Por Agustín Cabrera Perdomo.
Señor Juan Cabrera vivía en Tajaste, en una humilde vivienda que orientaba su fachada principal hacia el poniente, al camino que atraviesa Tinajo de Norte a Sur y que a día de hoy aparece rotulado con el pomposo nombre de Avenida de Los Volcanes. La casa estaba rodeada por media fanega de tierra, angosto pero suficiente territorio donde se ubicaba además de la dicha vivienda, las gañanías, la era y el llamado entonces corral de pajeros. Tenía un aljibe al borde del camino que recogía exclusivamente las aguas de la cuidada era y de las azoteas de la casa, pues estas aguas constituían la preciosa reserva que se utilizaba exclusivamente para el consumo doméstico y el riego de las plantas que su mujer cuidaba con esmero y ornaban el pequeño patio de la casa, abierto al Sur y donde confluían todas las piezas de la misma.
Para el riego de canteros y otros usos agrícolas, contaba con una pequeña mareta obrada que recogía las aguas que discurrían por el llamado camino viejo y de las escorrentías que bajaban de la montaña de Tinache. Al atardecer; al soco de los corrales de piedra seca, señor Juan departía con algunos de los vecinos que se acercaban a cabildear y sobre todo a escuchar sus batallitas que sin mucho entusiasmo, contaba sobre su activa participación en la Guerra de Cuba.
Señor Juan «El Indiano» era hombre moderadamente afincado. En el cercano jable de Muñique a Soo contaba con unos cuadritos donde ahollaba y plantaba unas ramas de baratera, tubérculo imprescindible en la dieta familiar junto a las papas y al cherne salado. Las gavias de La Cerca, más algunos enarenados en Cantarilla, otros cachitos en Los Rostros, media docena de higueras y un moral en el volcán más una fanega de viña que tenía en el «malpei» de Las Quemadas, era patrimonio suficiente que les permitía a él y a su esposa vivir con cierta largueza y dignidad. Con el fruto de sus malvasías a las que hoy llaman «volcánicas», vendimiaba -decía él- solo para el consumo de la casa y con las que lograba llenar de mosto un par de barriquitas, las cuales llegando Las Pascuas Navideñas, ya sonaban a hueco al golpearles el témpano.
Los Ranchos de Animas y Pascuas eran agrupaciones formadas exclusivamente por hombres que se reunían para mediante unos monótonos rezos cantados, pedían al Altísimo, por la salvación de las almas que se abrasaban en el fuego transitorio del Purgatorio, aunque debería decir abrasaron porque en la buena lógica de los que crearon aquel ignoto y cruel horno crematorio, actualmente y aparentemente ha sido clausurado sin pena ni gloria. A aquel Rancho de Animas, yo no recuerdo haberle oído en Tinajo su etnográfico guineo musical, no así al de Pascuas que después de sus cantigas desde el cancel de la puerta del templo parroquial de San Roque y en homenaje a la Natividad de Jesús, emprendía un recorrido por las casas o las bodegas de los vecinos más pudientes. Rara era la casa de bien que no tuviese encanterado algún envase de vino, de malvasia o mixturado, este último, que se elaboraba con todas las variedades de uvas de la zona, la negra, la Malvasia, listán, de Diego y hasta la llamada Burra Blanca. De esa mixtura, nacía un enturbiado caldo con más tufo a azufre que a esos aromas a frutas silvestres, a melocotón y otras maravillas que dicen hoy los catadores y entendidos que tiene el vino conejero. Era lógico y normal que así resultase el vino de Tinajo en una época en la que faltaba el agua para lavarse la cara y cuanto menos para enjuagar los envases como se debía en buena e higiénica ley. Sin embargo, el vino de señor Juan tenía cierta fama por el regusto a ron que dejaba en los gaznates de quienes tenían la suerte de probarlo. En su bodeguita recaló durante una Pascuas Navideñas de no sé qué año, el Rancho de Pascuas de Tinajo, señor Juan Cabrera, solícito y acogedor: los recibió e invitó a pasar a su pequeño reino de Dionissos. En el único vaso que disponía, vertió generosamente el líquido néctar y lo ofreció a quien señor Juan pensó que dirigía aquel original orfeón itinerante. El hombre en un gesto de cortesía hacia sus compañeros le pasó el vaso a quien tenía a su lado, el cual de un trago se lo endilgó sin arrugarse un pelo. Señor Juan continuó escanciando hasta llegar al último de la fila. Refrescado el último que portaba la espada sonora, señor Juan enjuagó el vaso y lo colocó en la repisa mientras oía a sus espaldas la voz del que se había pasado en galantería ofreciendo su ración al compañero. -Perdone señor Juan, pero es que falto yo por beber-. Mesando su blanca barba y mirando a los ojos a su interlocutor le dijo con cierta dureza en la voz: -usted no falta señor, a usted fue al primero que le ofrecí el trago y usted con lo mío invitó a su compañero. El hombre lo entendió y no se le ocurrió contestarle, pues sabía de la meticulosidad de señor Juan en su proceder y sus expresiones verbales.