Por Agustín Cabrera Perdomo
Me hubiese gustado cantar como lo hizo en vida mi vecino don Juan Betancort López y así poder cantar al Sol de octubre un guapango tal cual lo hiciera don Pedro Infante a su la Luna mexicana del también décimo mes del año azteca.
En los últimos días de ese tibio periodo otoñal, cuando se interrumpe el flujo de los alisios y los celajes se transforman en caprichosos estratos de nubes, que como agujas doradas y aparentemente inmóviles, intentan hilvanar al ya moribundo Sol a un cielo carmesí con el vano intento de impedir su lenta caída hacia los profundos azules del Atlántico.
Me hubiese gustado que mi vecino Juan Betancort, me hubiese enseñado a cantar cosa del todo imposible debido a mis escasas facultades musicales. A pesar de ello, logró enseñarme a entonar la isa parrandera y muchas veces yo intenté enseñar las notas de aquella isa, a mi entrañable amigo, Segismundo Mondoñedo*, que en un monótono y ambulante tarareo, recorría con total desafinamiento los caminos de medio pueblo. Los perros en vez de ladrar, cuando intuían su presencia; aullaban lastimosamente como cuando se tiraban voladores en las fiestas de San Roque. La intensidad de sus alardes guturales y la potencia que imprimía a su voz; variaba según el itinerario por el que hubiese optado esa tarde, si era campo a través; su auditorio se limitaba a los esquivos habitantes del campo. Se desahogaba el hombre a voz en grito con su singular voz de campana rajada que utilizaba para los graves. Estos campanazos los devolvían los ecos para más INRI de avutardas, perdices y erizos cancheros que huían despavoridos. ¿Y para los agudos?, bueno; para los agudos de momento será mejor no aventurarme en su descripción acústica , porque además es imposible. Cuando en su afán y andar interpretativo se trasladaba a zonas habitadas, era la moderación una virtud que no se le podía negar a mi amigo Segismundo, pues disminuía considerablemente su emisión de decibelios, pero así y todo; solía escuchar a su paso algún destemplado reproche que surgía de alguna puerta o ventana entreabierta. ¡Chacho Segismundo!, afloja un punto que tengo a los chicos durmiendo y encima me vas a estrallar el behnegal nuevo!
Hace tiempo que no veo a Segismundo subir la cuesta de los Cascajos empujado por el viento le ayudaba a llegar hasta su casa. Tiempo a que no oigo sus desentonados cantos por los contornos y es que el tiempo, aunque no existe para el resto del Universo, aquí es quien nos marca la pauta de todo lo que hacemos, hemos hecho y nos queda por hacer.
Esas tardes doradas del otoño isleño eran las preferidas de Segismundo para llegarse hasta el volcán de Tilama y desde su falda emborracharse de los brillos de la esfera celeste y los destellos verdes de las olivinas del sendero. En aquellas apartadas soledades solo al viento parecías importarles aquellos cantos desgarrados pues Eolo se los llevaba prendidos en sus ráfagas al alejarse por los llanos de Cantarilla.
*Segismundo es nombre ficticio. el cantor existe pero no tan «desageradamente».. Como lo describo.
Junio de 2016