POR MANUEL FAJARDO FEO
De antes y de ahora
(Recuerdos y reflexión alrededor de una fiesta)
El mundo limita al norte con Timbaiba, al oeste con Tinache y la morra de Liria, al este Tamia y al sur con Chibusque y Tisalaya. Esas eran las coordenadas del niño que fue uno, antes de que se ensanchara el horizonte y descubriera que detrás de Tamia estaba Tiagua, detrás de Chibusque Masdache, detrás de Timbaiba estaba Muñique y detrás de Tinache: TINAJO.
Tinajo bizantino, como le cantó Agustín Espinosa. Quien descubrió que sus palmeras “son las que mejor hacen la rueda. Esconden su orientalismo mítico par descubrir el tema horizontal de las higueras y de los viñedos. Pero más que palmeras enanas son molinos experimentales….Molinos verdes. Molinos vegetales. Enanos de barbas giratorias, cabeza calva y pies subterráneos. Aprendices de molino….
….Molino: signo de occidente. Palmera: signo de oriente. La palmeras de Tinajo -las palmeras que hacen mejor la rueda- han sumado los dos signos para avisar el bizantinismo cercano….”
Tinajo bizantino, con sus chimeneas, con sus montañas inmensas, negras, grises, coloradas: Tinguatón, Tenesar…….
Y detrás de todas ellas: el mar.
El mar que se llevaba esperanzas, dejaba sueños y devolvía ilusiones. ¡Qué sería de nosotros sin el mar!
Ese mar que abre y cierra. Ese mar que limita.
Aquí siempre hemos estado condicionados por el mar, por los límites. Y ante los límites se pueden mantener sólo dos actitudes: desafiarlos o recogerse; pasarlos o quedarse quietos en Lanzarote la costumbre de siglos ha sido la primera: crear, inventar, resolver, buscar alternativas, no esperar soluciones de fuera.
Eso, creadores, lo que fuimos, lo que inventamos, es lo que somos hoy.
Cuando se invita a alguien a un acto como este se supone que existe algún tipo de vinculación vital o afectiva al lugar, a la efeméride.
Se ha podido entender que yo la tengo y por eso quiero agradecer a la corporación de Tinajo el que haya puesto en mis manos la responsabilidad de anunciar las Fiestas de Nuestra Señora de los Dolores, dándome la oportunidad de compartir con ustedes algunos recuerdos que, con matices, serán los mismos de la mayoría de los que tengan más o menos mi edad.
Hace cuarenta y tantos años nuestro mundo estaba limitado, estaba limitadísimo. No sólo era el espacio. Estaba el tiempo; las fechas marcaban nuestras vidas. De Navidades a Carnaval era una eternidad. San Juan, el verano, casi no llegaba después de Semana Santa. Y no digamos de lo que suponía esperar el Día de Dolores.
Porque era el “Día de Dolores”. Lo de Nuestra Señora de los Volcanes lo sabían algunos. Para el común era la “fiesta de Dolores”, a secas.
Una fiesta entrañable, recóndita, casi íntima. Fiesta doméstica, culminación del peregrinaje de caminantes agradecidos, o de peticionarios de alguna gracia, que plasmaban en barro, o en madera, los favores recibidos o los por recibir en una auténtica galería de arte popular.
Barcos, camellitos, cabras, muletas, piernas o muñequitos eran representaciones a semejanza, por ejemplo, del niño que había sanado, del superviviente del naufragio, del parto de la camella o de la superación de una cojera. He de confesar que así como algunos de los exvotos me gustaban -los barcos, los animales- la mayoría de ellos me sobrecogía.
Pero si los exvotos sobrecogían más hacía contener la respiración el caminar cansado de los primeros peregrinos, que se acercaban desde la víspera, jadeantes, después de superar la cuesta de la Montaña Mina, la de Tao, los llanos de Soo, la subida de Güime y de Montaña Blanca.
En La Vegueta, desde mi casa, se oían las voces cuando alcanzaban la de doña Eloísa y cuando llegaban a la de Señora Vicenta ya se sentían hasta los pasos. Era el momento de acercarse al camino, de sentarse en la pared por debajo de Carmen Camacho, frente a las casas de Reglita Bethencourt y de D. Eugenio Rijo a verlos pasar y condolernos, sin entender apenas a qué obedecía todo aquello. Pies destrozados, sangrantes, que venían de La Villa, de Haría, de Arrecife, de Yaiza, de Tías, de S. Bartolomé y hasta de La Graciosa.
Siempre había alguien que les acercaba un porrón de agua fresca. Y una fila de niños que a medida que se iba aproximando Mancha Blanca formaban, formábamos, alegre cortejo alrededor de aquella doliente procesión.
Luego Mancha Blanca era una fiesta. La peregrinación entraba en la ermita, rezaba, descansaba, y al salir, recuperada, estaba el jolgorio: las luces de los faroles de petróleo, oscilantes, colgando de los puestos; las primeras sopladeras, los trozos de caña dulce, dulcísimo, los pirulíes -“pirulines” – predecesores del chupa -chups – los dulces multicolores, adornados con bolitas brillantes, esperando a ser saboreados con la veneración de lo que escaseaba.
Las parrandas se mezclaban con la algarabía, con el crujir de los chicharrones en el aceite hirviendo. Los olores. Olores de carne en adobo, de viejas jareadas, de pulpos asados, de colonia “revedor” (“Rêve de Or”) traída desde Port Etienne para disimular sudores.
No había tarima, ni equipos de sonido, ni sillas, creo que ni pregonero. Casi, casi no había ni organización. No hacía falta. Todo se daba por sentado. Bastaban algunas indicaciones y el festejo marchaba. Cada uno llevaba sus palmas, sus tablas, sus bancos, y montaba su ventorrillo pegado al que primero había llegado.
Recuerdo el timple y la guitarra de Baltasar y de Manuel Déniz, sus voces recias que no necesitaban altavoz. Veinticuatro horas -que era más o menos lo que duraban los festejos- de isas, folías y malagueñas. Veinticuatro horas sin parar, solo tregua para “jincarse” el vaso. En ellos, Baltasar y Manuel Déniz, quiero, si ustedes me lo permiten, rendir homenaje a lo que fuimos. A lo que ellos, y tantas y tantos como ellos -trabajadores del campo con temporadas en la costa- contribuyeron a lo que somos hoy, a lo que hoy tenemos, y a lo que hemos cambiado.
Canarias, Lanzarote, Tinajo, La Vegueta, Mancha Blanca, El Cuchillo, La Santa, Tinguatón, Tajaste, La Costa…. Estamos en tierras hospitalarias. Estamos en una isla siempre abierta a nuevas aportaciones. Aportaciones enriquecedoras que han hecho que seamos lo que hoy somos. Estamos, también, en una tierra que no olvida lo que fue ni a quienes la forjaron porque sería como traicionar su desvelo y su sudor. Ellos nos enseñaron, nos transmitieron, nos ilusionaron y se fueron con el convencimiento de que su legado sería conservado y superado por el ímpetu de las generaciones venideras,
Nuestro deber es respetarlos, respetarnos y hacernos respetar.
Obligados por las circunstancias hemos desertado de la costa y, casi, casi, del arado. Ya no dependemos sólo del agua del cielo para sobrevivir y el mar, por el que tantas veces nos vimos obligados a salir nos trae otras gentes.
El canto de Agustín Espinosa -hace más de setenta años- fue una premonición: El molino occidental y la palmera oriental reunidos en Tinajo. En Lanzarote. En Canarias.
Bizancio como metáfora de cruce y encuentro de civilizaciones. La palmera, que es oriental pero que también es caribeña y africana, como símbolo de los nuevos tiempos. Nuevos tiempos que, unas veces más, otras veces menos, son los que siempre han sido.
Estamos en días de más. La corriente humana que nos ha llegado en los últimos años supera cualquier previsión. Por eso es importante estar atentos ante la posibilidad apuntada de aculturalidad. Tenemos las puertas francas. Recibimos con los brazos abiertos. La hospitalidad ha sido siempre nuestra divisa, pero nadie debe confundir hospitalidad con debilidad.
Estamos con los nuevos tiempos, faltaría más, pero tenemos muy presente los tiempos que nos precedieron.
Claro que los tiempos han cambiado. Los tiempos han cambiado tanto que ahora, en Los Dolores, tenemos una organización extraordinaria, tenemos bares, tarimas, altavoces, sillas, actuaciones de artistas de acá y de allá, feria internacional de artesanía, apretado programa de actos que se extiende más allá de las veinticuatro horas que duraba antes la fiesta. Por tener tenemos hasta pregoneros y…. urinarios públicos.
El cambio ha sido tan importante que lo que era una peregrinación recogida, siempre la víspera de Los Dolores, se ha convertido en romería planificada. Como ha sucedido con todas las peregrinaciones a todas las vírgenes de nuestras islas. Las visitas a Nuestras Señoras de La Peña, De las Nieves, del Pino, de Guadalupe, de La Candelaria, de Los Reyes, han trascendido de lo doméstico, han pasado de ser unos sobrios actos de pago de promesas, a eventos multitudinarios en que participan gentes venidas de más allá del mar.
Gentes de distintos lugares arriban, se unen a nosotros estos días en Mancha Blanca, se visten “de nosotros”, cantan juntos, bailan juntos, escuchan juntos, aprenden juntos lo que somos aquí.
Bienvenidos a todas y a todos los aquí llegados y nuestra disposición a hacerles participe de lo que tenemos, de lo que sabemos dentro del más exquisito respeto: respeto mutuo, recíproco, respeto exigible e indispensable como forma de vida.
Aquí estamos todas y todos.
Creyentes y no creyentes cristianos o de otros credos, agnósticas, y hasta ateos, pero ni un infiel, ni una infiel, todos y todas fieles a la cita con la Virgen de los Dolores, agradecidos de que una vez al año convoque a comunión -comunión que es encuentro, comunicación e intercambios- de gentes de dentro y de fuera de la isla, como convocan las vírgenes de Los Reyes, del Pino, de la Peña, de la Candelaria, de las Nieves, de Guadalupe a los que son, o no, érennos, gran canarios, majoreros, tinerfeños, palmeros o gomeros. Sería milagroso que las Vírgenes consiguieran lo que tan difícil se nos hace a los que trabajamos en política: que se confundieran las voces de todos los canarios en un solo clamor para un futuro de esperanza.
Sería bueno que las Vírgenes de los reyes, de las Nieves, de la Peña, de Guadalupe y de los Dolores, Vírgenes periféricas al fin y al cabo, pidieran a la de Candelaria y la del Pino – a ellas, que están en el centro – que contribuyan a limar asperezas, a apaciguar ánimos, a indicar a los suyos que, aunque la geografía los haya colocado en un supuesto centro, necesitan mirar alrededor: hacia la periferia y más allá de ella. Que mirando hacia el centro de uno, a veces, la realidad se deforma, se pierde perspectiva. Que hay que ampliar horizontes que la periferia se resiente de permanecer eternamente expectante.
Es un deseo en fecha tan señalada.
Como es un deseo, también, que todas y todos disfrutemos sanamente, sin echarnos demasiado la camisa por fuera, de estas fiestas, siempre haciendo gala de la hospitalidad que nos caracteriza:
Un recuerdo a Leandro Fajardo Perdomo y Juana Feo López, mis padres, que tanto me enseñaron a amar esta tierra.