Los avisadores nocturnos

Por Agustín Cabrera Perdomo

Cuando la noche con sus sombras y misterios desdibujaba poco a poco el contorno de las blancas casas de Tinajo, en algún lugar elegido por el destino, comenzaban a congregarse algunos vecinos con la intención de salir a comunicar al resto de sus paisanos la mala nueva de que alguien, en la noche o el día anterior había pasado a mejor vida.


De dos en dos salían animosos aquellos mensajeros de la muerte casi siempre armados con palos o recias latas de pastores y se desplegaban por caminos y veredas para llevar hasta la última casa del pueblo su triste mensaje de dolor. Con aquellos garrotes que previsoramente llevaban para amedrentar a perros y posibles espíritus errantes, ejercían su labor aporreando puertas y ventanas, despertando con el consabido sobresalto a los habitantes que ya a esas horas se hallaban soñando con los angelitos. Después de los avisos dados de forma tan peculiar, se aguardaba la contesta y si no llegaba, a voz en grito comunicaban las referencias del infortunado fallecido.
A medida que avanzaba la noche, los entonaciones de los recaderos crecían en la misma proporción que lo hacían los golpes en las puertas y aquella inesperada y desproporcionada mensajería, rasgaba el húmedo silencio de la madrugada provocando en los pacientes moradores -a pesar de estar más o menos acostumbrados-, enormes sobresaltos que hacían que sus corazones se desbocaran sin tino y a un trís de salírseles por la boca. Después del por otra parte esperado susto; el dueño de la casa, persignándose con un gesto nervioso, mascullaba entre dientes: ¡Que Dios le halla perdonado!, creo que refiriéndose al difunto naturalmente.
Para el familiaje menudo que dormíamos en las habitaciones que daban al camino, la incertidumbre que nos producía aquel acontecimiento inaudito, se prolongaba algo más, ya que al mirar temblando de miedo y frió por las rendijas de las ventanas; seguíamos la retirada de aquellas tambaleantes sombras que nuestra imaginación desbordada agrandaba y convertía en seres venidos de sabe Dios donde.
Cuando repuestos del primer sobresalto, intentábamos aguzar el oído con la intención de recordar al día siguiente quien había sido el infortunado mortal al que la Parca había elegido esa noche, solo llegábamos a percibir un confuso fárrago totalmente indescifrable que se alejaba por el camino y apagado a su vez, por el aullido del viento al pasar entre las tuneras retorcidas del cercado y el ladrar desesperado de todos los perros de los contornos.
Aquellas violentas interrupciones del descanso y el sueño, fueron costumbre por estos pagos hasta no hace muchos años y, aunque no soy partidario de que las costumbres se olviden o se pierdan; ésta concretamente, creo que estará mejor en el recuerdo intimo de los que la sufrimos, o en el Cementerio de las Costumbres Perdidas y quede allí guardada para siempre o en la memoria de la sabiduría popular.
No sería justo terminar este recuerdo escrito, dando la impresión que los integrantes de aquel servicio de emisarios de óbitos y exequias fueran a desempeñar su cívica y humanitaria labor, afectados por los vapores de los sulfurados caldos del lugar, hecho que podría dar a entender esta narración al describir la facilidad con que aquellos voluntarios mensajeros perdían el control sobre el vigor que daban al palo avisador sobre las precarias carpinterías de las casas tinajeras.
La mayoría fueron sin duda, solidarias gentes de buena fe, que haciendo el enorme sacrificio que suponía el andar toda la noche avisando infortunios, pensaban del mismo modo y que algún día les sería devuelto el favor de la misma manera. Pero no, las cosas han cambiado mucho desde entonces.
Agustín Cabrera Perdomo

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