Agustín Cabrera Perdomo.
Junio de 2016.
Cambió los eriales costeros de Tinajo, por las praderas infinitas de su soñado paraíso de lluvias y ubérrimas cosechas.
Todavía es posible que quede entre nuestras gentes y conciudadanos, personas que siguen desconfiando de instituciones bancarias, principalmente de las semi públicas como fueron algunas Cajas de Ahorros y a las que; una pandilla de facinerosos y algunos políticos sin escrúpulos saquearon sin tregua arruinando a miles de personas que habían depositado en ellas los ahorros de su vida.
Esta gente nuestra de las zonas rurales de la isla, gente sencilla, gente sana pero justificadamente desconfiada por llevar encriptados en sus genes, siglos de engaños, de abusos, de promesas incumplidas, de impuestos abusivos desde aquellos afortunadamente lejanos tiempos en que la isla tenía como único recurso una agricultura de subsistencia. Lo que producían los campos con apenas cien milímetros de lluvia al año,-si es que caían-, eran para muchas familias los únicos recursos con los cuales era muy sacrificado pagar las tristemente célebres y abusivas Contribuciones al Estado. Los frutos de aquellas tierras de secano extremo, en algún año al que podían llamar bueno; escasamente les rentaban para mantener a sus familias después de haberse dejado el cuero intentando conseguir algo más que sinsabores y privaciones de toda índole. Muchos de estos esforzados padres y madres isleños, aún continúan con este intento de poner a salvo sus ahorros. Ellos fueron verdaderos adivinos o zahoríes al intuir la que iba a caer. El mismo día que les ingresaban en sus cartillas de ahorros el dinero de su nómina o pensión; con el alba, tempranito y antes que se abriese al público la sucursal; allí estaban los previsores, esperando el ansiado momento de llevarse el dinerito contante y sonante a casa para ponerlo a buen recaudo y que visto lo acaecido; no era tan desacertada la medida, aunque a muchos nos pareciese una práctica impropia de los tiempos en que vivimos creyendo que esto era Jauja.
Entre ellos figuraba a la espera, un viejo amigo que había ya cambiado el sombrero de fieltro tradicional, por la impersonal gorra de visera; delgado, recio y duro como una piedra fue un obstinado padre de familia numerosa, el cual me hizo acreedor de una amistad incondicional durante más de cincuenta años. Hombre honrado donde los hay todavía y muchos, que trabajó toda su vida cultivando y regando con su esfuerzo tierras ajenas, y por necesidad compartía su actividad agrícola con la de peón de albañil primero y más tarde como maestro del mismo oficio. Nuestro hombre estaba casado con una buena mujer que le dio seis hijos, tres varones y tres hembra y que privándoles de casi todo lo que él consideraba superfluo, los sacó adelante siendo hoy padres y madres de familia ejemplares. El único hábito extraordinario al que no quiso obstinadamente renunciar, fue el del tabaco del que le oí muchas veces decir que había sido su más fiel compañero durante sus soledades pesqueras. Previsiblemente, sus secuelas terminaron por arrebatarle la vida, aquella que había elegido y en la que mi buen amigo se encontró casi siempre muy gusto.
A medida que le fue aumentando la familia, a unísono fue creciendo su casa adosándo nuevos cuartos y mejoras, así como también fue adquiriendo algunos «cachitos» de tierra a los que que cuidaba con cariño desmesurado. Era dichoso y conformista, dejó que la vida se le consumiera gratamente entre sus idas y venidas al cortijo de «los amos», -como decía- primero acompañado de un fiel jumento y más tarde en furgonetillas de desecho que el mismo arreglaba y que sin documentación ni carnet las condujo por un sendero inverosímil sin invadir caminos públicos y que transitaba varias veces al día para ir de la casa al cortijo y viceversa.
Solo recuerdo verle enfermo solo una vez, afectado con un problema de próstata tuvo que ser hospitalizado en Cirujia para intervenirlo. Durante la semana que estuvo hospitalizado, aquello que le llevaran la comida a su habitación y las atenciones recibidas con la amabilidad y profesionalidad del personal sanitario, que el hombre se sintió tan a gusto; que puso algo de resistencia a aceptar el alta médica, alegando que no se encontraba totalmente curado.
Trabajó durante unos años de albañil «a destajo» en la isla redonda desde donde regresó con una buena pellita y creo que fue aquella la única vez que dejó su pueblo, su gente y sus labores agrícolas por pura necesidad dada la tremenda sequía que había castigado la isla durante varios años consecutivos. Su equilibrada dieta llevada de una forma natural como la de toda su familia, consistía en los productos de la siembra a su tiempo y si las lluvias eran tempraneras y abundantes, le garantizaban las legumbres tradicionales, chícharos, arvejas, lentejas, millo para el gofio, garbanzos y algunas verduras. La carne se la proporcionaba la matanza de un cochino negro al que alimentaba con los excedentes de tomates y tubérculos de las cosechas que terminaban casi siempre depreciándose por la avaricia de determinados intermediarios y que por los cuales, sentía verdadera animadversión no dejándoles pasar ni una. En alguna ocasión lo vi dejar una hermosa cosecha de cebollas en el campo debido al bajo precio con que querían pagárselas. Alguna machorrita caprina de sus corrales era sacrificada en ocasiones puntuales cómo podían ser las fiestas patronales de San Roque o Los Dolores. Siempre mantuvo en los corrales tres o cuatro cabras que ayudaban a la economía familiar suministrándole la leche y un queso que el mismo elaboraba y dada la confianza que le tenía le dije: ¡no se le ocurra presentarlo a un concurso maestro quesero!. Cuando el tiempo se lo permitía, echaba camino abajo caña al hombro hasta las siempre peligrosas riberas del mar situadas a un par de kilómetros de su casa. Desde allí y con solo una mirada, intuía si la marea subía o bajaba, cosa importante si quería traer alguna vieja o un par de sargos oriados para el almuerzo. Alguna vez en los inicios de la pleamar le vi llamar a las morenas desde la orilla con el esta quedaba enganchada en el anzuelo que se escondía tras unos rejos de calamar que usaba como señuelo. Para la pesca de viejas, usaba una larga caña con la tradicional punta de cuerno de cabra y cuando tenía las que creía suficientes y para no subir demasiado cargado el risco cortado a plomo sobre la orilla, regresaba a tiempo para que su mujer preparara el caldo del día. El resto del pescado lo jareaba hasta que con la llegada de la electricidad en la década de los setenta se agenció un arcón frigorífico que puso en el almacén de la paja. Con esa reserva y lo que daban las tierras los gastos familiares que hacía en las lonjas primero y en el súper después, era el de los productos básicos como el aceite, el azúcar, el pan y algún extra que raramente se permitía.
Como casi todos los pescadores de orilla, era medio exagerado refiriendo sus capturas y siempre en competencia con los demás pescadores que madrugaban más que él y que decía que le quitaban el pesquero o sitio y que él consideraba vitalicio. Ya en sus últimos años me repetía los cuentos de aquellas capturas y competiciones pesqueras, casi siempre con Gulfines del Puerto vividas en los oscuros bajos de aquella tormentosa costa,
En algún lugar de la casa, en un secreto escondrijo o por los desérticos alrededores, guardaba el hombre su cajita de ahorros, donde iba depositando el dinero de su trabajo. Ese fue su modo de preservar sus ahorros ganados a lo largo de cincuenta años y que conociendo su modo de vida y el de su familia no debía ser poco.
Mi añorado y apreciado amigo, murió en su casa, rodeado por su ya larga familia, con la conciencia ya perdida y a la espera de su ansiada partida que sin duda fue una liberación de las miserias humanas que serenamente sufrió en sus últimos días.