Un eterno recuerdo (I)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Al morir sus padres, aquel intachable tinajero, recibió en herencia unas tierras en el lugar donde dicen «La Cueva de la Ovejera. Aquel topónimo dado al mencionado sitio, presuntamente implicaba la existencia en el lugar de una cueva habitada o frecuentada por una señora que debía tener un rebaño de ovejas, o que las llevaba a pastar por aquellos eriales de piedras de costa y tierras bermejas donde trabajosamente se abría paso el chilate y otros hierbajos si las lluvias caídas durante el invierno hubiesen sido más o menos abundantes.

Desde muy joven sintió pasión por la agricultura, actividad a la cual habíase dedicado su familia paterna desde que un palmero llamado Pedro Luis Rocha (+1656), contrajera matrimonio con Ana de Cabrera Visioso, (1592-1654), y que probablemente vino a la isla como segador de trigales en la época en que Lanzarote y Fuerteventura fueron el granero de Canarias.
Después de doce generaciones dedicadas a las milicias, al trabajo y al cultivo de la tierra, fue él quien precisamente rompió aquella tradición cuatro veces centenaria. Su progenitor; queriendo para él un porvenir más halagüeño lo matriculó en la Escuela de Comercio de Las Palmas de donde salió con el título de Profesor Mercantil. Aquellos estudios que cursó favorablemente le sirvieron para permanecer en la retaguardia, como Sargento de Intendencia del Ejército Franquista durante la Guerra Civil Española, destino en el cual sin duda corrió menos peligro que si lo hubiese tenido en la vanguardia pegando tiros y recibiéndolos. Así y con la suerte aliada de su parte dio a sus cuatro hijos la oportunidad de nacer y a mí la oportunidad de contarles a ustedes, amables y sufridos lectores lo que torpemente cuento en estas nostálgicas crónicas.
El amor que profesó al pueblo que le vio nacer fue incondicional como también lo fue sus deseos por seguir la tradición agrícola de sus padres. Sus genes se rebelaban ante la realidad de tener que escribir con letra redondilla durante diez horas en el Debe y el Haber de enormes libros de contabilidad para algunos comerciantes de Arrecife. Los domingos de madrugada tomaba una de las guaguas de La Gíldez que desde la Vega y después de casi una hora de traqueteo por carretera de tierra y rizada por el tránsito de camiones areneros, le llevaban hasta Tinajo. Allí le esperaba su amigo de siempre y medianero desde los tiempos de sus padres. Se llamaba Pedro Fernández y en muchos escritos me he referido a él con el afecto que sé que también me profesó en vida, en ellos señalaba las cualidades humanas de las que hizo gala toda su vida y que nos regalo con generosidad impagable.
Las arriba mencionadas tierras de la Cueva de la Ovejera estaban en fábrica. Con un crédito del Instituto Nacional de Colonización y con unas contrapartidas agrícolas exigidas y de un éxito comercial impredecible: se acometió aquella experiencia piloto en la isla. Fueron unos treinta o cuarenta mil metros de terrenos más o menos llanos, de árido pedregal donde no se posaban ni los guirres ni crecían las aula gas. Se trataba de «derripiar» tradicionalmente el terreno construyendo paredes en todo su perímetro con las piedras más grandes y luego, a base de rastrillos y cestas de pírgano acumular todo el ripiaje en montones para luego transportarlos a hombros hasta el centro de las paredes perimetrales. Seño Antonio Oliveros fue quien hizo todo aquel ingente trabajo así como el tendido de decenas de camiones de arena negra traída desde la montaña del Rodeo. (Abuelo del tristemente célebre J.A.O.»el Tinajero»).
Aquel crédito otorgado por el dicho Instituto, sirvió para realizar su sueño pero que, como contrapartida leonina le exigían que la mitad del terreno había que plantarlo de henequen, un ágave del cual en México se obtiene el tequila pero que aquí solo se aprovechaba el pitón para la techumbre de corrales o porquerizas. La comercialización de las fibras extraídas de las hojas o palas de aquellas piteras, serían gestionadas por una sociedad estatal cuyo nombre no recuerdo. Las dichas fibras se tratarían en algún ignoto lugar para la elaboración de cordajes, cabos, sogas y el famoso hilo de pita. Me consta que el primer y único corte de las palas que se llevó a cabo, quedó en el terreno esperando el santo advenimiento de los camiones de transporte. La irrupción en los mercados de las fibras obtenidas por derivados del petróleo hizo fracasar aquella empresa agrícola innovadora que pretendía ser el monocultivo del futuro en la Isla de los Volcanes.

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