Por Agustín Cabrera Perdomo
Por Agustín Cabrera Perdomo
La historia de Teodomiro Acosta, solo pervive en el recuerdo de unos pocos entre los que me cuento, y es por ello que escribí anteriormente, algunas de las andanzas de su infancia y juventud. Pensaba dejarlo aquí, pero; lo pintoresca y azarosa que fue el resto de su vida, opté por esta segunda parte donde cuento algunas anécdotas del personaje solo con la intención de recordar a quien dejó una pequeña huella, un evocador recuerdo de este Tinajero no insigne, pero si significado por sus procederes no precisamente a imitar y de sus picaras ocurrencias que salían a relucir en las tertulias y cabildos del pueblo hasta el otro día.
Fue Teodomiro hombre al que no le gustaba demasiado calentar el sitio, ni la silla, ni el lugar. -¡Tiene «jormiguilla» este chico!- decía su madre cuando ya independizado de la casa paterna, acudía alguna tarde a visitarla. Nada más atravesar el zaguán ya estaba diciendo que tenía que irse, pero su madre que conocía de viejo el origen de aquellas urgencias infundadas, le calmaba las prisas sorprendiéndole con algo que a Teodomiro le hacía recuperar la calma. Se sentaba a la mesa y esperaba la sorpresa que había ido a buscar su madre a la fresquera del patio, aunque no era tal sorpresa, pues él sabía que se trataba de unas truchas recién hechas y rellenas con pasta de garbanzos. A algunos amigos lectores de «pa fuera» podría resultarle raro que a unas simples empanadillas, aquí se las llame truchas y que además éstas sean dulces como la miel, pero es que los canarios somos dulces por naturaleza, tanto: que a diferencia de las peninsulares; también a nuestras morcillas las ponemos «da buti» de azúcar. (Nuestra comunidad es la de más alto índice diabético de la nación.) Las truchas rellenas con pasta de garbanzos y que apaciguaban la «jiribilla» de Teodomiro eran confeccionadas con garbanzas molidas, azúcar, un chorro generoso de anís El Mono y un puñito de canela. A esta mi avanzada edad, tengo varias historias todavía por escribir y creo que lo que me va a faltar es tiempo para contarlas si sigo divagando por sendas colaterales como esta del repostaje culinario.
Estaba nuestro hombre en Tenerife, en Santa Cruz después de una larga estancia en aquella provincia, sin haber hecho mucho «negocio». Con sus posibles en las últimas y su manía de dejarse el flequillo para disimular la jeta de la sien, el pelo le había crecido más de lo normal teniendo la necesidad urgente de un «arreglo». Espero pacientemente frente a la barbería de más postín de Santa Cruz a que apareciese el figurante que le faltaba para iniciar y concluir el plan que había planeado, para pelarse de balde. La ocasión llegó cuando un muchacho de diez o doce años se acercó a él y le pidió por favor la hora. Teodomiro se la dio y además le dijo si quería un pelado gratis. El chico aceptó encantado y entraron los dos en la barbería. Cuando les tocó el turno, Teodomiro se acerca para ser atendido por el fígaro jefe, quien con profesionalidad y diligencia termino el servicio con la frase de rigor: «servido señor». Teodomiro Acosta llamó al chico y le indicó al barbero que lo pelara y abundando en indicaciones de cómo quería que lo dejase. Al tiempo que miraba la hora le dijo al barbero que iba un momento al bar de al lado por una imperiosa diligencia fisiológica y que le abonaría ambos servicios a la vuelta. Teodomiro se fue directamente al muelle donde se embarcó en el Correíllo que salía para Gran Canaria. Cuando el barbero terminó de pelar al rapaz y viendo que el supuesto progenitor no daba señales de vida, preguntó al chico que donde se había metido su padre. Ese hombre no es mi padre, yo solo le pregunté por la hora y me dijo si quería un pelado gratis.
El cabreo sordo del barbero fue eso, un cabreo sordo y mudo pues decidió tragarse el degüello para salvarse de pasar a ser la comidilla y el hazme reír del barrio. Teodomiro, al final de su carrera como «negociante» tenía acreedores en las siete islas y tuvo que reducir drásticamente el ámbito comercial a su Lanzarote natal.