Las cabras, las ahulagas, las viejas guaguas. (III)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Retomando el hilo de la narración del capítulo anterior, el señor padre de Ubaldito, don Ubaldo Ramírez y Carrasco, con los capitales ahorrados en los años de buenas y productivas cosechas de tabaco, cebollas más la venta de algunas fanegas de tierra a prósperos armadores de la cada vez más importante flota pesquera de la isla, decidió invertir aquellos dichos dineros en la adquisición de una pequeña balandra en sociedad con un tal Rafael Rosales; patrón de pesca de sobrada solvencia profesional y que; con la tripulación casi al completo y la marea ya apurando para zarpar, esperaba la llegada del cocinero, un hombre de campo que iba a recibir en este viaje su bautismo de mar.

El cocinero no era otro que nuestro cabrero y proveedor de lácteos; Remigio Curbelo el cual acompañado por su mentor, en este caso, don Ubaldo Ramírez permanecía en el embarcadero esperando la chalana que le llevara a bordo de La Centella, a él y a una cabra con su correspondiente paca de alfalfa que había conseguido comprar en Tefia por mediación de su cuñado, un majorero de Puerto Cabras. El patrón Rafael Rosales, desde el bauprés de la balandra, observaba incrédulo la maniobra de trasbordo del cocinero y la cabra. Al no dar crédito a lo que estaba ocurriendo en tierra. pensó- pues na, si nos falla la pesca pues, nos comeremos la cabra-
La Centella era el nombre de la balandra la cual permanecía a la espera en el punto de fondeo cuando ya Remigio y su morisca mocha, estaban abordando el barco, ayudados por el chalanero entre risas, coñas más los balidos de la cabra y el cabreo sordo del patrón Rosales.
Don Ubaldo Ramírez, esperó la salida del velero, pues lo creyó oportuno y necesario para ir dándose a conocer entre los colegas de su nueva actividad comercial. Una vez la balandra puso rumbo hacia La Mar Pequeña, don Ubaldo dio media vuelta de manivela al motor de su Ford de bigotes y renqueando por aquel pedregoso camino se llegó hasta el humeante cafetín de la Boca del Muelle, donde le esperaban las fichas del dominó.
Arrecife en aquellos años crecía lentamente en el desorden urbanístico con el que ha llegado hasta nuestros días y que aún la estamos sufriendo por la falta de ideas y contrastada incompetencia de sus dirigentes. (Hay contadas excepciones)
La época en la que emplazo estos hechos Arrecife era el villorrio como el que describen parcialmente don Agustín Álvarez Rixo y don José de Viera y Clavijo, y fue durante aquellas calendas cuando se echó en falta la aparición de un hombre con ideas, un César Manrique de la época que hubiese alcanzado a ver las posibilidades urbanas que tenía aquella incipiente urbe y que dadas las singulares características de su emplazamiento podían haberla convertido en la ciudad más hermosa de todo el Atlántico. Haciendo un esfuerzo intentaré recrear mi Arrecife, el que yo he imaginado en múltiples ocasiones en sueños imposibles. Aunque la subida y bajada de las mareas condicionaban la vida de los moradores de este imaginado Arrecife, el ingenio isleño hubiese soslayado aquel problema pues al fin y al cabo era esta una circunstancia impuesta por la naturaleza y sobre todo por la ley de gravitación universal. Estudiada someramente la orografía del territorio, Arrecife durante las mareas más vivas, era inundada en sus cotas más bajas por el mar que entraba hasta la calle Cienfuegos accediendo por lo que hoy conocemos como las Cuatro Esquinas y que lentamente avanzaba hacia el oeste inundando lo que hoy son las calles Trinidad, Chile y el llano que atribuíamos a doña Margarita Ramos, funcionaria que fuera en el Instituto de Enseñanza Media. La incontenible y serena riada continuaba su avance a través de la calle Portugal para llegar a los llanos del todavía inexistente barrio de La Vega hacia el Oeste, anegando el lugar donde mi tío Pepe Perdomo Spinola construyó lo que ampulosamente llamábamos El Estadio. Estas aguas se reencontraban mansamente con las que entraban por la playa del Reducto. Quizás sea excesivamente idílica la visión de un Arrecife con canales, puentes y pequeñas falúas y chalanas haciendo de taxis, en vez de los miles de coches que vistos desde el aire parecen hormigas abigarradas y desorientadas buscando la entrada al hormiguero. Ni tanto ni tan calvo, me dirán y posiblemente tengan razón los que piensen de lo utópico de mi visión urbanística arrecifeña que sin duda hubiese sido distinta, sin agua corriente, sin saneamiento y con una pobreza extrema, esos canales durante las mareas bajas hubiesen sido apestosos desagües de detritus y aguas sucias. Con el paso de los años, Arrecife ha ido perdiendo su característica y atractivo más importante, se empezaron a ganar terrenos al mar, dando concesiones para construir El Parador, El Casino-Club Náutico y más tarde el Arrecife Gran Hotel. El Islote del Francés ya había sido concedido y ocupado por las naves de una factoría de pescado y por otra gracieta institucional nos ha dejado su recuerdo representado por las mugrientas ruinas de una nave de la vieja Rocar. En definitiva, que me he ido de nuevo por los cerros de Úbeda.
Continuará.
Marzo 2016.

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