Teodomiro Acosta (I)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Teodomiro Acosta no perdió nunca la esperanza de poder abrir un bar en Las Rapaduras, pero su mala estrella hizo que se estrellara cada vez que lo había intentado, porque siempre su querida de turno lo había dejado en palancas marchándose con otro y con los ahorros de ambos.
Teodomiro Acosta fue hombre arrequintado del quien se dijo; que al nacer y ver por primera vez la luz del día y el panorama que le rodeaba, se hizo inconscientemente la promesa de hacer con su vida lo que le saliese de sus mismísimas voluntades. A pesar de sus prematuros y no muy loables propósitos, la mala estrella que abandonaba su parpadeo en el amanecer del día de su nacimiento, logró sin embargo en su último destello, descargar su mala planeta sobre aquel rincón de la «Punta de la Montaña» donde en precarias condiciones había venido al mundo Teodomirito.

Su tierna infancia transcurrió dando algunos sobresaltos a la familia con sus peligrosas y osadas travesuras de las cuales siempre logró salir airoso excepto en una de ellas, en la que casi se mata él y mata a su madre del disgusto que le dio al verlo saltar de las azoteas de la casa hasta lo alto de un pajero de palote que estaba sujeto en lo alto con cuatro piedras de regular tamaño. Uno de aquellos tolicos se fue a dar contra el esfenoide Izquierdo de la cabeza de Teodomirito, abriéndole una coneja tremenda de donde brotaba abundante sangre y que parecía salirle del ojo izquierdo. Blanco como un queso fresco yacía el chico inerte al pie de aquel traidor y enorme pajero donde lo encontró su madre después de escuchar sus gritos cuando trajinaba con los calderos de la cocina. La pobre mujer se volvió loca al ver aquel sangrerío escandaloso, de la liña donde tendía la ropa, arrancó una toalla, le envolvió con ella al chico la cabeza y salió apretándosela contra el pecho hacia la lonja de don Casimiro Tavío, donde los jueves por la tarde sabía que paraba el practicante antes de coger la guagua que lo llevaba de vuelta al Puerto. Don Remigio Parra, tuvo que dejar la extracción de una muela rebelde que se le resistía a un demudado vecino, para poder contenerle la hemorragia y suturar la brecha al muchacho, el cual a cada puntada, lanzaba unos desgarradores berridos, que llegaron a oírse desde La Plaza.
Teodomiro salió del percance de aquella aciaga tarde más o menos bien parado, si bien; la cicatriz dejada por la brecha y el improvisado cosido que lo acompañó el resto de su vida y que él; intentaba esconder dejándose crecer el flequillos antes que lo pusiese de moda en El Puerto Florentino «El Peludo».
Tarde y poco asistió Teodomiro a La Escuela Pública, aunque fue en ella donde descubrió que el mundo era algo más grande de lo que pensaba y que Tinajo se le iba a quedar pronto pequeño para sus planes de futuro. Teodomiro aprendió en la Escuela lo que le interesó, que era la aritmética para la cual tenía una innata facilidad, el resto de las materias poco le dijeron y después de fracaso tras fracaso en todos los centros educacionales en que lo admitieron; su padre cansado de verlo deambular sin rumbo aparente y sin dar palo al agua, se lo llevó para Arrecife y lo puso a trabajar en una herrería de Puerto Naos. Aquel monótono trabajo de darle a la manivela de la fragua no era precisamente labor de su gusto y para salir de aquel acalorado empleo, se le ocurrió racanear en su labor poniendo cara de bobo y dándole al molinillo que avivaba el carbón de la fragua en sentido contrario con el consiguiente cabreo del viejo herrero que a la segunda vez que tuvo que dejar suspendido en el aire el martillo, agarro al muchacho por los fondillos del culo y haciéndole la corrida del pollo lo puso en la calle diciéndole que no lo quería ver más por allí. Teodomiro, más contento que unas castañuelas se fue hasta el muelle de palo y se dio un refrescante baño dejando en las transparentes aguas de la bahía de Naos, los restos del pegajoso hollín al que decididamente se había autodeclarado alérgico.
Llegó a su casa con media talega de lo que por aquí llamamos almejas, (Haliotis coccinea canariensis) dos santorras y un pulpo mediano. El liberado aprendiz, aprovechado aquel deseado baño deshollinador las había recolectado volteando las piedras del fondo de la bahía en unas cuantas margullidas. La calentura del padre al llegar del trabajo y enterarse de la deserción de su hijo de la disciplina del herrero, se vio atenuada al respirar los aromas del marisco fresco que salían de la cocina, de todas formas agarró por la oreja al muchacho y lo arrastró hasta donde su mujer quien en ese momento escurría las almejas y las santorras. -A este gasnapiro: mañana lo llevas a la Comandancia para que saque la cartilla y enrolarlo pa la Costa-. A Teodomiro -como era de esperar-aquellas palabras de su progenitor no fueron precisamente las que le hubiese gustado escuchar e inmediatamente planeó su contraataque apoyado en la punta de los pies para contrarrestar aquel tirón de orejas para él totalmente innecesario. Aquella perspectiva de convertirse en costero sin tener vocación para ello, hizo que durante la noche aguzase su ingenio para intenta evitar a toda costa la próxima visita a la Comandancia de Marina.
Unos inesperados retortijones de barriga en la madrugada del día de su enrole,
hizo que se pospusiera la visita hasta que se mejorase de aquel intempestivo mal de tripas. Los días y semanas pasaron, Teodomiro le había cogido gusto al Puerto, y se instaló con su padre en un par de cuartuchos en La Vega done vivían durante la semana hasta la llegada del sábado por la tarde en que tomaban la guagua del medio día para regresar a Tinajo. Después de su experiencia como aprendiz de herrero, Teodomiro se dedicó al marisqueo semi furtivo por las bajas de la bahía Arrecifeña. A eso del mediodía con el producto de sus inmersiones recorría los bares cercanos donde los vendía a buen precio. que aquello le proporcionaba sus perritas, se convirtió en un verdadero depredador de gasterópodos y cefalópodos y moluscos en general: total; que nuestro hombre terminó con un puesto en la pescadería de La Recova.

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