Agustín Cabrera Perdomo
El paseo de la Marina de Arrecife posteriormente rotulada con el nombre del General Franco y que a lo largo de su historia no se había visto en otra. Menuda pejiguera con el asunto de la circulación de vehículos. -Que coches particulares no,- -que las guaguas sí,–que coches también pero solo taxis,- -que un solo sentido,- -que si en dos,–que sin sentido alguno,- en fin: son las latas y monsergas de casi siempre. A todo esto; los sufridos residentes y comerciantes de la dicha Avenida, aguantando o cerrando sus actividades comerciales por los manejos y veleidades de nuestros muy bien asalariados políticos.
No es éste precisamente el tema que quería tratar en esta nueva crónica sobre el viejo Arrecife de la infancia y juventud, mi propósito es intentar describir el ambiente que tenía La Avenida y sus paseos domingueros a finales de los años cincuenta y primeros de los sesenta.
Aunque la calle Coll y la calle Vargas formaban y forman parte de la Marina de Arrecife, el paseo con música o sin ella, se iniciaba desde La Boca del Muelle hasta el ensanchamiento del mismo cuando este finalizaba frente a la casa de don Carlos Alonso Lamberti. Los domingos después de la Misa de diez y por las tardes a la salida del cine de don Paco, la mayoría de la población de Arrecife se concentraba en la zona para en un constante ir y venir por el dicho paseo; grupos de amigos y amigas, de chicos y grandes y parejas de novios formales o no; recorrían una y otra vez aquel luminoso paseo, animado por el incipiente verdor de unas casuarinas recién plantadas y que las pocas supervivientes fueron salvajemente taladas el pasado año a causa de las polémicas obras de remodelación de dicha importante vía, todo esto sobre un mal «empichado» pavimento que en verano, en días de mucho calor se derretía bajo los pies. Cuando se inaugura o se abre al público el nuevo y flamante Parque Municipal, el ayuntamiento tuvo que poner a tres celadores a la altura del Callejón del Casino para invitar «amablemente» al personal a que continuaran el paseo por el nuevo parque, pero la gente, cuando se relajaron los consejos municipales, se volvió al trayecto tradicional.
Mientras esto ocurría, una bulliciosa chiquillería corría y jugaba por los alrededores del Quiosco de La Música y muelle Chico o por el Medio Almud como también llamaban al paseo empedrado que existía frente a La Pensión Vasca y a lo que hoy es la eterna «en obras» Casa de La Cultura. Allí se desarrollaban las pocas actividades lúdicas de la capital y donde aún recuerdo las funciones de un circo al aire libre; donde todo su elenco lo componía una familia de tres miembros y de los cuales solo me acuerdo del que ejercía de Payaso: el señor Cubati cuya gracia principal era doblar una pierna hacia atrás y emitir un silbido como queriendo decir «hay quea eso». La gente se mondaba mientras de un altoparlante, se oía de fondo la voz de Pepe Blanco cantando aquello de «Sombrero» o «Cocidito Madrileño». Durante las fiestas de San Ginés de 1959, un acontecimiento espectacular marcó para siempre las memorias de los Arrecifeños de la época. Ello fue la instalación en el lugar, de un cilindro de hierro y madera de unos siete metros de altura y donde tres motoristas portugueses se entrecruzaban peligrosamente con sus máquinas motorizadas alcanzando velocidades de hasta los 80 Km/h. Fue el famoso Pozo de la Muerte o Pouso de la Morte, el que hizo las delicias de los espectadores con su ruidoso espectáculo y en la su última actuación casi termina en tragedia, pues uno de ellos de nombre Henry Martins, se pegó una leche contra el fondo del pozo, sufriendo quemaduras en parte de su cuerpo a causa del rozamiento contra las paredes del recinto. Se había lanzado voluntariamente hacia la base del pozo para evitar atropellar a su esposa Mary que hacía de «partenair» y que por un error de cálculo no se había situado en el lugar previsto para que Henry y su moto saltara sobre ella sin tocarla desde una rampa.
Aquel entrañable lugar, estaba limitado al poniente por unos bancos de cemento que terminaban en la Caseta de Baños, recinto exclusivo para los chapuzones de las señoras que lo hacían en el mar que entraba bajo aquel inviolable recinto que protegía de aviesas miradas el femenino esparcimiento acuático de las damas. Los varones tenían libertad para bañarse donde quisieran excepto en las cercanías de dicha caseta, bien en las escalinatas del muelle King o de Las Cebollas o en las del Puente de Las Bolas. Por el Naciente limitaban el recinto unos bancos de hierro forjado con listones de madera y alumbrados por unas cuatro o cinco farolas que al tocarlas te regalaban una pequeña descarga eléctrica. Era tal la «falta de ignorancia» que algunos de nosotros apoyábamos una mano en la farola y con la otra tocábamos al que teníamos más cerca y al que traspasábamos la descarga eléctrica. Supongo que al ver la inoperancia de las autoridades para acabar con aquel peligroso juego, el propietario de una atracción de feria consistente en un tiovivo del cual colgaban unas sillitas y que manualmente su dueño ponía en movimiento con una manivela, tuvo la infeliz idea de rodear el artefacto con un cable eléctrico para que los chiquillos no se colgarán de los asientos que permanecían atados en grupos, durante los días de inactividad que prácticamente eran los de toda la semana, excepto los domingos, día en que el caballero quedaba para el arrastre de tanto darle al manubrio. El cable lo había conectado aquel irresponsable a una de las farolas y que afortunadamente no le salió bien la estrategia de repeler a la chiquillería a base de voltios, pues conocidos los hechos por las autoridades, le cerraron el quiosco y tuvo que desmontar el chiringuito y coger urgentemente el Correíllo para la Gran Canaria.