Memorias del viejo Arrecife -V

Por Agustín Cabrera Perdomo

LA CALLE PORLIER III

A continuación del caserón de don Rafael Medina Armas, en una típica y muy cuidada casa terrera que hacía esquina con la calle Miguel Primo de Ribera hoy repuesta con su antigua denominación, -la calle Sol,- vivía la distinguida familia Rocha Parrilla, originarios del pueblo de los Bethencourts, de La Vegueta, la yema …….. del huevo….que decía don Tomás el cura de Tinajo cuando en algún sermón tenía que referirse a los habitantes de aquel exclusivo pago.

El progenitor de aquella larga familia, hombre muy afincado en aquel reducto de los «Bethencoures,» Fue don Jerónimo Rocha Bethencourt a quien no tuve el gusto de conocer por razones de edad, y solo por referencias y anécdotas contadas por mi amigo Pedro Calderón que si lo conoció protagonizadas por él en aquella Vegueta de las primeras décadas del SIGLO XX, me habló de su fuerte carácter y su magnanimidad con los más desfavorecidos, me aseguraron. El absentismo era situación o circunstancia adoptada por las familias más pudientes del interior; estas se trasladaban a la capital donde pasaban el invierno y volvían de nuevo al campo en los meses veraniegos huyendo de la canícula y las «polvaseras.» que azotaban sin piedad a la capital de la isla. Tampoco recuerdo a su esposa, doña María Parrilla Bethencourt, hermana que fue del legendario y largamente centenario don Rafael Parrilla.
A quienes si conocí, fue a sus hijas Angelina, Carmita, Lola, Rosa, e Isabel, cinco mujeres de las cuales a excepción de Isabel y Lola hasta que está enviudara, vivieron bajo la tutela y disciplina de su hermano Juan. Hombre adusto y disciplinado en sus costumbres y de una firme religiosidad. De misa y comunión diaria; el día en que durante la celebración de la misma, no se oía retumbar por la nave de los hombres de la Iglesia de San Ginés, el sonoro y rítmico taconeo de sus zapatos en su recorrido de ida y vuelta a recibir la comunión, era porque don Juan Rocha estaba de viaje o postrado en la cama por algún serio problema de salud. Juanito Rocha -como se le conocía cariñosamente- trabajaba de amanuense en el Juzgado Comarcal de Arrecife donde debió aprender la carrera de Derecho sin tener que ir a la Universidad y por supuesto sin sufrir examen alguno. Por las tardes, competía su cola de clientes con la de don Pancho el médico, que tenía la suya en el edificio de enfrente. Acudían a su despacho, sobre todo gente del interior de la isla, con sus problemas de mayor o menor cuantía que don Juan solucionaba tramitando y arreglando las divergencias que surgían sobre todo entre agricultores con problemas que hoy, nos podrían parecer nimios e intrascendentes como podía ser una serventía que no lo era o bien una linde rodada maliciosamente u otros problemas similares.
Como reseñé al principio, en el edificio de enfrente, vivía y también tenía su consulta don Pancho El Médico; allí acudían sus pacientes aquejados con dolencias de todo tipo y que después de un interrogatorio minucioso y un no menos riguroso reconocimiento físico, terminaba el examen escuchando con el fonendo alguna posible patología cardiaca o pulmonar. Una vez acabada la auscultación, se dirigía al aguamanil que estaba junto a la puerta y tras lavarse concienzudamente las manos, emitía su diagnóstico de pie junto al paciente. Seguidamente sentado tras la mesa, tomaba el recetario y escribía en ellas una colección de lo que parecía un jeroglífico y que solo entendía él y los mancebos de las Oficinas de Farmacia. Recuerdo de aquel despacho, la urna de cristal con la copa de cuando fue Campeón Insular de tiro al plato expuesta sobre la vitrina del instrumental, las obras completas de don Gregorio Marañón en la librería y colocados a lo largo de los zócalos de la pared, las cajas de medicamentos que los visitadores farmacéuticos le iban dejando y que él colocaba formando pequeñas torres en el saliente de dichos zócalos. Tras la mesa y aunque era bastante alto, no lucía por las tongas de libros en los cuales se ponía al día estudiando hasta la media noche. Tenía coche; un -ya en ese tiempo- renqueante Ford-Cuatro que manejaba Pepe Saavedra, un entrañable amigo de ruidoso apodo el cual se pasaba parte del día sentado junto a la puerta de la barbería de Fermín, atento al toque de la bocina del coche, que era la señal de que don Pancho lo necesitaba para acudir a alguna consulta domiciliaria. Para mí y para muchísimas personas, Pepe Saavedra formaba parte del paisaje urbano de la calle Porlier, fue hombre con un gran sentido del humor y que según decían de él; era el más y mejor experto conocedor de los gallos de pelea y merecedor también del Premio Nacional a la Natalidad que concedía el régimen de Franco a las familias muy numerosas y que por una razón -circunstancia hoy muy natural-, no le fue concedido y si lo fue creo que se lo quitaron. La última vez que hablé con él, fue en la barbería de Nito en la calle Cienfuegos donde recordamos los viejos tiempos y nos echamos juntos unas buenas risas.

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