POR ADÁN MARTÍN MENIS
Permítanme que en mis primeras palabras les transmita el afectuoso saludo de quien, ya al margen de las instituciones públicas, a las que he dedicado la mitad de mi vida, no tiene otro mérito para merecer el gran honor de ser pregonero de la Fiesta de los Dolores que el sentido cariño a Lanzarote y a sus gentes, gestado en muchos años de idas y venidas, en muchos encuentros, en mucho diálogo, y en el intento permanente de descubrir en la enorme diversidad de Canarias todo lo que nos puede unir y fortalecer.
Me enorgullece el hecho de haber participado varias veces, no solo en la Fiesta de la Virgen de los Dolores, sino en la de todas patronas insulares de Canarias. En todas me he sentido en casa. Y en todas he descubierto su enorme valor, no solo religioso, sino también simbólico de una manera de ser y de estar en el mundo, de una forma de encontrarse y hermanarse, de una forma de festejar, de reír, de cantar, de bailar, de rezar; de una forma de compartir y de renovar una herencia, de una forma de rendir tributo a un pasado que nos hizo conejeros y canarios, que construyó nuestra identidad. Nuestra, porque no decirlo, orgullosa identidad de canarios. Algo intangible eso de la identidad. Pero no por ello menos valioso. Al contrario. Tiene tanto valor que no se le puede poner precio.
Es por ello que cuando, desde la Presidencia del Gobierno de Canarias, decidimos impulsar la celebración de las fiestas insulares de cada isla, de acuerdo con los presidentes de los cabildos, todos decidieron fijarlas en las fechas del calendario que marcan la celebración de la fiesta de las vírgenes patronas de cada isla. No había que crear artificialmente nada, sino ser consecuentes con el sentir popular, respetar y avalar la pulsión emocional de cada una de las islas.
En nuestra tradición, un pregón anuncia y abre la fiesta. Es contrapunto civil y solemne al fervor de la celebración o a la alegría de la fiesta.
El pregón es una llamada a celebrar la fiesta, desde el recuerdo de sus orígenes. De los que siempre hay que hablar. Pero también es un canto al presente y ha de ser una llamada jubilosa Y esperanzada al futuro.
Porque pasado y futuro se encuentran en la esencia de nuestras romerías. Se celebra la tradición, se agradecen favores, se mantiene la llama de la herencia de nuestros padres; pero también se pide a la Virgen de los Dolores por el futuro, se hacen votos por un mejor porvenir.
Recordar y proyectar. Dos de los verbos más humanos. Porque sólo el hombre puede hacerlo.
El pregón, por lo tanto, debe su primer tributo al recuerdo. A ese recuerdo que nos hace. Que nos crea como lo que somos.
Que se acrecienta y cultiva con los años. Que nos humaniza e iguala, porque pueden tenerlo por igual ricos y pobres, doctos e iletrados, hombres o mujeres.
Y el recuerdo en este caso son los orígenes de la Fiesta.
No es ocioso advertir antes que, aunque la Virgen es una, porque solo una María fue la Madre de Jesús, sus advocaciones, las denominaciones que ha ido adquiriendo a lo largo del tiempo en todo el mundo, son centenares.
Muchas de ellas están presentes en Canarias, pero en cada Isla hay una predilecta.
Y no se si alguna vez se han parado a pensar que entre las siete vírgenes patronas de las siete islas canarias sólo una ha sido elegida por la preferencia de sus gentes a lo largo de los años. Y esa es la Virgen de los Dolores. Una patrona por elección.
Mientras la Virgen de Candelaria, la del Pino, la de la Peña, la de Reyes, la de las Nieves o la Virgen de Guadalupe responden a historias de apariciones en los dos primeros siglos de la historia moderna de Canarias en el resto de las Islas, la Virgen de los Dolores fue elegida por los asustados lanzaroteños que, en 1735, ya no sabían que hacer para proteger su isla de las múltiples y nutridas lenguas del volcán.
Su historia, quizás por ser más reciente, es la mejor documentada. En el origen de las seis restantes siempre es el resultado de apariciones o encuentros casuales en una cueva, en lo alto de un pino, en una peña, entre unos peñascos.
La Virgen de los Dolores comienza a hacerse con el corazón de todos los conejeros en los años más críticos de la Isla. En aquel sexenio infernal de 1730 a 736, en el que muchos de ellos, temiendo por su enterramiento en vida, saltaron a Fuerteventura a esperar tiempos mejores. Fue sin duda la mayor erupción habida en Canarias en el pasado milenio. Una isla ya severamente castigada durante siglos por raptos y esclavizaciones, sequías, epidemias, hambrunas, ataques de piratas y plagas de langostas, se enfrentaba en aquellos años a la peor de las catástrofes naturales de la historia conocida de Canarias. Nunca otra erupción sepultó tantas casas, tantas ermitas, tantas tierras de cultivo.
¿Y cómo se enfrentaban a lo inevitable, a los azotes de la naturaleza, aquellos humildes campesinos y pescadores?
Desnudos de ciencia y tecnología, sólo podían confiar en la intercesión divina. A lo largo de aquel sexenio, el fuego, la lava y la ceniza cubrieron un tercio de la isla. Lo que hoy es la maravilla de Parque de Timanfaya se elevó sobre las haciendas y medios de vida de centenares de familias que ya no sabían que hacer.
Como señala reiteradamente la historiografía canaria, ante las sequías o erupciones devastadoras, la ausencia de mínimos sistemas de auxilio social colocaba a los isleños ante la disyuntiva de la emigración rápida o de reclamar el amparo de la providencia divina. No es posible entender la fuerte religiosidad de aquellos años sin considerar la indefensión del hombre ante los efectos de la Naturaleza.
Es por ello que, ante la amenaza inminente de que la lava y la ceniza arrasara Tinajo, se reúnen los vecinos y deciden nombrar a la Virgen de los Dolores Protectora y Patrona «para que libre a este lugar y sus distritos de las ruinas del Volcán». Y se comprometen a celebrar cada año una fiesta en su honor.
Una crónica de la época cuenta que se convocó una procesión desde la ermita de San Roque encabezada por el cuadro de una imagen de Nuestra Señora de los Dolores. El portante de la cruz la clavó en Montaña Blanca, junto a la lava, que se detuvo. Los lugareños hicieron votos de levantar allí mismo una ermita en honor de la Virgen. Hay que imaginar que el empobrecimiento y la reconstrucción de la Isla demoraron la fábrica del templo más de cuarenta años. Desde entonces, desde hace casi 230 años, la promesa se mantiene y se renueva cada año.
Generaciones y generaciones han mantenido esa tradición, ese compromiso. Pero esa cita anual con la Virgen lo es también con todos los miles y miles de romeros y romeras que a lo largo de más de dos siglos caminaron hasta aquí desde todos los puntos de la Isla del Fuego. Los mismos que hicieron lo que es esta isla. Los mismos que dejaron aquí una parte de su sentimiento y de su alma para siempre, convirtiendo a Tinajo, de alguna forma, en la capital religiosa y sentimental de Lanzarote.
«Las erupciones volcánicas de 1730 y 1824 marcan un antes y un después de la historia de Lanzarote -señala el investigador Francisco Hernández Delgado – . Sobre las cenizas de las casas, vegas y propiedades de los sufridos lanzaroteños, surge la ilusión y el coraje de los agricultores con los que no terminaron estos fenómenos físicos y las hambrunas. Y en una simbiosis total entre hombre y suelo, hicieron brotar sus plantas en medio de lava y arena, amparados -como no podía ser menos – en la protección divina, identificada en la devoción mariana que siempre ha caracterizado a los lanzaroteños desde los tiempos de la conquista».
Si siempre fue esforzada la vida en Canarias, en Lanzarote y Fuerteventura fue especialmente dura por las carencias de agua, muchas veces dramáticas. Aquí, y no en las capitales urbanas, se acuñó el canario más sobrio, el más tenaz, el más laborioso, el más imbricado con el paisaje y con la tierra. Nuestras raíces nacen de nuestra propia lucha contra las más crudas dificultades, acrecentadas por nuestra doble insularidad y lejanía.
Más de una vez he citado a Juan Ramón Jiménez para recordar una de sus sabios consejos. Decía el poeta onubense que hemos de utilizar la tradición como conquista y no como mera herencia. La tradición como conquista y no como mera herencia.
No todos asimilan los legados del propio pasado, con el enriquecimiento personal que representa. El pasado no se repite. Pero quien lo desprecia o lo ignora se arriesga a construir un futuro sin cimientos. No se si conocía ese consejo César Manrique, nuestro querido César, pero lo entendió como nadie.
Porque su obra sí representa una nueva conquista, un nuevo logro, a partir del pasado. Porque las herencias de antiguo no perviven si no se las «conquista'», se las trabaja, se las dignifica una y otra vez en nuestras vidas, que son una proyección hacia el futuro.
Decía al principio que un pregón es una llamada a celebrar la fiesta, desde el recuerdo de sus orígenes, pero que también es una apelación a disfrutar el presente y a construir un futuro juntos.
La competencia, a veces brutal, que caracteriza a los tiempos que vivimos nos lleva a engrandecer las diferencias, a multiplicar las quejas, a aventar los pleitos, a vivir en la desconfianza y a olvidar que la solidaridad es seguramente el mejor fruto del amor.
Ese amor que humaniza al animal que llevamos dentro más que nuestro mayor o menor intelecto.
Es por eso que cuando la solidaridad flojea, el amor se apaga o se evapora; y la vida humana se empobrece. De la misma forma que la bondad y la fortaleza de una familia puede medirse por la solidaridad interna y recíproca de sus miembros, en las sociedades cabe la misma regla.
En la Europa Occidental esa solidaridad avanzó mucho en las últimas décadas. La democracia vino a impulsarla en nuestro país como nunca en siglos de Historia. Y nuestro Estatuto de Autonomía, que pronto cumplirá los treinta años, es, sobre todo, si nos paramos a pensar, la carta de naturaleza de la solidaridad canaria. Más allá de un complicado conjunto de reglas y disposiciones, nuestro Estatuto responde al compromiso de sumar y compartir para distribuir solidariamente.
Es el responsable del progresivo equilibrio -todavía incompleto – que se ha ido logrando con los años.
Pero, como todas las leyes, será papel mojado si la sociedad decide transitar con otras pautas y valores.
Por eso, la convivencia y la solidaridad son logros que debemos conquistar y alimentar cada día en Canarias. Porque retroceden si no se las cuida.
Y si siempre vivimos muy pegados a nuestros propios problemas, que nos desbordaron durante siglos, ya es el momento de mirar a nuestro entorno y extender nuestra solidaridad a nuestro vecino continente, a un África que no acaba de enderezar su futuro.
Hace dos siglos, frente a las corrientes de lava del volcán, no teníamos otra opción que implorar al cielo. Hoy, las corrientes humanas fue llegan a nuestras costas y aeropuertos nos traen a la memoria todas las catástrofes y dificultades que a los canarios nos empujaron a emigrar. Y no somos tan impotentes como entonces.
A pesar de la cercanía del problema, vivíamos ajenos al drama de unas existencias que no alcanzan esos mínimos vitales imprescindibles para que la dignidad humana -fuente de la que nacen los derechos de todos – pueda considerarse a salvo.
Siendo la inmigración clandestina la sucesión de una repetida serie de catástrofes de todo tipo que están en su origen y, a veces, en su llegada a término, se constituye sin duda en el fenómeno humanitario que hoy más nos interpela. Que más pone a prueba nuestra hombría de bien.
Aprendimos a ser solidarios entre nosotros. Y de ello se ha derivado un sistema de bienestar social que será siempre perfectible, pero que ya está a años luz del que pudieron disfrutar nuestros antepasados. Y, sin embargo, seguimos inquietos. Por fortuna, no estamos conformes. Hemos avanzado como nunca. Pero también conocemos como nunca todo lo que queda por hacer.
Se desmoronan las fronteras y lo que ocurre fuera ya no nos es del todo ajeno, ni nos puede ser indiferente. Es hora de retornar a los valores compromiso social en todas sus vertientes. Es hora de estrechar nuestros lazos para exportar solidaridad y para mejorarla dentro.
Siempre pensé que el auténtico sentido de las fiestas religiosas y de muchas de las manifestaciones de los que vivimos en sociedad consiste en unirnos en un punto -esta vez al lado de la Virgen de los Dolores – para evidenciar y proclamar nuestro deseo de unidad y convivencia; y para felicitarnos por ello con todo lo que hace una fiesta agradable.
Pregonamos nuestra unión y nuestros mejores deseos con ritos y formas que ayudan a su cumplimiento.
Gracias alcalde, por ofrecerme la oportunidad, el honor y el privilegio de intentarlo, a pesar de que la retórica no es mi fuerte. En casi treinta años de intensa dedicación al servicio público he conocido a centenares y centenares de cargos públicos de todo orden y jerarquía. Y en ocasiones uno se encuentra con auténticas «raras avis», auténticas excepciones a las pautas más frecuentes y comunes. Si estoy aquí es porque no podía rechazar de ninguna manera la invitación que me hizo uno de esos hombres excepcionales de la política canaria, Suso Machín. Si algo he reconocido y admirado siempre en él es que dice lo que piensa y hace lo que dice. No hay doblez ni segundas intenciones. Es consecuente y coherente, algo inapreciable en los tiempos que vivimos.
Gracias a Lanzarote por ofrecerme la posibilidad de empuñar este testigo de tradición y de apelación al futuro que siempre es un pregón.
Gracias a todos por acompañarme en este empeño.
¡Felices Fiestas!