Por Agustín Cabrera Perdomo
Eran cuatro las cabras mochas que balaban y pateaban inquietas en el exiguo corral de piedra seca que pegaba con una de las paredes de la humilde casa que junto al barranco, servía de vivienda a Jacinto Rijo. Las causas de aquel tráfago en el corral se debían sin duda al echar en falta a quien todas las madrugadas le abrían la cancela para dejarlas salir a pastar después del ordeño. Jacinto compartía con ellas y con el perenne viento dominante, la soledad de aquel remoto rincón donde en el pasado, una descomunal erupción, había respetado en su destructivo avance hacia el mar, algunas colinas y morros que como lomos de animales prehistóricos asomaban sobre aquel negro y encrespado mar de basalto.
Empezaba a despuntar el Sol, cuando los ladridos lastimeros de Sultán despertaron a Jacinto, quien; al percatarse y ver la claridad del día colándose por las hendijas de la puerta, fue consciente que aquella tardía anormalidad en su cotidianidad, en su solitario paso por la vida, tendría que estar ocasionada por alguna inexplicable razón que en ese momento; Jacinto no pudo o no supo explicarse. Intentó incorporarse y una fuerza añadida a la propia gravedad, le mantuvo sujeto al viejo camastro, notó la insondable flacidez de su cuerpo y que sus párpados le pesaban como cortinas de plomo. Solo la actividad de su cerebro le daba conciencia real que se encontraba todavía entre los vivos. Su aislamiento de la modernidad, sus intempestivas apariciones al caer la noche por las cantinas del pueblo embozado en pieles de cabra y con la mirada de sus desorbitados y amarillentos ojos y que asustaban a los chiquillos, habían convertido al personaje en una leyenda viva, en una especie de fantasma doméstico. Pero Jacinto; no era leyenda ni un fantasma, era un hombre tras el cual había historias de aventuras y desventuras vividas en aquella soledad desangelada, hostil y que como una película de cine mudo, pasaba en estos momentos ante la pantalla de cine que suponía el marco acristalado del postigo de su cuarto, desde donde podía ver un trozo del lejano mar y otro del ya cercano Cielo.
Los días se fueron consumiendo al mismo tiempo que los habitantes de aquel rincón isleño. Con una desesperante lentitud pasaban las horas, los balidos de las cabras se fueron atenuando a medida que la inanición iba minándoles su actividad vital. Sultán se había echado a los pies de la cama y esperaba a que su amo despertase de aquella preocupante y al parecer definitiva siesta. Mientras tuvo fuerzas, el animalito saltaba sobre la cama y entre gemidos le lamia la cara ante la mirada perdida de su inmovilizado amo. Jacinto Rijo permaneció despierto y consciente tres días con sus noches, indoloro pero con su cuerpo y su alma ardiendo en fiebre, fue consciente de la fiel compañía de su perro hasta que se vio asimismo como abandonaba su cuerpo en una tarde en que el viento milenario rompía aquel silencio mortal con una fuerza inusitada.