San Roque, Tinajo en fiestas I

Por Agustín Cabrera Perdomo

Hoy, de paso por la Plaza, he visto que han comenzado los preparativos para la llegada el próximo día 16 de Agosto de las Fiestas Patronales de San Roque y es por ello que quisiera compartir con mis paisanos y amigos algunas memorias sobre lo que fueron antaño aquellas señaladas fechas de las que todavía conservo algunos recuerdos bajo el sombrero. Son solo retazos de los fugaces días festivos en honor del Santo de Montpellier y patrón del pueblo de Tinajo.


Las fiestas en honor del Señor San Roque, fueron en aquellas lejanas calendas; regocijos de mucho arraigo y popularidad en toda la isla, quedando ello constatado por la gran afluencia de gentes que venían a dichos festejos Cívico-Religiosos desde todos los rincones de nuestra insular geografía. A veces reinaba la incertidumbre por si los actos serían solo Religiosos o solo Civiles y que se decantaban según quién impusiese su criterio, pues la lucha entre estos dos poderes fue en determinadas ocasiones bastante encarnizada. Si se hacían bailes -decía el Cura amenazante- no habrá Función Religiosa. La Junta Directiva de La Sociedad era al final quien tenía la palabra y que yo recuerde casi siempre se impuso su criterio pues eran muchos los partidarios del bailoteo, alegando que tiempo para rezar tendrían todo el resto del año. La postura de la Iglesia era bastante intransigente, se negaban absoluciones y en una ocasión se puso la imagen de San Roque de cara a la pared. ¡Qué culpa tendrían San Roque y su perro!
Decía que era importante la afluencia en número de personas, desde los presumidos pipiolos y golfines del Puerto, hasta el pueblo llano y gente bien de Teguise, La Vegueta, Masdache, de El Islote y de otras muchas localidades del veraneo campestre de los muchos absentistas residentes en Arrecife. Todos ellos contribuían con su presencia a dar brillantez a los bailes, verbenas y hasta a los polvorientos paseos con música por la pretenciosa y enramada para el caso Plaza de San Roque.
Quiero antes de seguir señalar como razón fundamental de aquella gran afluencia popular, era debida a la indiscutible belleza y elegancia de las jóvenes tinajeras, mujeres resplandecientes, fruto del renacer de la nueva juventud de un pueblo ansioso por abrirse camino hacia un futuro más halagüeño y dejar atrás las privaciones y penalidades en que la mayoría había vivido hasta el presente. Aquel incesante trasiego de elegancia y optimismo por La Plaza y alrededores, daba en esos días al pueblo de Tinajo, un cierto aire alegre y cosmopolita. Quizá a alguien le pueda parecer lo dicho como un exceso de cariño y una parcialidad manifiesta, pero el amor en lo referente a cualquier rincón de esta mía patria chica; puede rayar en lo «inconmensurable», -como bien dijo un tocayo mío- cuando dedicó el que fuese trabajo de su vida a su querida esposa Pilar.
Grupos teatrales de La Villa y San Bartolomé, deleitaban a un público entusiasta con sus representaciones escénicas, pequeñas obras y sainetes que hacían las delicias de un público entregado. También las actuaciones folclóricas era número esperado a las que genéricamente llamábamos «Los Típicos». Las pruebas deportivas como la carrera de caballos, de cintas, de burros, de bicicletas y un gran número de actividades y concursos infantiles como las divertidas carreras de sacos, cucañas y otras que se celebraban generalmente por la tarde y hacían las delicias del personal. La bicicleta era el principal y más numeroso medio de transporte en aquellos tiempos y la carrera ciclista se había constituido en un clásico por el gran número de participantes y que la hacían en sus bicicletas pesadas, de paseo, de las marcas que entonces se comercializaban, la Orbea, BH, Gimson y alguna más. Recuerdo un año en que un participante de apellido Umpiérrez, apareció con una bicicleta de carreras, con cambios; a quien todo el mundo daba como ganador antes de celebrarse la prueba. Viendo los jueces la ventaja que iba a tener el velocista Umpiérrez sobre el resto de los ciclistas, consultan con el señor Alcalde quien toma en salomónica decisión de inmovilizarle la palanca de cambios sujetándola al cuadro con esparadrapos traídos del botiquín del despacho del médico. Aun así, el amigo Umpiérrez ganó la prueba sacándole al segundo un par de kilómetros de ventaja.
En el día de la Función Religiosa, si es que había, -esa es otra-las señoras lucían vaporosos y hermosos vestidos, recatados y modositos pues si iban a los actos religiosos con escote, manga corta y sin velo se podía llevar una reprimenda del señor cura, que era quien manifestaba si los atuendos eran considerados indecorosos para permanecer en el templo. Para los hombres no había normas, con el cachorro en la mano sudaban la gota gorda embutidos en pleno verano en aquellos ternos de paño obscuro que les servirían a lo largo de su vida indistintamente para duelos o festejos. A la salida de la Misa o La Función, contrastaban nuestros encachorrados paisanos con los ligeros atuendos blancos e inmaculados que lucían algunos forasteros.
Las guaguas renqueantes terminaban de subir el último repecho antes de embocar La Plaza y que repletas de gente terminaba su periplo frente a la cantina de don Andrés Quintero. Muchos de los recién llegados viajeros, entraban directamente en la dicha cantina y cuando por fin salían de ella seis o siete horas más tarde, tenían absolutamente perdido el Norte y se embocaban directamente hacia la puerta de la guagua, donde el cobrador les ayudaba a subir los dos escalones de aquellos coches verdes con asientos de madera con que les martirizaba las posaderas la compañía Gíldez en sus tediosos trayectos de vuelta
Cuando en la guagua no cabía un alma más, emprendía la marcha de regreso hasta los pueblos de origen y con el pasaje más contento que unas castañuelas. Me habían contado una anécdota que aunque extrapolable a cualquier festejo de la isla, consistió en que al día siguiente, uno de aquellos sorroclocos romeros, ya en su pueblo, se dejó caer por la tardecita al soco de la pared donde habitualmente se juntaban media docena de vecinos a «cabildiar». Uno de ellos al verlo aparecer exclamó con cierta ironía: ¡Hombre don Demetrio!, ¿cómo estuvieron esos bailes y esa fiesta?: el hombre sin estar muy seguro de lo que decía y con el sombrero calado hasta las cejas le respondió: ¡¡Muy buenos señor mío!! Hubo dos o tres pleitos en los que tuve que soltar alguna que otra galleta para separarlos y como siempre suele ocurrir, más de una alcancé yo también por temoso.
Una tarde del trece de agosto de 1958, en uno de aquellos paseos con música «en vivo» y en los descansos con gramófono, iba en compañía de un amigo canarión y algo «fachentito», echando el ojo a unas lindas niñas que paseaban plaza arriba y plaza abajo y siendo conscientes ellas de nuestras miradas e intenciones de conquista. Cuando las chicas ya estaban medio enterregadas por la polvasera que levantaban del suelo los propios paseantes, aquel experimentado don Juan de pacotilla me llevó casi a rastras hasta ponerme a la vera de la chiquilla que a mí me gustaba iniciando así mi primer paseo con la mujer de mis sueños. Pero; -siempre hay algún pero- fue tan grande la timidez que me embargó, que se me hizo eterno aquel primer y silencioso paseo. A la segunda vuelta y -como dije- sin haber pronunciado palabra alguna, retrasé un poco el andar para escabullirme entre la gente y llegar conmocionado y «encahnao» como un tomate donde me esperaba bulliciosa el resto de la pandilla armándome el consabido «basilón».
Cincuenta años después de aquellos fugaces escarceos amorosos, cuando rebuscaba en los archivos de La Parroquia datos genealógicos sobre la familia Figueroa, visite a la ya anciana madre de la joven que en aquellos años me hacía soñar despierto. Cuando la buena y entrañable señora supo que era Agustinito quien le pedía la información familiar, recordó mi fugaz noviazgo con su hija menor y no es por nada, pero me pareció que en sus cansados ojos brillaron durante segundos unas lagrimillas acompañadas con un nostálgico suspiro sin duda rememorando aquella inolvidable y sosegada época. Solo por un silencioso paseo y la osada petición de un vaso de agua tocando a su puerta en solo una ocasión, fueron motivos suficientes para que la gente diese por hecho un noviazgo formal.
Después de esta evocación del pasado, se me han quedado los ojos como sudorosos, pero voy a seguir con el relato en que intento contarles el desarrollo de los Festejos Patronales del pueblo de las chimeneas bizantinas que tanto ensalzara don Agustín Espinosa.

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