Las cabras, la ahulaga, las viejas guaguas (I)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Las cabras, la ahulaga, las viejas guaguas, y unos pocos recuerdos «misturados» «Antes que se me pudra de olvido la memoria»

Aquella madrugada del ventoso julio isleño, Remigio Curbelo trasteaba en la angosta y desvencijada cambuesa preparando el ordeño de sus veintidós cabras que con las ubres a reventar; se posicionaban ordenadamente en fila esperando ser aliviadas de su nutritiva carga. Una cornuda morisca blanca, que parecía ser la lideresa del variopinto cabreraje, se había colocado a la cabeza del rebaño con la aparente aceptación del resto de sus astadas congéneres. La seguían en aquella ordenada cola caprina, dos hermanas rucias, dos berrendas claras, siete mochas amarillentas que con algunas ruanas, rosalbas y ensalamás se completaba el exiguo rebaño de los veintidós ejemplares de Remigio y Rosalva, únicos habitantes del cortijo conocido como De los Chilates.

Con la destreza que le daba la práctica; Remigio Curbelo empezó a ordeñar cuando aún estaban por llegar los claros del día. En casi un suspiro y medio; la leche pasó de las ubres a los tojios y de estos a las pesadas lecheras de acero galvanizado, traídas vacías la tarde anterior de la parada de la Guagua para hacerlas volver al mismo sitio, llenas o mediadas para los clientes con quien habían hecho trato de suministro y de palabra. Una chapa de bruñido latón donde figuraba el nombre del destinatario, iba soldada a la parte cónica donde se estrechaba la lechera, un cierre hermético y un candado MG, protegía posibles derrames involuntarios del líquido elemento. Un buen número de estas lecheras permanecían en fila junto a la entrada de la cambuesa esperando a que Rosalva Miranda -mujer de Remigio- las cargase en la alterosa y ensillada burra majorera y llevarlas de nuevo hasta la parada de la Gildez, -junto a la lonja de don Ramiro- con aquel imprescindible líquido destinado a la ya mencionada docena de clientes del Puerto, adictos de la leche de cabra recién ordeñada y que ellos mismos se encargaban de recoger puntualmente en la flamante nueva Estación de Guaguas con sede en la calle Portugal, del otrora polvoriento y entrañable barrio Arrecifeño de La Vega. La flota de la nueva y esperanzadora concesionaria del transporte conejero interurbano, estaba compuesta por seis o siete vehículos de la marca DODGE, carrozados en madera pintada con el más tarde famoso Verde Lanzarote y con capacidad para llevar a 38 pasajeros que acomodaban sus sufridas posaderas en unos bancos de listoncillos de madera. En sus bajos, aquellos huecos con olor a zonal, acogían alguna talega de lentejas o garbanzos, gofio, enormes sandias-si era la temporada- y alguna que otra gallina que amenizaba el trayecto con sus asustados aleteos y cloquidos. La carga general y las lecheras, viajaban en una enorme baca sobre el techo de la guagua a la que se accedía por una escalerilla en la parte posterior.
En el número 01 de la calleCienfuegos, vivía una familia de absentistas que no querían saber nada de la leche Lita y similares. Casi de madrugada mandaban a su hijo Udalbito a por la lechera y para ello también madrugaba a diario ir a por los dos litros y medio de leche que venía casi «mesida» por el traqueteo de casi una hora de guagua. El desayuno dependía que el chico se anduviese diestro en su caminar pues más de una vez había tenido algún incidente con los arrapiezos del barrio que le hacían la puñeta llamándolo «campurrio».
Era aquella la humillante época en que se repartía en las escuelas públicas, los excedentes americanos de queso y leche en polvo. A media mañana también, en su escuela, Ubaldito recibía unas cucharadas de leche en polvo envueltos en papel de baso y que al llegar a su casa revolvía con azúcar, le hacía un agujero en la base del cartucho por el cual se la iba comiendo con fruición y gusto a la hora de la merienda. Con ello y sus majaderas protestas a su madre, -al padre ni se le pasaba por la mollera- intentaba convencer de lo buena que era la leche deshidratada y que nos llegaba de pa fuera, de los Paise Bajos. Estos estos y otros fueron los «esfuerzos» del que con los años sería don Ubaldo «el del juzgado» para intentar acabar con aquel «trajín» de lecheras que lo traían por la calle de la amargura.
Una sequía de tres años seguidos, hizo que los ganados se comieran hasta las brotes tiernos de las espinosas «ajulagas» única planta que parecía poder beber el rocio de las tarosadas nocturnas.. Aquella pertinaz e invasiva planta espinosa en la dieta de las pobres cabras, trasmitía a la leche un amargor desagradable, circunstancia esta que terminó por liberar a Ubaldito de su obligado ir y venir a la estación de la Gildez. La ahulaga que hoy coloniza prácticamente todo el territorio insular, que arrasa fértiles enarenados e invade los arcenes de las carreteras, fue antaño suculento pasto de camellos y preciado combustible para caldear los hornos domésticos de los humildes hogares isleños, también fue magistralmente cantada por un famoso filósofo y escritor de la Generación del 98, de las que transcribo un pequeño fragmento en su elegía de destierro: Tiende su triste verdor pardo, su verdura gris, por entre los pedregales sedientos, y al pie, a las veces, de esos tristes tarajales… La aulaga no tiene hojas; la aulaga desdeña la hojarasca; la aulaga no es más que un esqueleto de planta espinosa. Sus desnudos y delgados tallos, armados de espinas, no se adornan más que con unas florecillas amarillas.”
Aquellos años de sequía fueron una catástrofe para toda la población de la isla. Al igual que Remigio Curbelo, en muchísimas familias, dadas las circunstancias de pobreza y miseria, obligó a muchos agricultores a enrolarse pa la costa, a la pesca, en las zafras de la corvina y el tasarte, actividad pesquera tradicional en la isla, pero que con la aparición de la «estela triunfal del motor» se encontraba en pleno resurgir económico. Muchos de aquellos agricultores metidos por la necesidad a costeros accidentales, llegaron a ser excelentes marineros e incluso patrones de la resurgente flota pesquera lanzaroteña. Fueron tremendos años de carencias que hicieron estragos en la población y con mayor virulencia -cómo siempre- en las clases más desfavorecidas de la isla.
Otra gran parte de la población masculina, hombres jóvenes y no tan jóvenes, prepararon el «jato» para coger camino a lugares o actividades donde no fuesen tan acusadas las consecuencias de aquella «mala planeta» metereologica. La Isla de La Palma, situada al otro extremo del archipiélago fue el destino de muchos conejeros, pues siempre había sido ínsula en la cual los efectos de la sequía eran menos acusados ya que los «rabos» de las borrascas atlánticas siempre se dejaban y dejan ordeñar por las altas estribaciones de la «isla Bonita»
Entonces, en la dicha isla verde, se requería peonaje para sorribar y aterrazar laderas volcánicas y de aluvión destinadas el nuevo y prometedor monocultivo del plátano.
El padre de Ubaldito Carrasco, afincado propietario metido a armador y asociado con un experimentado pero seco patrón de pesca, sabiendo de las estrecheces de Remigio y su familia le propuso que se enrolara en La Remedios, airosa balandra dedicada al Tasarte o a la corvina y que estaban arranchando para zarpar en pocos días. Remigio fue a la Comandancia de Marina, con las manos todavía oliéndole a ubres de cabras, para arreglar los papeles y poder enrolarse legalmente a las órdenes de quién sería el primer patrón laboral y de pesca de su vida.
10/02/2017. Desde Arganistán: este que lo es, Agustín Cabrera Perdomo.
Continuará.
Especialmente dedicada a mí buena amiga Inés Caraballo Medina

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