Por Agustín Cabrera Perdomo
Fue aquella la primera vez que Rogelio había llevado a “pardeliar “ a su sobrino Serapio. Era éste el hijo más pequeño de su hermana Micaela, la cual le había advertido con insistencia que pusiera cuidado con el chico, ya que era medio loquinario y cabezudo a la vez.
Había sido aquel un día de mucho calor; de un calor pegajoso, uno de esos días de finales de septiembre en que la mar se pone lisa y brillante como un espejo y en los cuales las gaviotas se ponen remolonas a querer volar. Un día -en definitiva- en que la mar estaba “botada”, como suele decirse por estas tierras insulares.
Un cielo sin nubes, de un azul intenso, sin rastro de las entrecruzadas y contaminantes estelas de los aviones a reacción que hoy «petados” de turistas, vuelan hacia los aeropuertos de las otras islas del archipiélago o bien de regreso hacia sus países de origen colorados como tomates chijones. Después de su pequeña masacre, ambos volvían a las orillas del Risco Negro con su carga de pollos de pardela que habían entresacado de las cuevas y oquedades de los riscos a base de bichero y hurón.
Después de aquel trabajo de subsistencia, tio y sobrino subieron sedientos y jadeantes por la vereda que serpenteaba de Este a Oeste a través de la otrora fértil y erosionada Caldera de la Montaña Tenesar; hermoso cráter trabajado por la mano del hombre y abierto al Norte con una consecución de gavias que antaño recogían el agua de la lluvia que corría por las barranqueras de sus laderas y que solo en una ocasión, a lo largo de mi vida; tuve la suerte de verla llena y desaguando al mar en forma de una cascada de ciento y tantos metros de altura.
Al pasar frente a lo más alto del Risco, Rogelio le dijo al muchacho si quería ver Sardas y Marrajos.
-¿Y cualo eheso tío? contestó Serapio. -Pues como un cazón grande que si trincamos a uno, tenemos tollos pa todo el año.
-”¿Pohyosetapoco?”- le soltó el chico picado por la curiosidad.
Desviándose del sendero que les llevaría hasta el final de su trayecto en las riberas del mar, fueron a comprobar si la suerte les sonreía y podían ver desde lo alto del Risco alguno de aquellos escualos que solían frecuentar en los días encalmados aquella ensenada que forma el relieve de la costa en aquel agreste y obscuro paraje. Llegados al negruzco cantil, Rogelio escudriñó las transparentes aguas y al cabo de unos minutos se le oyó exclamar: -¡Mira Serapito: allí antes de llegar al veríl, donde relumbra la majuga! ¡Allí se ven dos buenos lebranchos! Desde ese instante le entraron a Rogelio las prisas por desandar el camino; volver diestros hasta la vereda e iniciar la bajada por la suave ladera oriental de la montaña y por la cual al poco rato llegaron hasta la cueva bajo el Risco donde habían dejado las viandas, las cajas de madera para prensar las pardelas y al robusto borrico de nombre “Cansado”, que con más hambre que una barrigua de hondura, se estaba comiendo la paja con la que estaba rellena la albarda. ¡Caondié¡ El “joio” burro y tu -dijo dirigiéndose al sobrino- van acabar con mi “pasencia”.
Serapito: viendo la que le iba a caer, corrió a intentar salvar lo que quedaba de la albarda y amarró de nuevo al burro esperando de espaldas y con los hombros encogidos, el cogotazo o el capón de Rogelio los cuales; afortunadamente no le llegaron, pues las muchas faenas que quedaban por hacer aplacaron la calentura del tío Rugelio. Tenían que desplumar los pollos, limpiarlos y salazonarlos con sal de charcos recogida anteriormente de los “lajiares” cercanos y que las mareas vivas y el calor del Sol, había convertido el agua salada estancada en los charcos y por simple evaporación en blancos y yodados cristales de sodio. En las cajillas de madera, ya jareadas y saladas, se prensaban y preparaban para la venta.
Pero; la vista y la atención de Rogelio, estaba puesta en la marea, en el lugar donde desde lo alto; había endiquelado a los marrajos.
-¡Aviate Serapio, que como se “jarten” de morralla, nos vamos a quedar con las ganas de “jaser” tollos! -Dijo mientras preparaba el aparejo que consistía en un anzuelo doble empatado a un calacimbre y de este a una gruesa liña anudada a una boya de aluminio producto de un “jallo” que dejaría el señuelo a metro y medio de la superficie del agua. Al aparejo le seguían cincuenta metros de gruesa tanza, enlazados a un cabo de pita que firmemente habían amarrado a una de las patas traseras del pobre burro que ya parecía conocer la maniobra, vista la resignación con que aceptaba aquella humana burrada. Rogelio había ya ciscado los anzuelos con un pollo de pardela entero y aprovechando el reflujo de la marea lo lanzó al agua desde un saliente de la ensenada. Los marrajos seguían con su festín pero el cardumen se había refugiado casi en tierra, donde las aguas eran poco profundas y por consiguiente dificultaban las evoluciones de los escualos. La boya arrastrada por la corriente se acercaba con su engaño a la zona por donde tendrían que pasar para su salida al mar abierto. Uno de ellos, el más voraz y más grande reparó en aquel manjar que se le acercaba y sin pensárselo abrió la boca y entornando los ojos, se trago el engaño percatándose al instante que aquellas dos sombras que había visto moverse por las orillas se la habían dado con queso. La liña se tensó y la bolla se hundió tras el desespero de aquel magnífico animal que intentaba inútilmente zafarse de aquel inusitado amarrijo. El desgraciado animal, se sumergió e intentó nadar mar adentro y lo hizo con tal fuerza que dejó al burro escarranchado entre los callados del robalaje, despatarrado y garrapateando. Los cuartos traseros del borrico, se habían entaliscado entre dos tolicosy los desesperados tirones del marrajo, no lo movían ni un centímetro, solo la pata trasera que aguantaba el cabo marcaba como una brújula la dirección por la que tomaba el pobre y desconcertado pez intentando escapar. Cuando ya mermadas las fuerzas en su lucha por la libertad y con el burro dando lastimeros rebuznos, tío y sobrino corrieron hasta el seno del cabo y desde allí en un tira y afloja terminaron por agotar al pobre tiburón aliviando a su vez de aquel cruel sufrimiento al pobre “Cansado”que esa tarde si terminó haciendo honor a su nombre y con la pata que hizo de carrizo descoyuntada y dolorida.
Después de casi una hora en desigual contienda, el marrajo yace varado y moribundo en la orilla enseñando su doble hilera de dientes afilados como navajas de Cabo Blanco. En la cueva cercana, Rogelio saca filo a un enorme cuchillo mientras Serapito despluma y limpia pardelas pensando en la fritura que se iba a comer esta noche mojando pan en la nutritiva y beneficiosa grasa pardelera rica en Omega 3,4,5 y seis.
A propósito de dientes, recordé un antiguo anuncio de un dentífrico denominado ANTICARIOL, el cual entre otras cosas contenía en su fórmula magistral o no: penicilina y sulfamidas.
Noviembre 2016.