero la nostalgia es un placer y, además, patrimonio de las generaciones que a medida que el paso de los años nos acorta el camino de la vida, acudimos a ella haciendo bueno aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero creo, sinceramente, que no es cierto. Las fiestas de hoy son las que nos ha tocado vivir y disfrutar, y los jóvenes que bailan en la verbena, y los niños que corretean ahora mismo por el lugar, con el paso de los años, recordarán con la misma nostalgia los momentos que están disfrutando.
No quisiera terminar estas mal hilvanadas líneas, sin dedicar un sentido recuerdo a tantos hijos de este pueblo que no pudieron seguir celebrando estas fiestas entre sus familiares y amigos, debido a que, acuciados por la necesidad y las ansias de lograr un mejor porvenir para sus hijos, emprendieron la incierta aventura de encaminar sus pasos a la tierra de promisión, que en aquellos tiempos suponía el nuevo mundo.
Una familia tinajera, la de D. Gerardo Vera salió hacía Río de la Plata aproximadamente el año 1813, su esposa Josefa Durán y tres de sus hijos: María, Dionisio y Francisco, les acompañaban, mientras en el seno materno se gestaba el nacimiento del que más tarde sería el primer Obispo de Montevideo, nombrado por el Papa León XIII en Junio de 1878, falleciendo en Junio de 1881. sus restos mortales descansan actualmente en el Mausoleo de la Catedral de Montevideo, en la República Oriental del Uruguay. Según la biografía que de él hace el Dr. D. Juan Villegas S. J., Monseñor Vera nació en el seno de una familia católica, laboriosa y pobre, fue formado como trabajador del campo y destacó en vida por ser sembrador de la Palabra de Dios. Nuestro ilustre paisano vivió y murió pobre, y llegó a las más alta jerarquía de la Iglesia Uruguaya, y todos los tinajeros, de nacimiento o adopción, debemos sentirnos orgullosos por ello.
Actualmente se conserva un retrato al óleo de D. Jacinto de Vera en casa, que fue, de D. Ramiro Cabrera Marrero, traído sin duda por su padre, emigrante, que fue, a finales del siglo pasado en la República Argentina.
Otro ilustre hijo de Tinajo fue José Marco Figueroa Umpiérrez, que nació el siete de octubre de 1865, en el Calvario, era hijo de Nicolás Figueroa Cabrera y Rafaela Umpiérrez Fernández. Naturales y vecinos de Tinajo, que acuciados por la penuria que acusaba la isla tras una larga sequía, es por lo que deciden emigrar al Uruguay, a donde llegan en 1873, estableciéndose en el Departamento de Canelones, en el medio rural. A la edad de veinte años, después de haber ejercido como labrador al lado de sus padres, decide ingresar en la Compañía de Jesús, a la que perteneció hasta su muerte, desempeñando el humilde cargo de portero en el colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe. Murió el 19 de noviembre de 1942, en olor de Santidad, y actualmente se ha reiniciado la causa para su canonización.
Estos dos ilustres hijos de Tinajo, nos recordarán a todos los que, en diferentes épocas, partieron un día y desde el anonimato, con su trabajo y sacrificio, contribuyeron al desarrollo de las Naciones que los acogieron. En sus cartas, testimonios escritos de los que tengo la suerte de conservar algunos, manifestaban su amor y añoranza por su tierra y, con la esperanza de volver algún día, recordaban estas fiestas entrañables, el canto de una malagueña desgarrada cantada a la madre que anhela su regreso o el recuerdo de promesas de amor trucadas por aquel repentino viaje y que, la lejanía y el tiempo, aún no habían podido borrar del todo.